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Pasa cada día. Decenas de turistas salen del metro, entran en la mítica basílica inacabada, comen en las terrazas de la avenida Gaudí y, tras el reportaje fotográfico de rigor, vuelven al centro. A muy pocos minutos, la torre más alta del Recinto Sant Pau si pudiera, pondría los ojos en blanco.
Esta avenida une dos de las obras más importantes del modernismo barcelonés y es bonito recorrer sus adoquines a casi cualquier hora. Las monumentales farolas de Pere Falqué, los turistas bebiendo sangría y las vecinas tirando del carro amenizan el paseo hasta la puerta principal del antiguo hospital de la Santa Creu y Sant Pau. Una vez allí, es casi inevitable detenerse ante la fachada, ornamentada y colorida.
Unas anchas escaleras presididas por Pau Gil –el banquero que financió la construcción– suben al edificio principal, del que nacen dos módulos simétricos que parecen abrazar al visitante. Ambos brazos están cubiertos por cristaleras que dejaban ver, en otro tiempo, el despacho de los médicos. En la puerta de uno de ellos, Rebeca se asegura de que no falta nadie antes de empezar el recorrido.
Rebeca es una de las guías encargadas de las visitas que tienen lugar en el Sant Pau desde que los enfermos fueran trasladados a un nuevo hospital. Puede parecer que ha llovido mucho desde aquello pero lo cierto es que hace apenas 11 años corrían las camillas por donde ahora los visitantes pasean maravillados. Con esa idea en la cabeza el grupo entra en la Sala Hipóstila, una zona subterránea bajo el edificio central de la Administración.
La guía aprovecha este espacio –en los últimos tiempos del hospital, sala de urgencias–, para dar unas pinceladas sobre la historia del lugar. Como otras grandes urbes, durante la primera mitad del siglo XIX, la población de Barcelona se duplicó, la muralla tardó en derribarse y el resultado se redujo a grandes epidemias de cólera y tifus. Ante la situación de emergencia, el Ayuntamiento ubicó centros de infección fuera de la ciudad y Pau Gil, barcelonés afincado en París, quiso dedicar parte de la fortuna familiar a un "hospital para pobres" en su ciudad. Lluís Domènech i Montaner, maestro de Antonio Gaudí y arquitecto del Palau de la Música Catalana, fue el encargado de hacerlo realidad.
Luciendo la media sonrisa del que entiende que lo de "Sant Pau" no remite precisamente a ninguna figura religiosa, el grupo llega a unos blancos y anchos túneles, de esquinas romas y extrañamente luminosos. Las claraboyas para suplir la asuencia de electricidad, las paredes forradas en cerámica para facilitar la limpieza, la anchura para que cupieran los carruajes..., aquí, todo tiene un motivo muy concreto. "Domènech no podría haber construido tan bien sin un equipo de médicos al lado", reflexiona Rebeca.
El primer pabellón que se visita es el de San Salvador, inaugurado en 1912. En la primera sala una maqueta dibuja en la mente del recién llegado cómo era realmente aquel hospital y cuánto se parecía a una ciudad en miniatura, con el Convento de las Hermanas Hospitalarias de la Santa Cruz y sus huertos al fondo. Alrededor, vitrinas con material quirúrgico de la época dan miedo y curiosidad a partes iguales. Subiendo las escaleras se llega, por fin, a una de las salas de pacientes. Los altísimos ventanales y las paredes azulejadas de un verde relajante muestran que, a la hora de construir el hospital y a pesar de la situación crítica en la que se encontraba la ciudad, también se pensó en el bienestar mental de los enfermos.
No obstante es en los jardines donde una se imagina sin esfuerzo a los obreros de principios del siglo XX dando gracias por pasar unos días en el Sant Pau. Los pabellones a ambos lados y los quirófanos en los extremos dibujan un patio donde no falta un detalle. Cada módulo compite en belleza con el anterior y naranjos custodian las puertas –todas con sus correspondientes rampas, para los enfermos con movilidad reducida–. Fue tal el cuidado que se dedicó a la construcción de la zona que cada pabellón tenía su propia torre de agua –para evitar epidemias– y se cultivaron diferentes especies de plantas para que, independientemente de la época del año, siempre hubiese flores.