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La catedral es "el mueble principal" que adorna la noble ciudad de Coria. Lo decía Rafael Sánchez Ferlosio, el escritor y ensayista que se acaba de marchar y lo recuerda hoy, desde la plaza del Duque, delante de la catedral, la periodista Carmen Monforte, otra coriana que le estimó y escuchó en muchas tardes de verano en la "muy noble y muy leal ciudad", como dicen las escrituras oficiales, bajo un sol de matacabras, el de los meses con erres –que se considera dañino tomado de plano– según la sabiduría popular.
Ferlosio, romano de nacimiento, vivió parte de su adolescencia en el que fuera palacio del Duque de Alba. Su padre, el escritor y fundador de falange Rafael Sánchez Mazas, lo heredó de su tía Julia, a quién se lo transmitió su tío Laureano Camisón, médico del rey Alfonso XII, tras adquirirlo en una subasta de la Casa de Alba, cuando decidió desprenderse de su inmenso patrimonio en Coria. Julia, popularmente conocida como "la Camisona", se lo legó en 1940 a su único sobrino, Sánchez Mazas.
Desde el campanario de la catedral, se puede otear parte del interior del palacio en decadencia. Llama la atención el jardín de boj que plantó la italiana Liliana Ferlosio, madre del Premio Cervantes de las Letras, del cantautor Chicho Sánchez Ferlosio o de Gabriela, su única hermana.
La italiana, como la conocían en el pueblo, plantó el boj y otros árboles frutales, logrando un pequeño jardín clásico. De joven, Sánchez Ferlosio pasaba allí largas temporadas que poco a poco fue espaciando. Al autor de El Jarama y Alfanhui, pero, sobre todo, al ensayista capaz de reflexionar más allá de la inmediatez de los tiempos, le gustaba andar calles y campos.
La casa donde Demetria Chamorro –su segunda esposa tras Carmen Martín Gaite– y Rafael disfrutaban del verano, está en la misma plaza de la Catedral, a pocos pasos del palacio. De construcción sencilla, la única señal que da una pista de quiénes son sus habitantes, es un llamador de metal con las iniciales R.S. grabadas, que no se corresponden con las del escritor sino con otro Rafael Sánchez antepasado incluso de su padre. En Coria solo hay una huella clara de su ilustre vecino, el nombre de la Biblioteca Municipal, Rafael Sánchez Ferlosio, el único homenaje que él aceptó en vida. "Eso para luego", decía cuando le proponían poner su nombre.
Cruzar la plazuela del Duque –dedicada al doctor Camisón, que además de médico de cámara de Alfonso XII, fue diputado en Cortes– hasta la puerta plateresca de la catedral, bajo un sol de primavera radiante y con el espíritu de Ferlosio en la espalda, tiene algo de homenaje al escritor, que con sus eternas zapatillas de cuadros y su bastón de los últimos tiempos, escuchaba a golondrinas y gorriones sobrevolando el campanario. Rafael no quería molestar nunca y menos con sus ternezas. Impensable.
Antes de entrar en la catedral conviene rodearla y detenerse a su espalda a contemplar la impresionante vega del Alagón. Un río que él recorrió durante años, mientras las piernas se lo permitieron. Ese Alagón, afluente del Tajo, que quizá hace más de un siglo dejó su puente al lado y comenzó a discurrir en paralelo. El fenómeno dió lugar al dicho de que Coria tenía "un río sin puente y un puente sin río".
Ferlosio sostenía la teoría, apoyada en otro caso similar en la provincia de Guadalajara, de que el río se fue desviando paulatinamente de su cauce por la sedimentación de la arena de las pilastras del puente de piedra medieval, aún intacto. No en vano, la zona se conoce como La Isla, por la multitud de islotes que se formaron hasta el desvío total. Andar por la ribera de este hermano del Jarama, era una de sus aficiones.
La "noble" se convirtió en un enclave importante para los romanos, en la ruta hacia Dalmacia. Tanta, que edificaron una muralla con cuatro puertas estratégicas o portonas para los lugareños –la de la Cava, San Pedro o del So, de la Guía y la del Carmen–, que después atravesarían visigodos, árabes y reyes castellanos que regalaron tierras inmensas al ducado de Alba. A tan solo 40 kilómetros de la Raya portuguesa, también pasó por allí el ejército de Napoleón en su disimulada ocupación de Portugal. Una contienda que dejó sus huellas en Coria.
Detrás mismo de la catedral, al reforzar recientemente 'el paredón' (especie de balconada detrás del templo, que da al río), el arquitecto técnico Pedro Gutiérrez y su equipo se toparon con las lápidas de varios soldados ingleses de las tropas del Duque de Wellington, que lucharon contra los franceses y resultaron heridos en Ciudad Rodrigo.
"Venían enfermos y murieron pronto, por lo que sabemos, pero el Obispo de Coria no dejó enterrarlos dentro porque no eran católicos. Por eso estaban aquí fuera, enterrados casi en la superficie", señala Pedro, con los planos del proyecto con el que se intenta reforzar el edificio otros cientos de años. La huella histórica del terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755, que dejó dos grandes grietas en uno de los muros y mató a una veintena de personas tras hundirse la cúpula, pesa en el imaginario del pueblo más que los fantasmas de cripta.
La mirada llena de los verdes de la vega, salpicada de diferentes gamas que dibujan higueras, olivos, chopos de la ribera, con amapolas que desafían al tiempo y chumberas del gran barranco que separa al pueblo del valle, se mitiga con la sombra que proyecta la catedral. En su interior, se repara sin buscarlo en la sillería del coro de nogal mudéjar de los siglos XV y XVI.
"Es una maravilla, la pieza más antigua que se conserva en el edificio", explica Gutiérrez. La tentación de levantar cada asiento y descifrar lo escrito por los frailes durante siglos es potente. Además de la belleza barroca del altar despierta la curiosidad del visitante el museo catedralicio, con interesantes tallas, pinturas y sorprendentes reliquias. La más afamada es el mantel de la Sagrada Cena.
Frente a un altar dedicado a la patrona, la Virgen de Argeme –cuyo santuario a 5 km. es parada obligada por su mirador–, y ya junto a la puerta principal, se puede ver la capilla que se hundió por el terremoto-tsunami de Lisboa. Una cúpula que se había terminado de construir apenas siete años antes y que fue sustituida por otra de menos valor.
La primera catedral visigótica data del siglo VI –o eso dicen los historiadores– . Sobre ella se erigió una mezquita y más tarde, iglesia-catedral románica. La actual es un gótico de transición, de estilo churrigueresco y eso se observa por fuera y por dentro del templo de una nave, que lo hace más original. Con el Renacimiento ya avanzado, recibe sus mayores privilegios: la de Coria es la diócesis más antigua de Extremadura, pero a mediados del siglo pasado, el obispo Manuel Llopis Iborra, por conveniencia y operatividad, trasladó la sede a Cáceres, convirtiéndola en diócesis de Coria-Cáceres, otro desvío que nunca gustó a los corianos.
Las campanas de la catedral "son de verdad", presumen en el pueblo. Suenan y volean como las de toda la vida, no tienen grabado el sonido para llamar a los fieles o darles la hora, como sucede en tantas otras iglesias. El sonido de los badajos recorre las calles estrechas de la parte antigua con nombres de los oficios hoy desaparecidos, como la calle de los Paños; las de la judería (Albaicín, Alojería), o la del convento de clausura y el tiempo retrocede en la primera hora de la tarde, momento de siesta. Ya no llaman al Angelus, pero aún perdura el eco de las campanas que oía Ferlosio en su juventud (la Chica, la Gorda o la Sermonera) o el de las pascualejas, las más pequeñas del campanario, que solo doblaban por la muerte de un niño.
Cada una tiene su nombre y son uno de los incentivos para trepar por los 124 peldaños de la escalera de caracol hasta el primer campanario de esta torre, diseñada por Miguel de Lara Churriguera (se puede subir por un euro). Una vez arriba, al pie del nido donde las cigüeñas han esparcido los palos y ramas de su casa, la vega del Alagón levanta el ánimo.
El río que amó Rafael Sánchez Ferlosio riega los campos, discurre bajo el puente de hierro de principios del siglo XX, entre chopos, y sigue dando esquinazo al viejo puente de piedra. Los límites de la muralla chocan con los antiguos arrabales, hoy barrios modernos. Allí a la vida le va la marcha.
Nuestro paseo concluye en uno de estos arrabales, el de San Francisco, en su popular plaza del Rollo, que debe su nombre a una columna de piedra rematada por una cruz, donde se ajusticiaba hasta su prohibición por las Cortes de Cádiz en 1812. Es el momento de pedir unas cañas con una ración de cueros de morro o la prueba de cerdo en el bar de 'Tito', en 'Al karika' o en el antiguo 'Piroo el Toscano'. También se puede cambiar de tercio, subiando al 'Candilejas', en la avenida de Argeme para probar pinchos más actuales y variados.
Tras el aperitivo, puede uno sentarse a comer en 'El Bobo de Coria', en plena parte antigua, y probar la cocina extremeña, en la que el retinto y las setas cobran protagonismo. Otra opción es bajar hasta el río y acomodarse en 'Percor', que incorpora preparaciones más actuales.
Y para dormir, el Hotel Palacio en la plaza de la Catedral o Montesol, junto al río.
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