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Cada año, con los equinoccios que marcan el inicio de la primavera y del otoño, miles de aves eligen los montes y humedales valencianos para descansar en su trayecto migratorio. Las aves tienen en su cerebro una pequeña brújula, un reloj biológico que les ayuda a orientarse y les avisa de que deben mudarse. En su mapa interno los parques naturales valencianos son una zona de descanso en la que parar a recargar las pilas.
El ornitólogo Virgilio Beltrán –o "pajarero", como se refiere a sí mismo entre risas– va explicando por qué migran las aves, por qué se "alojan" en Valencia y cómo diferenciarlas mientras va montando el telescopio. "El corredor avícola europeo pasa por el estrecho para llegar a África y en la Comunidad Valenciana hay muchas paradas naturales para las aves: L’Albufera, el Marjal de Pego, Santa Pola…", enumera el guía.
"La mejor época para ver las migraciones son los meses de otoño y primavera, especialmente de agosto a noviembre, cuando el paso es más lento y se detienen por más tiempo en nuestras tierras", explica Virgilio. El telescopio ya está listo para ver ese halcón peregrino que hay posado en una roca. Sin la ayuda de las lentes apenas se distingue, como una cabeza de alfiler.
La pasión de Virgilio por estos animales no conoce límite y así lo traslada en las excursiones que organiza por las sierras valencianas. Biólogo, educador ambiental de formación y ornitólogo por experiencia, se ha dedicado toda la vida a este tipo de actividades, desde hace unos años bajo el sello de 'ActioBirding'.
Aquí no hace falta ser un experto, solo tener curiosidad, los ojos bien abiertos y los prismáticos a mano limpios. Nos encontramos en el parque natural de las Hoces del Cabriel, un entorno protegido que se extiende por la presa de Contreras, bordeando el principal afluente del Júcar. Su recorrido serpenteante ejerce de frontera natural entre Valencia, Albacete y Cuenca, y le da un carácter propio a sus tierras.
El altiplano de Utiel-Requena, como se conoce esta zona, se ha ido constituyendo como referente en los vinos valencianos dada la peculiaridad de su clima. Pero de eso hablaremos más adelante, sentados a la mesa y copa en mano. La experiencia que propone Virgilio es aún más especial porque incluye un maridaje muy peculiar. Es la fórmula birds&wines, un recorrido que se inicia con la observación de las aves y concluye con una cata de vino en una bodega seleccionada de cada paraje. El orden, en este caso, es importante para no salir volando.
El propósito del maridaje es conectar con la naturaleza a través de los cinco sentidos y acercarnos, como antaño, a las tierras en las que habitamos. De un lado, el visitante conoce cómo se comportan los animales, dónde habitan y por qué, aprende a diferenciar los ecosistemas, las particularidades del terreno… "Alfabetización ambiental" lo llama Virgilio, quien adapta los recorridos y las explicaciones según el público.
Virgilio confiesa que le llegan decenas de expertos de Europa, principalmente británicos, pero que se lo pasa pipa con los grupos de principiantes. La otra cara de la excursión invita a descubrir el vínculo de los bodegueros con la tierra, del vino con sus raíces y las peculiaridades de la uva en cada territorio. "Aquí juntamos a amantes de la naturaleza y a amantes del vino y nos acabamos queriendo todos", bromea el guía.
Virgilio organiza excursiones en grupos muy reducidos –máximo ocho personas– por parajes como el Alto Turia o la Sierra de Mariola y bodegas de la zona. Se trata de un profesional con experiencia, un buen instructor que transmite que para conocer las aves basta con tener interés.
Tras la primera parada en el embalse, donde moran los halcones peregrinos y los roqueros solitarios, se asciende a la presa de Contreras, camino del parque de Los Cuchillos, conocido así por sus dientes puntiagudos, fruto de la erosión. La subida, en la que acompaña un grupo de cabras montesas, es la transición al paisaje de otoño. Todo se va tornando rojizo y comienza a refrescar. Desde aquí, a 860 metros de altura, se avista el poblado de Contreras y la antigua cementera de la que obtuvieron los recursos para construir la presa.
Retomando el ascenso y serpenteando por el camino entre Cuenca y Valencia se llega al mirador de Peñas Blancas, una parada que ofrece unas vistas espectaculares del entorno. Si el día aparece claro, podrán controlar las Hoces, la formación de los Cuchillos y el Valle de la Fonseca, hasta ver cómo el Cabriel desaparece en el horizonte. En esta zona, al margen de la panorámica –la foto es prácticamente obligatoria– todavía se conservan restos de las trincheras de la Guerra de Independencia contra el imperio francés y un campo de trabajo de la Segunda Guerra Mundial. Un añadido perfecto que agradecerán los amantes de la historia.
Aquí viven las cabras montesas y los ciervos que, con suerte, saldrán a saludar. También es tierra de rapaces como el águila culebrera y de pequeños pajarillos difíciles de ver, como si de un juego se tratase. Estos son estorninos, arrendajos o cornejas. A ojos del recién llegado, casi imposibles de diferenciar. Virgilio saca la guía y ofrece una breve clase.
Se acerca el mediodía y es hora de ir descendiendo el camino. Para ir al próximo destino, Casas del Rey, hay que pasar por la zona puramente vinícola. Allí, entre las tierras rojizas que caracterizan el monte valenciano, aparecen las vides bajas, frente a otros pinares. Las viñas que descienden por la leve ladera recuerdan a La Toscana, coinciden todos los acompañantes. Una postal plenamente otoñal; un baile de tonos. Una nube de pequeños pájaros emerge e invita a pensar si eso debe ser la libertad. Probablemente sean estorninos, señala el guía a los visitantes embelesados.
En Casas del Rey, una pedanía perteneciente a Venta del Moro, espera Diego Fernández Pons. Enólogo y sumiller de reconocido prestigio, ha reformado la antigua cooperativa del pueblo para convertirla en su proyecto más personal. Una pequeña bodega de la que salen vinos como La vida blanca y La vida en rojo, ambos ecológicos, o Aves de Paso, que resume su forma de ver la vida. Diego abre las puertas de su segunda casa, donde trabaja junto a su familia, y explica su forma de hacer vino y de vivirlo.
El campo valenciano no tiene grandes extensiones de viñedos ni demasiadas bodegas centenarias, como ocurre en la Rioja o en Castilla y León. La cultura vinícola en Valencia es relativamente reciente, ya que antes se elaboraba vino a granel para exportar y se prestaba más atención a la oliva y a la almendra, en función de la fuerza de trabajo de las familias. Los valencianos lo saben y por eso dedican todo su cariño a cuidar las vides, para que den lo mejor que tenga la tierra. Es su caso. Lo Necesario es justo lo que predica: un vino ecológico sencillo, sin grandes pretensiones ni artificios, limpio, con la mínima intervención. Un proyecto del que se siente muy orgulloso.
De su uva bobal salen unas 40.000 botellas al año, cultivadas en un suelo con millones de años. Se conservan restos del cretácico, con todo el potencial mineral que eso conlleva y aporta al caldo. La filosofía de Diego es que la mano de hombre debe guiar y cuidar a la naturaleza, pero alterarla en la menor medida de lo posible; es preferible dejarla hacer. En el trabajo de la bodega eso conlleva dejar un sombrero de orujo mínimo, darle mucho cariño a la uva y estar muy vigilante para hacer muchas fermentaciones pequeñas.
Mientras el bodeguero nos explica su proceso, sale un olor cautivador de una olla, anticipando al acompañante que estará sobre la mesa. Es un jabalí guisado en vino, un menú especial casero para celebrar la vendimia. Enseguida sacan una de las botellas de las que más orgulloso se siente, la que lleva el nombre de su proyecto. El petirrojo de la etiqueta desvela que lo que une a Diego con Virgilio es la pasión avícola. Puede que algún día los veamos volar.
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