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La ruta comienza con un viaje en el tiempo de unos 2.600 años. Por aquel entonces los historiadores apuntan que llegaron los primeros aborígenes a lo que hoy conocemos como Canarias. "Eran pueblos de bereberes del norte de África, que se cree que eran deportados al archipiélago por los conquistadores de la zona del Magreb. Fueron llegando en distintas oleadas y no mantuvieron contacto entre ellos; de hecho, había lenguas y culturas en cada isla", explica María Lezcano, guía oficial del Patronato de Turismo de Gran Canaria.
Ellos fueron los primeros moradores de las casas-cuevas que salpican las montañas de Artenara, que transmiten la imagen de un gran queso Emmental. Eran utilizadas no solo como viviendas, sino también como cementerios y graneros de cereales. "Estamos enclavados en el gran valle de la Caldera de Tejeda, con unos 14 millones de años de antigüedad. Al ser terrenos volcánicos, con rocas no muy duras, las cuevas eran fáciles de construir para el hombre. Hasta no hace muchos años, aún se seguían construyendo y actualmente, además de como viviendas y residencias vacacionales, también hay algún negocio", asegura Octavio Montesdeoca, responsable del Museo Etnográfico Casas-Cuevas de Artenara (MECCA) y enamorado de estas construcciones.
De esta zona, la de mayor altitud de toda la isla de Gran Canaria, dijo Miguel de Unamuno que ofrecía una visión "dantesca": "No otra cosa pueden ser las calderas del Infierno que visitó Dante. Es una tremenda conmoción de las entrañas de la tierra; parece todo una tempestad petrificada, pero una tempestad de fuego, de la lava, más que de agua". Al escritor bilbaíno hay dedicado un mirador desde donde se contemplan unas espectaculares vistas de las cumbres y del valle.
En la localidad hay censadas unas mil personas, "pero aquí no viven de manera permanente más de 300 vecinos durante todo el año", reconoce Octavio. La explicación, según este guía apasionado –para qué queremos folletos si hay gente como Octavio–, es el entorno. "Artenara está enclavado en la Reserva Mundial de la Biosfera de Gran Canaria, por lo que no hay un metro cuadrado que no esté protegido, lo que hace muy difícil el desarrollo de la agricultura o la ganadería, que eran los sectores tradicionales hasta finales del siglo XX. Mucha gente tuvo que emigrar a las zonas de costa, mucho más turísticas y aquí se han quedado unos pocos, el resto son segundas residencias".
Una de las que sí que sigue viviendo aquí, como hicieron sus padres, sus abuelos y así hasta que la memoria se pierde, es doña Concha. Su casa está excavada sobre la roca, y nada más entrar, el sofocante calor del exterior se desvanece en un acogedor frescor que invade todo el hogar. "Antiguamente las casas-cuevas se construían con puertas bajas y sin ventanas, para evitar que las corrientes de aire frío de la noche entraran en la vivienda y el frescor interior saliera en los días calurosos", explica la mujer. Dentro la temperatura durante todo el año ronda los 18 grados.
Ya hace tiempo que en la zona no habitan medianeros, gente que trabajaba las tierras del propietario que ofrecía casa en sus tierras a cambio de una parte de la cosecha. En la cueva que sirve de Museo Etnográfico, Octavio muestra al detalle cómo eran éstas a mediados del siglo pasado, cuando la adquirió el prominente canario Santiago Aranda. Las camas altas, para evitar la humedad y los roedores atraídos por el grano, los tendidos humildes, los ropajes de campesinos y pastores, el molino para el gofio y el millo, los taburetes de estilo palmeta, la mesa tocinera, la talla para filtrar el agua o las losas.
"Aquí el oficio de ceramista lo ejercían las mujeres, las loseras de Lugarejos, aunque las autoridades franquistas permitieron al bueno de Panchito tener carnet de losera, que inventó el 'vaso de picos', del que no se podía beber. Se dejaba en las puertas de la casa junto a la talla de agua, pero solo se podía utilizar para servir el agua en otro recipiente, debido a sus picos en el borde, y así evitar el contagio de posibles enfermedades de los peregrinos", explica Octavio, mientras muestra el trabajo de Mari León, la última alfarera de Artenara.
Sin embargo, los antiguos canarios que habitaban estas cuevas solían hacer vida en los patios, donde estaba la cocina, el lavadero, la tralla para extraer el aceite de las almendras amargas y el goro donde pisar la uva para el vino. Asomado a uno de estos patios, a Octavio no le cabe ninguna duda de por qué sus antepasados preferían este lugar. "Mira qué espectáculo se presenta ante nosotros: el Roque Nublo, el Roque del Fraile, La Rana y el Roque Bentayga, un conjunto rocoso que tiene un trasfondo sagrado y ceremonial para los aborígenes".
A pocos menos de 10 kilómetros de distancia, atravesando una pinada con senderos de matorrales de retama, está el almogarén –nombre que daban los antiguos canarios a los espacios sagrados– del Risco Caído, una cueva que los expertos creen que está consagrada a la fecundidad. En 1996 fue descubierta por el arqueólogo Julio Cuenca, que comprobó cómo la cueva contaba con una cúpula de cinco metros de altitud hecha a mano por un pueblo que no tenía conocimientos sobre el metal.
"Al poco tiempo, se halló el fenómeno de la luz. Por una pequeña abertura en dicha cúpula comienza a entrar la luz del Sol desde el equinoccio de primavera hasta el equinoccio de otoño, que va recorriendo toda una pared donde están grabados sobre la roca unos triángulos invertidos que representan vaginas", explica José de León, arqueólogo del Cabildo y coordinador del proyecto 'Risco Caído y los espacios sagrados de montaña'. "Pasado el equinoccio de octubre, por el hueco penetra la luz de las lunas llenas, por lo que estamos ante un calendario astronómico que marca las estaciones, construido en el interior de la montaña. También podría ser el lugar donde habitaban las ‘harimaguadas, sacerdotisas de los aborígenes canarios”.
Lo que durante décadas fue utilizado por los vecinos del barranco hondo como pajar, puede que en menos de un año sea declarado por la Unesco como Patrimonio Mundial en el año 2019.