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El archiconocido Parrizal de Beceite, una garganta de aguas impolutas donde nace el río Matarraña, es uno de los lugares más apetecibles que se puedan imaginar para darse un chapuzón de agua dulce. Desgraciadamente el baño está prohibido porque es la fuente de la que beben los vecinos del pueblo. Pero el Matarraña no es una excepción en la comarca: algunos de sus afluentes están cortados por el mismo patrón y en ellos se forman pozas incluso más sugerentes.
A medio camino entre estas zonas de baño, como caído del cielo, aparece uno de esos pueblos que siempre se cuelan en las listas de "los más encantadores": Valderrobres. Para enamorarse de él basta con encarar su variopinta fachada fluvial al Matarraña, con un ancho puente de piedra medieval y un castillo asomando sobre los tejados. Pero la magia ocurre una vez se atraviesa la puerta de San Roque y se va subiendo por los callejones estrechos y empinados, donde las viejas casas de piedra nos llevan a otra época.
La vida cotidiana se ha desplazado a la zona nueva y, callejeando por el casco viejo, nos vamos a encontrar más de una vivienda decrépita. Pero que eso no nos confunda: coronando la colina nos esperan dos auténticos diamantes. El primero es la gran iglesia gótica de Santa María la Mayor, con una atípica tribuna y un pórtico que es la envidia de la región. El segundo es un imponente castillo con unos cimientos que también fueron su cantera y que, a partir de este verano, luce como nunca también como espacio de exposición de arte español. El museo que hay frente a la entrada es ideal para diseñar una visita cultural por la región.
Casi nadie lo llama por su nombre, sino por La Pesquera o Peixquera, que estrictamente se refiere a un área natural protegida de unos siete kilómetros de longitud donde se suceden sin descanso pequeños saltos de agua, pozas, remansos y playas fluviales. Desde el pueblo de Beceite, una pista forestal abierta al tráfico recorre todo el paraje en paralelo al río. En ella hay 15 zonas habilitadas para el aparcamiento. Hasta el sexto parking, el terreno es ligeramente escabroso y hay que bajar a pie pequeños desniveles que compensarán a los que busquen zonas de baño más profundas. A partir del séptimo parking, la pista y el río van de la mano, y comienza un terreno muy sencillo donde las pozas son algo más modestas pero mucho más accesibles.
Para que este paraíso no muera de éxito durante el verano se controla el acceso de coches y motos, que deben pagar por entrar, siempre que no se haya completado el aforo. El problema es que hay muy pocas plazas de aparcamiento, ya que está prohibido aparcar fuera de los pequeños aparcamientos señalizados. La buena noticia es que, si se llega a pie o en bicicleta desde Beceite –a unos tres kilómetros por una pista asfaltada–, se puede entrar libremente en el paraje. La empresa de turismo activo Senda, entre otras cosas, dispone de bicicletas de alquiler.
Las dos versiones de su nombre se explican porque hace de frontera natural entre Teruel y Tarragona durante los 50 kilómetros de su curso. Es un río de gran valor ecológico pero con un ecosistema frágil. Por eso, la única zona donde se permite el baño es el Toll del Vidre, o sea, la Poza de Cristal, un remanso de agua con tonos turquesas que se forma tras una pequeña cascada. Salvo por la zona de la cascada, en general tiene muy poca profundidad, así que es ideal para ir con niños. ¡Los escarpines son fundamentales!
La poza también es una excusa para disfrutar de un entorno espectacular con bosques de pino y encina sobre los que asoman los típicos riscos calizos de Los Puertos. Para llegar se podría acceder desde una pista que sale, hacia el noreste, justo antes de la zona de baño de La Pesquera. Pero es más cómodo conducir desde Valderrobres hasta el pueblo de Arnes y, desde allí, tomar una pista forestal de unos siete kilómetros. Un kilómetro antes de llegar a la poza hay un tramo en el que pueden peligrar los bajos de según qué coche: por suerte, unos metros antes hay un prado donde se puede aparcar para seguir a pie.
La opción de ir desde Arnes tiene el aliciente de pasar por este pueblo encantador, ya en Tarragona, donde un pacto tácito entre los vecinos lo mantiene repleto de flores. Sus calles son tan estrechas que, cuando levantas la vista a los geranios de los balcones, parece que los aleros de los tejados enfrentados se fueran a dar la mano. Por ellas todavía se intuye parte del recinto amurallado, en cuyo centro destaca la Casa de la Vila, un precioso edificio renacentista. Los que quieran ganarse el baño a base de sudor pueden alquilar una bicicleta en el pueblo con NaturBikes els Ports.
Es hijo de una colección de arroyos torrentosos, por lo que las crecidas de su caudal son muy bruscas y su cauce es un poema de ensanchamientos, estrechamientos y tormos erosionados con capricho. De entre sus rincones el que más brilla y mejor encarna su carácter torrencial es el Salto de la Portellada: una bestia hostil durante los meses de lluvias que, sin embargo, cuando llega el calor es un plácido oasis que te transporta a los cenotes del Yucatán. Se trata de una cascada con una caída de 20 metros que ha formado un anfiteatro perfecto, con unas zonas someras y otras profundas. Abajo, desde una pequeña playa fluvial, se puede caminar por la zona sombría que hay detrás de la caída de agua.
Para llegar desde Valderrobres hay que salir del pueblo en dirección a Alcañiz y desviarse hacia la Portellada por la TE-V-3004. Después de recorrer tres kilómetros y medio, hay que tomar una pista forestal que sale a la izquierda. Se puede bajar en coche –unos 2 kilómetros– hasta una zona de aparcamiento que hay prácticamente junto a la cascada y desde ahí caminar un sendero empinado pero muy corto. Regalarse un día de calor para pasarlo tumbado sobre sus rocas, perfectamente pulidas, mientras te refresca el agua espolvoreada de la cascada es uno de los grandes placeres de la comarca del Matarraña.
De vuelta en el casco viejo de Valderrobres, podemos culminar el día en 'El Maestrazgo', una casa de comidas con carácter donde probar los platos más típicos de la región, a veces preparados con variaciones que sorprenden. Su cara más visible es una colección de más de 20 variedades de croquetas perfectamente cremosas y con un empanado que nos deja claro que estamos en casa de un maestro.
Vicente Barberán, el chef que te recibe como si fueras un invitado en su casa, es del pueblo pero ha cocinado más años en Barcelona o en las faldas del Machu Picchu que en Valderrobres. Hace unos años, cansado de las normas que dictaban las modas y las guerras de precios, decidió volver a casa para cocinar sin presiones, a su manera. Una bendición para el pueblo en forma de un célebre guiso de morro de cerdo, pero también de otras recetas más personales como un pastel de champiñón con longaniza, menta y oporto, o una tarta de limón con yogur griego y un curioso toque de vinagre.
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