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Atravesar muy de mañana el Anillo Verde Ciclista exige atención, aunque sea muy temprano y los atascos capitalinos aún no se hayan despertado. Los ciclistas y, en menor grado, los corredores y los patinadores que se afanan desde la amanecida en recorrer esta vía libre de coches que rodea Madrid, son feroces. Indiferentes continúan su carrera, sin desviarse un milímetro, ni aflojar el paso ante el peregrino, que solo pretende cruzar al otro lado y proseguir su tránsito hacia Santiago.
Desciende desde el camino desde el Anillo Verde al túnel que le permite pasar bajo la autopista M-40. Sus paredes están ocupadas por una colección de grafitis de singular maestría. En el otro lado una pista polvorienta recorre los campos hirsutos que rodean la gran ciudad. La pista se abre paso entre las tapias de fincas y propiedades que salpican la franja de terrenos anónimos que rodean la gran ciudad. Enseguida aparecen los primeros mojones, por lo general, de pequeño tamaño. Con el escudo de la región madrileña y la estrella del camino, muchos tienen encima piedras, colocadas por los peregrinos que pasaron antes.
Un rebaño de ovejas entretiene un rato el camino. Causa sorpresa ver al tropel ganadero, a tiro de piedra de la capital, enmarcado por la silueta de las Cinco Torres. En el horizonte no será la única sorpresa de la etapa. Hay varias hípicas en la zona, siendo frecuente los encuentros con jinetes. La pista continúa entre campos sembrados de cereal hasta que alcanza la tapia del Monte de El Pardo. Prosigue el camino un largo trecho en la proximidad del gran bosque mediterráneo de Madrid. Tutelado el rumbo por abundantes señales, flechas y mojones, quedan atrás la estación de Cantoblanco y la clínica Sears. El camino pasa bajo las vías del tren Madrid-Valladolid y, tras un fuerte repecho, alcanza la entrada del Goloso al Monte del Pardo. Al lado de la reja un viejo cartel da cuenta del paso del Camino de Santiago.
Sobrepasada la estación del Goloso, sigue un trecho prolongado sobre la plataforma del Canal de Isabel II. En algunos puntos despejados se contempla a placer la vecina mancha de monte mediterráneo del Monte del Pardo. En el horizonte, la Sierra de Guadarrama y el prolongado territorio del pie de sierra por donde transita el camino. Más adelante, entre sustos y agobio producidos por la riada de ciclistas, el camino comparte con ellos un tramo del carril bici de Colmenar Viejo. Es una tirada corta pero antipática, pues la inquietud que provoca el paso de los ciclistas se une el que se circule pegado a la autovía de Colmenar.
Superada la finca forestal de Tres Cantos, propiedad del Ayuntamiento de Madrid, una pista se abre a la izquierda. En su entrada, sendos carteles de las vías pecuarias madrileñas y del límite del Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares. Por ella se abandona la vía ciclista rumbo a una amplia depresión en cuyo fondo discurre la mayor sorpresa de esta jornada.
Escondido en la vaguada y vestido con insospechadas galerías de bosques de ribera, el arroyo de Tejada discurre anónimo y tranquilo enroscado en sus meandros. Una pista forestal se entretiene con las aguas, cruzándola hasta en once ocasiones. La última de ellas lleva al inicio de una larga cuesta arriba que lleva a lo alto de las rampas de Colmenar Viejo. Tirada larga y cansina que debe acometerse con brío, concluye en la linde de la localidad ganadera. Cerca del final, a su paso ante el cementerio, el peregrino cree sufrir una alucinación. Frente al camposanto vislumbra una imagen bucólica, aunque más propia de Asia que del centro de España.
Una manada de búfalos pasta, brama y se sumerge en un charco en mitad de la pradera. Un cartel a la entrada de la finca deshace el entuerto. No es que sea una mala jugada de la cabeza, simplemente son los búfalos de agua de la única explotación que los cría en España.
Sentado en el poyete a la puerta de la ermita de Santa Ana, el peregrino recupera el ánimo mientras mira como decenas de coches marchan por la vía rápida que discurre al lado del templo, briosos rumbo al cercano centro comercial.
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