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"El mayor deleite que provocan los campos y los bosques la sugerencia de una relación oculta entre el hombre y la planta. No estoy solo ni soy ignorado", escribió Ralph Waldo Emerson, el escritor y filósofo del trascendentalismo.
No hace falta ser un trascendental como el poeta de Boston, pero en cuanto nos adentramos a la busca de Santa María de Alba –desde el puente del Burgo de Pontevedra a la iglesia hay poco más de cinco kilómetros a pie o en coche– el camino se olvida del asfalto, y el bosque se nos echa encima. Es difícil que algo dentro del caminante no invite al sosiego, tras los tiempos duros.
Quizá la culpa la tiene primero Santa María de Alba (construida en 1595 y consagrada por el arzobispo Xelmírez) que, aunque cerrada, se aparece humilde, rodeada de su cementerio y su pequeña alameda, con un cruceiro de esos que los siglos han cubierto de helechos pequeños y líquenes. Lo de humilde se nos ocurre porque no se puede ver aún la rectoral que esconde. El homenaje al párroco sentado en el banco –un recuerdo de los vecinos por sus desvelos en favor de la parroquia– es uno de esos anacronismos que hacen sonreír con ternura. El musgo y la humedad lo embellecen todo con el tiempo.
A partir de ahí, avellanos, robles, castaños, pinos o eucaliptos te arropan en el viaje. Es imposible no escapar al rumor de los duendes entre los helechos y el cauce del río Gándara; al susurro de las hojas que hablan al peregrino atento. Las frases hechas, como "buen Camino" o "la paz sea contigo" han encontrado aquí su contexto perfecto.
Marina y Pablo, una pareja de coruñeses –los primeros que nos topamos– se han echado a esta variante sin pensárselo mucho. Ella reconoce que ni siquiera ha andado un día con las deportivas, mientras que Pablo –que como tantos ha sustituido el uniforme peregrino del sombreiro, el bordón y la calabaza de la Edad Media por la ropa de la omnipresente marca de deporte para todas las clases– ha practicado más con las botas que lleva.
Ambos van fascinados por estos bosques que ya no ofrecen vistas al océano, pero que transcurren por las aldeas de San Amaro y Cancela, esos que tenían asombrados a Emilio y María Paz, los sevillanos que cayeron rendidos ante el verde gallego. "Es que venimos de Sevilla", decía la madre mientras recorría las calles de Pontevedra. Pero no hace falta subir desde el sur para rendirse ante los culantrillos y frondas que se agitan bajo el arroyito del camino o las retamas florecidas que aquí se convierten en arbustos gigantes.
Precisamente de la aldea de Cancela (parroquia de Salcedo) es José Antonio, el hombre de rostro risueño y curtido que trabaja tras la cortina de latas de bebidas de todas las clases. Sin pedirle explicaciones sobre cómo se le ocurrió la idea de crear semejante aislante de los moscones, cuenta cómo todos los guiris que pasan por aquí –y los nacionales, que conste– se lo han preguntado. "Debo de tener fotos por todo el mundo", sonríe con ojos pícaros. Escucha Radio Nacional, tiene más de cien aves –pollos, faisanes, gallinas, ocas...– que enseña muerto de risa. Y hay un momento de gesto tierno, cuando recuerda que tiene "tres nietas, muy majas: Atenea, María José y Silvia".
Este camino de Ponte Cabras que pasa por Lombo da Maceira y acaba en Caldas de Reis es de los que cumple con la imaginación del peregrino, del ciclista o del caminante. El único peligro que se encuentra en la deliciosa ruta –llena de tanto verde como requieren los ánimos del personal agotado por la pandemia– es que algún que otro ciclista de la zona desciende a toda pastilla, aunque es una cuesta tendida. Además, conscientes de que ahora no hay casi peregrinos, bajan disparados, embutidos en sus cascos y gafas, sin reparar demasiado en el entorno. Como reconoce uno de ellos, "lo conozco de cada día, vengo en cuanto puedo escapar".
Entre Pontevedra y Caldas de Reis, justo cuando el camino se hace más arisco por el asfalto de la N-550, a la altura del km 104, hacemos un pequeño desvío para toparnos con un remanso de agua que es el Parque Natural del Río Barosa y sus cascadas. Fresnos, chopos y majuelos, con merenderos de piedra, tres puentes de madera y 14 molinos de agua que aprovechan los saltos de las fervenzas del río.
Para los más descansados, hay una ruta de 3,5 km cauce arriba, aunque se puede aprovechar el inicio para refrescarse y tomar algo en el 'Muíño de Abaixo', un chiringuito regenteado por Iago (25 años) y dos socios veinteañeros de Meis, a los que les acaba de llegar un grupo de 10 peregrinos canarios muy animosos que arrancaron hace unos días en Tui. "En cada pueblo por el que hemos pasado nos han acogido los lugareños con la mirada ilumina y el rostro contento por vernos. A alguno solo le ha faltado llevarnos a hombros parte del Camino", sostiene entre risas el guía Yeray.
La entrada en Caldas de Reis no puede ser más oportuna. Esta villa se lo debe todo al río Umia y a sus aguas termales, pero también a los tiempos en que el emperador Augusto dió por terminada la conquista de Gallaecia y las calzadas romanas –aquí la vía XIX– siguieron desarrollándose.
Las termas y el Umia determinaron a los romanos a que se convirtiera en parada de salud y reposo. Aún con el balneario tradicional cerrado, la anexa Fuente de las Burgas y su agua caliente, es toda una experiencia. Y la pila, en la que los peregrinos hunden sus pies tras la dura caminata, es mano de santo para las ampollas.
Dice José Manuel Abalo, más conocido por Tati no solo en Caldas sino en todos los albergues del Camino Portugués, que uno de los éxitos de este recorrido es el termalismo. Tiene todas las esperanzas puestas en la resurrección de las rutas gracias a la vacunación. "Este es un camino muy utilizado por gente mayor. Y como los gallegos somos muy hospitalarios, tenemos una fidelidad muy elevada".
En el caso del hotel y el albergue 'O´Cruceiro', esa fidelidad llega al 80 %. Tati ha soportado el cierre de la pandemia gracias a los créditos ICO, pero tanto él como su cuñado, Juan Ramón Fontenla –fundador de sinmochila.es– respiran ya los primeros síntomas de que el Apóstol hace milagros y el camino resucita. Los dos bicigrinos que llegan al albergue, las alemanas de dos horas antes, alguna reserva y el transporte de unas pocas mochilas de Juan Ramón, dan fe de ello.
Caldas de Reis se ha hecho una identidad tan apegada al camino que aquí, en el colegio de los más pequeños, algunos profesores invitan a los peregrinos a entrar a la clase y señalar en un mapamundi de qué parte del planeta provienen. E incluso se les anima a dar una charla y explicar cosas del lugar del que provienen, si no van muy apresurados.
El río Umia y Caldas se merecen unas horas, incluso una noche. Tati recomienda encarecidamente el jardín botánico, desviarse del camino para tomar la ruta que recorre la orilla del río. Y José Luis, el dueño de la famosa taberna 'O Muiño', comparte la recomendación. La cascada de Segade que está al pie de la primera central eléctrica de Galicia se lo merece. Y mucho. Sencillamente es una pasada. No solo por los regates y caídas del Umia sobre las piedras, los pozos que forma, el sonido del agua o el sentimiento que inspiran estas viejas eléctricas abandonadas –siempre situadas en buenos parajes– sino porque de nuevo el entorno de viñedos de albariño, los molinos que siembran el camino y los bosques hacen que el peregrino sienta la adrenalina bullir en su cuerpo.
A la vuelta al pueblo, por el paseo fluvial, reponemos fuerzas en la terraza del 'O Muiño' con las lustrosas raciones de pulpo a feira, chipirones, choquitos, mejillones en escabeche, navajas, zamburiñas, xoubas (sardinillas) o pimientos de Padrón –"aunque estos de principios de mayo son más de la costa", confiesa Luis–. El pan de obrador artesanal, en sus tres versiones de trigo, maíz y centeno, es el mejor aliado para rebañar los platos.
Como dice Rodrigo Rey, el dueño de 'Torre do Río' –otra recomendación de Tati y quizá el hotel–la casa rural más hermosa de Galicia según los expertos. Lo atestigua el confort de sus habitaciones de telas toile de jouy y grises gustavianos, los jardines circunvalados por un meandro del río y los huevos de Maruja en el desayuno. "Lo bonito del camino es que puedes desviarte". Pues eso, atreverse con los imprescindibles y desviarse no es perder tiempo, sino ganarlo.
Dolores Buhigas es de esas compañías que a uno le gustaría tener siempre cerca durante todo el Camino de Santiago. A sus 72 años –"porque los pone en el DNI, pero yo no los siento"–, rebosa entusiasmo mientras explica cada detalle de la historia y la leyenda que rodean la figura del apóstol y su periplo, en vida y tras su muerte, por Gallaecia.
"En lo que hoy llamamos Padrón estaba el antiguo puerto de Murgadán. Durante la época romana, tanto el río Sar como el Ulla eran navegables, y arribaban aquí las embarcaciones", va contando Dolores con su dulce y pausada voz a los pies del retablo de la Iglesia de Santiago Apostol de Padrón. El oyente llega a imaginarse a esos marineros descargando las mercancías tras amarrar las naves a los pedrones del muelle, como el que hoy se conserva en el altar, en los que también hacían ofrendas a Neptuno, el dios de los mares.
"Piadosamente se cree que los discípulos de Santiago el Mayor trajeron a este puerto los restos del apóstol, después de que Herodes Agripa lo hubiera torturado y decapitado en tierras de Palestina. A Atanasio y Teodoro les cedió la Reina Lupa –que no era reina, sino una señora con tierras– un carro tirado por bueyes para que sacaran a Santiago de la ciudad romana y enterraran sus restos en el bosque Libredón". Casi 800 años después, un ermitaño de nombre Pelayo descubrió la tumba y el rey Alfonso II de Asturias –quizá el primer peregrino del Camino– ordenaba construir una pequeña capilla que acabaría convirtiéndose, ya en año 1076 y bajo el reinado de Alfonso VI, en la actual catedral de Santiago de Compostela.
Dolores suele recomendar al peregrino que se hospeda en Padrón o que no tiene mucha prisa por retomar el camino, que haga una visita al Monte Santiaguiño, a 7 minutos andando desde la iglesia. "La leyenda cuenta que el apóstol predicó los Evangelios durante su estancia en Hispania y uno de los lugares fue ese monte de Iria Flavia". Entre castaños, pinos y robles se eleva un pequeño montículo de piedras con cruces grabadas, entre cuyos huecos se escondía Santiago de sus perseguidores. Es curioso que las piedras no tienen nombre, pero sí los huecos: Infierno, Cielo y Purgatorio, "por donde antiguamente pasaban los peregrinos", según reza un cartel.
Pero además de ser "la esencia del Camino", Padrón también es conocida por dos ilustres vecinos que nos regalaron algunas de las líneas más estimulantes de la literatura española. Al salir de la iglesia nos reciben las estatuas de Rosalía de Castro y Camilo José Cela, separadas por la amplia Praza Cantón Igrexa, que escolta una hilada de plataneros a punto de conformar un perfecto arco.
La casa natal de la autora de Cantares gallegos es hoy un Museo muy concurrido por turistas y escolares, mientras que la tumba del Premio Nobel de Literatura, una sencilla losa de piedra bajo un olivo, reposa eternamente en el cementerio que hay junto a la antigua catedral de Iria Flavia. Al otro lado de la carretera está su Fundación, "en un edificio donde antes vivían los canónigos de la catedral", apunta Dolores.
Antes de abandonar Padrón, y retomar la última etapa hacia Santiago, no hay que olvidarse de echar en la mochila una bolsita de pimientos de Hebrón. Mari Carmen, vecina de esta pedanía, lleva 30 años en el Mercado de Abastos. Entre sus tomates corazón de buey, patatas, remolachas y cebollas, guarda como oro en paño los primeros pimientos de la temporada, "los más gorditos, para que no se queden en nada cuando los echas a la sartén". Unos puestos más allá, Camila despacha a una vecina unos lomos de bacalao salado de Noruega y las Islas Fero. "Si por cada foto que hacen los turistas y peregrinos me dieran un euro, ganaría más que con la venta del pescado", reconoce esta mujer que teme el final de la artesanía del salado.
La carretera será la sombra que nos acompañará en la recta final hacia Santiago. Las piernas ya están muy cargadas, las agujetas recorren cada rincón del cuerpo y casi le hemos cogido cariño a nuestras ampollas en los pies. Pero al divisar por primera vez las dos torres de la catedral, al paso por la aldea de O Milladoiro, nos da un chute para sortear los últimos kilómetros.
En la vida prepandemia, y más siendo año Xacobeo como este 2021, a estas alturas de mayo sería misión imposible no cruzarse con ordas de peregrinos por las calles de la capital gallega. Solos, en parejas, con la pandillas o en excursiones por centenares. Cantando, bailando, saltando, arrodillándose, rezando o simplemente soltando una lágrima de emoción por la peregrinación completada. Hoy, en cambio, se cuentan con los dedos de una mano los que se congregan en la plaza del Obradoiro. Son más los vecinos que se han acercado a ver la fachada de la catedral de Santiago de Compostela desprovista de andamios, tras ocho años de obras. "Por fin lucen con todo su esplendor la escalinata y la rejería", se felicita un paisano.
Y mientras va tratando de despuntar algún rayo de sol entre el cielo cubierto, las gaitas, tamboriles y pandeiretas del grupo Brañas de Andrés comienzan a animar los soportales de la plaza. "El concello nos llamó para que vinieramos a festejar la Ascensión, pero esta mañana, cuando ya estábamos vestidos, llamaron para que no vinieramos porque llovía mucho. Nos ha dado igual, vestidos y todo, aquí estamos", explica su director, David. Pura, la más veterana que carga con un gran bombo, cuenta que empezaron en el año 95 "para entretener a sus niños". Hoy lo hacen con los turistas y con los primeros peregrinos de la temporada.
Que el "Buen Camino" se extienda estos jacobeos 2021 y 2022. Lo necesitamos.
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