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El viento te azota, a veces con cariño y otros con furia, desde la Atalaya de Porto do Son como si estuvieses en la proa de un barco a punto de emprender una hazaña. Tiene un aire épico arrancar este camino de dos variantes con forma de Y justo desde aquí, con la vista del monte Louro -simbólico lugar donde acaban las Rías Bajas y comienza la Costa de la Muerte- emergiendo al otro lado de la ría de Muros y Noia. La otra opción más habitual es iniciar la ruta desde el pueblo de Muros, famoso por su pasado marinero medieval. Por eso nosotras optamos por Porto do Son. Las dos vertientes confluyen en Noia, para acabar en Santiago a los pies del apóstol.
La mañana se presenta excitante. Amanece con un sol inapelable, con el que entramos en el ayuntamiento de Porto do Son en busca del alcalde, Luis Oujo, pero, al salir un rato después, parece otro día de nubes perladas que prometen lluvia. Cuando ya te lo has creído, el cielo cambia de nuevo el guión de un camino que va sorprendiendo sobre la marcha y en el que la climatología le pone emoción al recorrido, dotando de dramatismo o festividad a cada paisaje. Fuera prisas, la calma impera entre los lugareños y no hay vacuna que frene su contagio.
“El Camino siempre es positivo, te hace desconectar totalmente. La gastronomía es un plus también, porque sabes que aquí se parte de producto del entorno, casero, de la aldea. El Camino te permite hablar con la gente del lugar y conocer esas cosas que solo se transmiten en el tú a tú. Supone hacer un paréntesis, sirve para aclarar las ideas y cargar las pilas. Es maravilloso ir reencontrándose en cada parada con otros peregrinos que están haciendo la misma ruta y con los que coincides en la taberna al final del día. Tienes que dejar que el Camino surja y que a veces decida por tí”. Oujo, que en septiembre suele cogerse unos días con amigos y compañeros para patearse los caminos, sabe de lo que habla.
Bajando al puerto, el aroma a pan auténtico de la panadería ‘Piñeiro’ te impide seguir sin llevarte una barra artesana de masas vivas para el bocadillo, empanada de millo y berberechos o una rosca mullida, que tiene forma de trenza a pesar de su nombre. Ana, sus hijos, Javier y Pablo, su sobrino Miguel, su nuera Ariana, o Eva, Ester y Victor amasan, hornean y despachan un producto de primera y te aconsejan con todo cariño.
Imposible no pararse en el puerto de postal, donde las embarcaciones de los pescadores reposan tras faenar, un trabajo duro que el cambio climático está trastocando. En el paseo marítimo, recién reformado, dos imprescindibles para picar algo, una tasca de toda la vida y un bar joven. El ‘Bar Chinto’ es todo un clásico del pueblo, famoso por preparar uno de los mejores pulpos de Galicia. Chefa, en la cocina, saca adelante una carta corta en la que todo apetece porque está bien rico y tiene un precio imbatible, ya sea la tortilla de patatas, las navajas a la plancha, los calamares fritos, los pimientos de Padrón, la oreja o la ensalada. Tras la barra, su hermana Julia se encarga de que la tasca funcione con fluidez.
En ‘A Xarda’, Luis Geremías nunca pierde la sonrisa, por mucho que en los meses de verano no tenga tiempo ni de respirar. Abrió hace un año y su terraza es una de las más codiciadas por el ambiente acogedor y las vistas. Mientras, su hermano, Jorge, acomoda a unos y a otros con buen humor. En la barra, a última hora de la tarde, es fácil encontrarse con vecinos del pueblo como Suso, el pescadero que surte de materia prima a muchos de los bares y restaurantes de la zona. Hay que probar el generoso pincho de tortilla, el salpicón de marisco, los berberechos, el rape o los calamares con crema de lima.
El presidente de Irlanda, Michael Higgins, se enamoró de Porto do Son en 2013 por la seguridad y tranquilidad con que podía moverse por el pueblo. Era habitual encontrarle en la plaza de España sentado en el ‘Café Praza’, donde el café se acompaña con un churro, o en el ‘Loreto’ con su familia.
La iglesia de piedra de San Vicente de Noal (siglo XVIII), saliendo de Porto do Son, roza la arena y contempla la ría. Sentarse bajo las palmeras y abandonarse al paisaje tiene un efecto contra la ansiedad más potente que cualquier benzodiacepina.
Ni tan siquiera las dunas ocultan la belleza de la playa de Cabeiro, donde los hermanos Vinagre, Diego y Sara, heredaron hace cuatro años el camping de Cabeiro. El terreno frente a la playa era de su abuelo, pero en los años 80 comenzaron a aparcar caravanas y su padre pensó que sería buena idea montar un camping, con su bar como punto de encuentro entre campistas y parroquianos de la zona.
“Los huevos y las patatas son del entorno, el pescado nos lo trae Suso -el pescadero de Porto do Son- a diario y la carne también es gallega”, explican Diego y Sara, que mantienen un trato de amistad con sus clientes. “Estamos abiertos desde junio hasta mediados de septiembre. Es un buen lugar para descansar y reponer energías. Los extranjeros vienen más en junio y principios de septiembre, sobre todo alemanes y holandeses, y en los bungalows se alojan grupos de jóvenes”. En este lado de la ría, recomiendan pararse en el Faro de Cabeiro y también contemplar la vista desde Punta Batuda.
Pinos, eucaliptos, robles, castaños y laureles forman una vegetación compacta, salpicada de casas que se asientan caprichosamente desordenadas, entre la que siempre asoma el Atlántico hasta llegar a Noia. Te vas topando también con pequeñas capillas con sus cruceiros a la sombra de los árboles o encaramadas en la ladera del monte, como la de Loreto, en San Vicente de Noal, o la de As Pardiñas, en Miñortos. En esta aldea, hay también una iglesia, la de San Martiño, con su rectoral al lado, tan rotunda y bien situada que imaginas al párroco recreándose en la vista de la ría antes de que estuviese abandonada.
Es fundamental en el Camino probar la cocina local, que en esta zona, menos turística que la de la orilla de enfrente, resulta económica. No se puede pasar por el ‘Universal’, en Quintans, sin parar a gozar de la empanada de guiso de calamares que hace Maribel, que te recibe con una sonrisa irónica en su casa, donde lleva desde cría cocinando. En Galicia no hay dos masas iguales, lo que justifica que pruebes todas las que te apetezcan sin mala conciencia. Esta, en concreto, tiene muchos fans, igual que su merluza a la gallega y el flan de café casero. También el menú del día, rico y abundante.
La ruta se interna en la playa de Langaño y de O Pozo, donde el mar lame los pinos en uno de esos entornos naturales en los que nada te perturba y que cuesta revelar incluso a los amigos cuando los descubres. Hacía Portosín sigues la costa hasta toparte con el pueblo más urbanizado de la zona.
Hay que darse una vuelta por el puerto y pararse en algunos de los bares con vistas a los barcos o pegarse un homenaje en ‘Nordestada’ (Solete Guía Repsol), en alusión al viento de nordés, que Nel Parada ha convertido en un referente de la cocina de raíces marineras actualizada con poco más de un año de vida en lo antes fue lonja y taberna de pescadores. Imprescindible probar las piezas de pescado, los percebes o las cigalas con el toque ahumado de las brasas, la ensalada con tartar de bonito de Burela, las sardinas con patatas, las croquetas de mejillón o pulpo y la berenjena.
Las playas de Gafa, Hornanda y Boa convierten el camino en un vivificante paseo al borde del mar, perfecto para lavar la mente y observar la vida desde otra perspectiva. Si te animas a subir al Alto de San Lois, ya cerca de Noia, la ría adquiere otra dimensión al caer la tarde con el cielo amenazante abriéndose lo justo para dejar pasar los rayos de sol, que cubren de plata la misma agua que hace un momento se veía de un azul profundo.
Otra parada para reponer energías es el furancho -casas en las que se ofrece un menú sencillo y barato- como el de Floro, en Obre, ya en las afueras de Noia. El churrasco y el bacalao a la brasa son sus especialidades, que puedes tomar en la terraza frente al puente del río Tambre.
Ya en Noia -que se convirtió en un importante puerto de peregrinos que hacían el Camino en el siglo XII-, si quieres conseguir la Compostelana hay que coger un transporte para ir a Muros, la otra punta del trazado en Y, y comenzar de nuevo por el margen contrario, porque no se puede andar de espaldas a Santiago. Y desde este pintoresco pueblo, famoso por su casco antiguo medieval, regresar caminando a Noia para culminar la aventura en la plaza del Obradoiro. En esta parte del camino nos acompaña Antonio Rodriguez, director de, Tremuzo, Historia e Patrimonio, experto en rutas con historia y patrimonio en la sierra de Outes y en concellos vecinos. Un lujo contar con sus conocimientos.
El alto de Miraflores resulta perfecto para hacerse una idea panorámica de la ría desde Muros. Abajo en el puerto, frente a la antigua lonja de pescado, se comienza a andar callejeando por el centro histórico, que data del siglo X y en el que los nombres de las calles te hacen pensar qué sucedía allí cuando se las pusieron -Esperanza, Amargura, Sufrimiento, etcétera-.
Entrar en la antigua colegiata de Santa María del Campo es como pisar la quilla invertida de un barco. La bóveda de la nave central de madera, apoyada sobre arcos apuntados, da la sensación de esqueleto naval. Comenzó siendo románica, pero a través de los siglos acabó con su característico estilo marinero, costeado en gran parte por el gremio del mar. Da miedo meter la mano y tocar la serpiente enroscada en el interior de la pila de santiguarse, una joya románica de las que ya no quedan. A la salida del pueblo, el santuario y el cruceiro de la Virxe do Camiño, fruto también de la devoción marinera y con unas vistas de la ría que curan cualquier mal. Antes de partir los hombres de mar dejaban sus exvotos.
En O Salto Antonio Rodriguez nos descubre una cala protegida del viento y de difícil acceso que los lugareños procuran no dar a conocer y que, si pillas en un día despejado, no puede ser más paradisíaca. Desde la carretera que bordea el acantilado se pueden distinguir a lo lejos los restos de alguna salazonera, que fue una de las actividades principales desde finales del siglo XVIII, impulsada por empresarios catalanes antes de que se iniciara la producción conservera.
El campanario de la iglesia de Santo Estevo de Abelleira es una de esas delicias que te topas en el Camino. La construyeron con ahínco los vecinos, pero un temporal derribó el campanario de su lugar original sobre la iglesia. Lo volvieron a levantar, aunque esta vez sobre el muro de piedra que rodea el templo, asegurándose de que así no se caería más. En el río Rateira asoman vestigios de un molino oculto entre la exuberante vegetación. Los molinos, ligados a la elaboración de pan, eran punto de encuentro de los vecinos cuando las redes sociales resultaban ciencia ficción.
La ría de Muros y Noia no nos abandona en ningún momento. En la aldea de Tal, desde la iglesia de Santiago, una voz interior te insiste en que no merece la pena regresar a la ciudad porque lo que tienes ante tus ojos no compensa perderlo de vista. Y es que la bruma, la promesa de calidez que imaginas en las casas desperdigadas por aquí y por allá, el profundo aroma a salitre y el silencio son tentadores.
El Freixo, gracias al marisqueo que mantiene a tantas familias, se ha convertido en lugar de peregrinación. Los berberechos, las almejas y las ostras son objeto de deseo. Las mariscadoras, con el neopreno y un rastrillo, aseguran un excelente producto.
Nadie da el punto a los bivalvos como ‘Ríos’ (1 Sol Guía Repsol). Basta probar un berberecho, solo abierto levemente, para saber que estás en un sitio único en esta ría. “Cada día soy más japo-gallego”, advierte Fernando Ríos, irónico sobre su tendencia a desnudar el producto para no enmascarar su potencial. Con una bodega de más de 300 referencias, hay que dejarse aconsejar por Ángel y catar vinos gallegos o champagnes franceses de pequeños productores. Sus arroces también son la excepción en la ría.
Los bosques preñados de pino de ribera, roble, eucalipto y castaño de Outes surtían a “los cerca de 40 astilleros de ribera a pie de mar a finales del XIX, pero hoy se reducen solo a tres en O Freixo, que usan otros materiales”, explica Antonio Rodriguez y nos señala un astillero rehabilitado como centro de interpretación. Este tradicional oficio, basado en la construcción artesanal y sostenible, aún sigue ligado a los barcos de pesca que salpican los puertos de la zona.
Antonio nos descubre otro paraje de cuento, el del Ponte do Ruso que atraviesa el río Tins. Hay que bajar hasta una de las márgenes sombrías, hacerse hueco entre los helechos y contemplar el túnel que forman los árboles abrazados sobre el río.
Justo en Outes hay un negocio familiar en el que la cocina de toda la vida sabe a gloria. El restaurante y hotel ‘Casa Peto’, con 15 cómodas habitaciones, abierto desde 1950. Al frente de la cocina de leña sigue Lolita García Fiuza, allí desde los 17 años, con su hermana Carmiña y, ahora, su hija Noelia. Verlas trabajar entre masas, patatas confitadas lentamente, sardinas turgentes de escabechado casero, su famoso bacalao a la portuguesa o entre humeantes empanadas, como la de berberechos con concha, calamares de la ría o pulpo, transmite buen rollo.
De vuelta a Noia por el medieval Ponte Nafonso da gusto pasear por el casco antiguo de este municipio, que fue designado Portus Apostoli por su proximidad a Santiago en el medievo. Los soportales de piedra, bajo los que proliferan las terrazas para picotear, animan a callejear por sus comercios, a entrar en el mercado donde los pescados de la ría lucen espléndidos a diario y acercarse los jueves y los domingos a los puestos de las señoras de las aldeas, que rodean la iglesia de San Martiño con las hortalizas, frutas, huevos y flores de sus pequeñas huertas.
La influencia del Pórtico de la Gloria del maestro Mateo se refleja en la fachada San Martiño, templo del gótico gallego, con los apóstoles a dos alturas y los doce ancianos con instrumentos que rodean a Cristo. Imprescindible visitar las laudas medievales de la iglesia de Santa María A Nova, cuarenta lápidas sepulcrales entre las que destacan las gremiales, que tienen grabado sobre la piedra el símbolo de la profesión del difunto: un hacha, una escuadra, un compás o utensilios de pesca, entre otros.
Sentarse en la terracita del ‘Bar Marisquería’ a tomar el aperitivo y la porción de empanada, cortesía de la casa que los habituales no perdonan, es más que recomendable. Teresa Capeans y sus hijas tienen una de las mejores masas de Noia, de borde crujiente y aceitado, rellena de pulpo, carne o bacalao, entre otras opciones.
Si te apetece descansar un poco del menú de la ría, en ‘Novo’ eso está hecho. Avilés tiene una carta corta con predilección por las verduras y superapetecible, sujeta a temporada, que incluye dos cócteles -Aperol y margarita- y platos para compartir como champiñones, gremolata y tetilla; escalibada y sardina ahumada; alcachofas y alioli negro; huevos fritos con gambones; aguacate, shiitake y trigeros a grella.
Ahora solo queda llegar a Santiago. Aunque da pena despedirse del mar, el sendero se adentra por parajes de interior que se quedan grabados, como el Monasterio de San Xusto de Toxosoutos, en Lousame, del siglo XII con su ermita románica y escondido en un valle. El enjuto torreón compite con las copas de los árboles a ver quien atraviesa el cielo, mientras el rumor del río San Xusto, que discurre formando rápidos y fervenzas a sus espaldas, conversa con las ramas agitadas por el viento. No podrás dejar de hacer fotos.
A Urdilde se entra por el camino real que atraviesa el centro del pueblo. Casas de piedra con emparrado a la puerta. En el restaurante ‘O Cruceiro’ compartimos mesa con un grupo de amigos veteranos muy divertidos. Pulpo, vieiras, berberechos, guiso de merluza y albariño. Una parada para reencontrarse con los platos tradicionales y la gente auténtica. Sigues hasta la aldea de Pedre por una carballeira que discurre justo por delante de un proyecto arquitectónico que parece brotar del paisaje, firmado por el estudio gallego Salgado e Liñares, y es un ejemplo de hermosas sorpresas del camino.
En Brión, a solo 10 kilómetros de Santiago, la carballeira de robles centenarios de Santa Nimia con la iglesia de San Fins, donde se guardan los restos de la santa niña que fue mártir por proclamar su fe cristiana en tiempos romanos, resulta un oasis en el que el arquitecto César Portela ha dejado su impronta. Un último impulso hasta la plaza del Obradoiro, donde compartir la emoción del final del camino y paladear todo lo vivido.
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