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Siglos de civilización islámica dejaron una huella marcada en la Comunidad Valenciana. Abu Zayd, el último gobernante almohade de la zona, tenía entre sus aficiones darse largos baños en compañía. El monarca encontró en las piscinas de Montanejos, en la margen derecha del río Mijares, el espacio ideal para hacerlo.
Una fuente de siete caños recuerda en su inscripción la leyenda inicial y recalca las principales bondades del agua: belleza y juventud. Montanejos, a 60 kilómetros de Castellón, conserva este manantial, la Fuente de los Baños y el lema –bastante convincente– como su principal atractivo. Sus propiedades sedujeron al rey y a acompañantes y varios siglos después siguen atrayendo a la comarca a millares de personas al año. El municipio tiene 600 habitantes, pero en verano su capacidad se multiplica hasta llegar a los 8.000.
Hace ya tiempo que la Fuente dejó de ser un lugar reservado para los privilegios de los monarcas (fueron declaradas de utilidad pública en el siglo XIX), pero no por ello se ha resentido su encanto. Entre las rocas brota un manantial del que emanan 6.000 litros de agua por minuto, a una temperatura constante de 25 grados, que van formando las piscinas a lo largo de la desembocadura en el Mijares. Siguiendo el descenso, a la llegada al pueblo y aprovechando las mismas aguas se construyó el Centro de Hidroterapia, un establecimiento terapéutico y estético para quienes prefieren los baños a cubierto. Además, disponen de tratamientos detox, presoterapia, peelings con envolturas de té y baños corporales de chocolate para aquellos que gusten.
Llegada la hora de reponer fuerzas, entre casas encaladas y detalles en cada rincón, sin importar la fecha del año se pueden probar platos contundentes, en sabor y en cantidad. La olla, un guiso de carne normalmente procedente de la matanza del cerdo, las gachas y los platos con níscalos y robellones son los habituales en un mesa pensada para dejar al comensal con el estómago tocando las palmas.
Situada en la comarca de Els Ports (Castellón), Morella es uno de esos pueblos que llaman la atención desde que aparece en el horizonte su castillo bien dibujado. De construcción islámica y con modificaciones medievales, la fortificación data del siglo XII y por él pasaron califas, reyes y mercenarios durante las batallas por la reconquista y las guerras carlistas.
Cruce de caminos entre el Valle del Ebro y el Mediterráneo, de día sus cimas ofrecen una panorámica de la comarca; de noche, la iluminación de los monumentos de piedra deja una bonita fotografía. Aunque el castillo eclipsa la atención, nadie debería perderse la Iglesia de Santa María, un edificio de estilo gótico valenciano, ni las Torres de San Miguel, que protegen una de las entradas al municipio.
Por su altitud, las heladas son frecuentes y –aunque la nieve no lo es tanto– el manto blanco se deja ver algunas semanas del año. Los deportistas pueden realizar varias rutas de mountain bike y senderismo, acercarse a ver las pinturas rupestres y, a pocos kilómetros del pueblo en dirección al oeste, el río Bergantes, que nace en esta comarca, ofrece unos paisajes ideales para desconectar. Si además se viaja con niños, el museo de los dinosaurios, que guarda restos del Cretácico, es una apuesta segura. También para pequeños aventureros, el municipio tiene reservado el Saltapins, un parque repleto de tirolinas y puentes tibetanos.
Uno no se puede ir de Morella sin comer. Morella hay que devorarla. Y cuando ruge el estómago, la gastronomía local es más que un buen alivio. El frío invita a sentarse a la mesa alrededor de un plato de embutidos o a probar uno de sus guisos de carne de caza, en los que abundan las setas recogidas en sus montes. Como aperitivos, cabe destacar las croquetas morellanas, unos bocados triangulares preparados con obleas de empanadillas, rellenas de bechamel y carne cocida y aromatizadas con la trufa propia de la comarca, unas perlas que se disputan en la alta cocina.
Mención aparte merecen los dulces, entre los que el rey es el flaón –al que Manuel Vázquez Montalbán les dedicó un fragmento en Los mares del Sur–, sin olvidar los mantecados, piñonadas y carquinyols. Los pasteles que enamoraron al escritor barcelonés son unas empanadillas dulces, a menudo aromatizadas con mistela –el licor favorito de los valencianos– rellenas de requesón, almendra, azúcar y canela. Repostería de origen árabe con aires medievales, un reflejo del interior de Els Ports.
Llegado el turno de los amantes del aire libre, El Garbí se posiciona como una excursión imprescindible, a tiro de piedra de Valencia. Esta cima de la Serra Calderona alberga entre pinos carrascos curiosos senderos, como el que conecta con Lisboa. Aunque no es el pico más alto del conjunto montañoso (se encuentra a una altura de 590 metros), ofrece una vista de 360 grados de los valles de alrededor desde su mirador, con unos atardeceres dignos de instagram. Los días claros incluso se puede apreciar el punto en el que la ciudad del Turia se une con el mar.
El grado de dificultad lo elige el visitante, ya que se puede acceder en coche casi hasta la cima, lo que la convierte en una actividad recurrente. Los inexpertos pueden pasear por la subida al pico, de muy fácil acceso, y encontrarse incluso a gente que acude a pasear a sus perros. Quienes prefieran mayor dificultad pueden escalar su ladera y, si se opta por un nivel medio, hay decenas de rutas para hacer senderismo. En un pequeño barranco se encuentra el canal del Garbí, perfecto para hacer escalada, aunque no apto para quienes tengan vértigo. Cuando se acumulan las lluvias, algunos huecos se convierten en una cascada en miniatura y el espectáculo es ciertamente delicioso.
Entre los arbustos mediterráneos, en ocasiones aparecen moras silvestres y, con un poco de maña, se pueden recoger algunos madroños en las laderas.
La sierra, repleta de trincheras de la guerra civil, ya que fue paso fronterizo, ejerce de elemento vertebrador entre los municipios locales y ofrece múltiples excursiones por los alrededores: la subida al Pi del Salt -con otra de esas cascadas producto de las lluvias-, las ruinas del castillo de Serra, la mola de Segart, el monasterio del Puig o la Cartuja de Porta Coeli. Para los niños, es visita obligada en los alrededores el Pla d’Estivella, una zona de recreo en la que pueden conocer la fauna local de la mano de monitores. Como atractivo para los entusiastas de motor, se celebra en diciembre el rally de la subida al Garbí, uno de las citas del automovilismo en el calendario valenciano.
A unos 60 kilómetros de Valencia, en dirección hacia Cuenca, se encuentra el paraje de las Hoces del Turia. En este espacio, en el término municipal de Chulilla, varios puentes de madera cuelgan sobre el cauce del río y se han convertido en un atractivo para los excursionistas de las zonas próximas.
A pesar de ser de reciente construcción, su historia comienza en los años cincuenta con el pantano de Loriguilla. La población del municipio se multiplicó con la obra y se construyeron los puentes sobre el río para acortar el trayecto. La gran riada de finales de la década se los llevó por delante y en 2013 decidieron reconstruirlos como un homenaje a sus raíces.
La ruta de los puentes tiene un recorrido de poco más de cinco kilómetros y es de baja dificultad, aunque evítela si lo suyo no son las alturas. Su puente más alto se levanta a 15 metros sobre el río y desde su pasarela de 20 metros de largo ofrece unas excelentes vistas del paraje del Turia. El siguiente reduce su altura a cinco metros sobre el agua, pero aumenta a 28 el espacio de pasarela, por lo que puede disfrutarse sin temor. Los que teman por su seguridad pueden estar tranquilos, ya que están soportados por cables de acero de cerca de 30 centímetros de diámetro anclados a la roca.
Los caminos son sencillos y necesitan apenas unas horas para completarse, ideal para neófitos en el monte. Tras el segundo paso se llega al Embalse de Loriguilla y caminando por la pista forestal, se encuentra un espacio con pinturas rupestres. Si uno sigue el sendero alcanza paisajes fluviales como el Remanso de las Mulas o el Charco Azul, una zona del río ideal para darse un baño en verano, o si uno es (muy) atrevido y no teme al frío, en cualquier época del año.
Cuando se piensa en Alicante como destino turístico se piensa en las playas de la Costa Blanca. En el interior de la provincia, en la comarca de la Marina Baixa, Guadalest es la imagen opuesta. Un pueblo medieval con un impresionante castillo sobre un peñasco de 595 metros que domina un extenso valle hasta la Sierra d’Aitana, capaz de trasladar al visitante al siglo XVII. Aunque parezca una excepción, el pueblo encarna los rasgos típicos del interior alicantino: casas blancas enclavadas en las rocas que decoran las calles de piedra con maceteros.
El municipio, declarado de Conjunto Histórico-Artístico en los setenta, cuenta con dos barrios claramente diferenciados: por un lado, el impresionante castillo, que corona el enclave medieval; y el Arrabal, el barrio a las faldas de la montaña al que se trasladaron sus habitantes. En el ascenso a la cima se encuentran varios miradores desde los que ver el pantano del municipio, una fotografía donde el azul del agua choca con el blanco de las casas y el verde de la sierra. Cuenta con uno de los cementerios más fotografiados y una interesantísima prisión medieval.
Para llenar el estómago, abundan los restaurantes de comida tradicional. Nada como los diferentes tipos de arroz –más allá de la paella– y otros platos que guardan el sabor del pueblo: El conejo al all i oli y L’olleta de blat, un cocido a base de trigo, panceta, morcilla y diferentes hortalizas.
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