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La naturaleza es el mejor aliado para entretener estos días a nuestros pequeños al aire libre. Hay que observar, sin embargo, varias condiciones para alcanzar el éxito, que no es otro que nuestros peques (y nosotros con ellos) pasen un día inolvidable. Lo más importante es elegir el lugar correcto. Hay que evitar destinos distantes (por lo general no les gusta demasiado ni les convienen los largos viajes) y diseñar una ruta que no sea larga, ni mucho menos esforzada. No hablemos de itinerario, ni tan siquiera de excursión; mejor hacerlo de paseo. Nuestros objetivos tienen que ser por lo tanto como ellos: pequeños.
Una vez elegido el bosque y el paseo que daremos por él, hay que aderezar lo que pase bajo su hojarasca como si fuese el mejor de los menús. Busquemos excusas y actividades que provoquen en los niños dos cosas: atención y curiosidad. Con la primera se olvidarán de lo pesado que les resulta (a ellos por razones obvias mucho más que a nosotros) caminar por la naturaleza. La segunda es el combustible que les empujará a seguir, de lo bien que se lo están pasando.
La naturaleza nos va a ayudar en este plan que, no olvidemos esto, es muy importante, pues según nos salga, según lo pasen nuestros hijos, se enamorarán del campo y el aire libre o, sencillamente, no querrán volver en su vida. Así son de radicales.
Aparte de sus bonitos colores, el otoño hace innumerables regalos. Los más exitosos son los frutos silvestres: nueces, castañas, bellotas, higos, moras y otros, que, sin ser comestibles, aportan su color y forman un poco más de magia a la historia: servales, escaramujos, espinos, majuelos, arándonos, madroños y endrinas, son los más comunes. No es cuestión de recogerlos, pero sí de explicarles qué son cada uno de ellos y para qué se usan. En estos casos, una guía será imprescindible a la mayoría.
Lo que sí se pueden recolectar son hojas. Aunque estén formados por una especie dominante, los bosques caducifolios acogen bastantes tipos de árboles. Recojamos las que veamos diferentes para después, ya en casa, pegarlas en el que puede ser su primer cuaderno de campo.
Luego están las setas. Solo con anunciar que vamos a buscarlas, los niños se encandilan. Cuando finalmente aparecen, comienza la fascinación. Y no digamos cada vez que nos topemos con la más conocida y reconocible de todas: la venenosa amanita muscaria, ya saben: el hongo donde viven los gnomos. El color rojo de su sombrero, el gran tamaño que suelen alcanzar y lo frecuente que resultan, las convierten en la apuesta más segura de cualquier visita infantil al bosque.
No acaba aquí la cosa. Aunque ya hace frío y el sol cada vez se hace más de rogar, aún abundan por el suelo caracoles y babosas. Y si bien los insectos se retiran, tal vez tengamos la suerte de descubrir una ardilla en la enramada y, por supuesto, a unas cuantas aves forestales, como los llamativos arrendajos y picapinos o, al menos, escuchar sus cantos y voces.
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