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A primera hora de una mañana de julio, las Cuevas del Águila esperan a la misma temperatura que lo harían una de enero, a 17ºC exactamente, sin importarles si fuera hace frío o calor. Para los visitantes, esta constancia se traduce en un frescor maravilloso en verano y en calorcito acogedor en invierno. Con un recorrido de 40 minutos aproximadamente, César Moreno, el guía que nos acompaña hoy, nada más entrar recuerda las normas básicas: está prohibido tocar las formaciones, hacer fotos con flash o vídeos.
Para César, “el descubrimiento de la cueva es lo que más impacta a la gente” y, por eso, suele arrancar con esta historia que se remonta al día de Nochebuena de 1963. Un chaval de 15 años, hijo de guardeses en la zona y al que le gustaba cazar pájaros, andaba por el Cerro del Águila (Cerro Romperropas, así conocido popularmente porque era de rastrojos y chaparros), cuando vio vapor saliendo de un agujero (debido al contraste de temperatura de la cueva con el frío del invierno). “Se fue a buscar a los hermanos y uno amigo (cinco en total), pillaron una soga larga, una linterna de petaca y un candil de aceite y, con eso, se metieron por el agujero y descubrieron todo lo que estáis viendo”, explica el guía con una sonrisa por la valentía de los muchachos, que tuvieron la mala suerte de quedarse sin luz dentro de la cueva; y la buena suerte de encontrar la salida cinco horas después de permanecer perdidos en la oscuridad más absoluta.
El resto es historia. “Se lo contaron a la dueña del terreno, a la Guardia Civil y al cura, como se hacían las cosas antes; comenzaron los trabajos de arqueología para ver si había algún yacimiento y luego ya los científicos empezaron con el estudio para ver si se podía visitar. Después de un duro trabajo de acondicionamiento con la entrada y la salida, el recorrido y la iluminación, las Cuevas del Águila se abrieron al público el 18 de julio de 1964”, tan solo siete meses después de su descubrimiento, afirma César. Y desde entonces solo se ha cerrado una vez: durante la pandemia del covid.
Los descubridores recibieron una gratificación económica y se les ofreció un trabajo fijo de guía en las cuevas. “Yo coincidí con dos ellos, llevo aquí más de 20 años, y luego se fueron jubilando. Para ellos la opción de trabajar aquí fue una oportunidad porque eran hijos de labradores y con estudios muy básicos”, cuenta César, quien al final del recorrido insiste en mostrar la entrada por la que se deslizaron para que los visitantes entiendan la dimensión de la hazaña. Una auténtica locura, que solo sería posible, imagino, retándose y envalentonándose los unos a los otros.
En realidad las conocidas como cuevas es solo una: se trata de una única sala de unos 10.000 metros cuadrados de superficie. “Hay cuevas como la de Nerja, más conocida, que son hasta cuatro veces más grande que esta. Sin embargo, los científicos a esta la tienen muy catalogada y la consideran muy importante por la cantidad de formaciones en un sitio muy reducido, que está súper cargado; y, luego, la variedad de color, muy difícil ver en otras cuevas”.
Y, efectivamente, la primera parada en la sala es sobrecogedora. A lo largo de la visita, la perspectiva va cambiando y el espectador se da cuenta de que aquí se esconden mil y una cuevas diferentes. Los colores oscuros del techo se mezclan con el blanco inmaculado de las estalactitas que cuelgan en algunos lugares como carámbanos petrificados. En otros, sobresalen como nata montada con curvas suaves que podría haber esculpido una cuchara juguetona.
Aquí la naturaleza se atreve a desafiar a la imaginación incluso del más peliculero. Las estalactitas llamadas banderas o cortinas, que en las Cuevas del Águila se usan como reclamo publicitario en las imágenes de su web o en sus folletos son un ejemplo claro de este atrevimiento espectacular. Se trata de formaciones onduladas y translúcidas que parecen medusas gigantes disecadas o, como otro de sus nombres indica, alas de ángeles. En otras ocasiones, las estalactitas han adquirido apariencias más mundanas y evocan la cabeza de un toro, a una paletilla de jamón e, incluso, hay una que recuerda a una mano abierta o una caracola. Y César, como los otros guías, se ocupan de señalárselas a los turistas que les gusta de repente encontrar el sentido a este extraño mundo que parece escapado de las fantasías.
Pero, ¿cómo se formó todo esto? Los científicos siguen estudiando y midiendo las condiciones de la cueva para aprender sobre ella y lo que la rodea, pero su nacimiento podría datarse entre los 500.000 y el millón de años. “En los años 60, con los métodos que tenían, dataron la cueva en 12 o 14 millones de años de formación, ahora con los nuevos instrumentos esa cifra ha bajado”, sonríe César a quien le encanta enseñar un termómetro de los años 60 y otro actual para que los visitantes vean lo que se ha avanzado desde entonces en solo un instrumento. Aquí cuentan con un científico que visitó la cueva hace casi dos décadas y decidió quedarse para estudiarla.
“Este tipo de cuevas suele estar en zonas calizas y que esta esté aquí ya es algo muy raro porque estamos en Gredos, donde todo es granito”, comienza la explicación César sobre los misterios de Águilas. “Para formarse la cueva tiene que pasar por dos fases y la primera es de erosión. La corriente de aguas subterráneas da origen a la cavidad durante millones de años. Una vez que el agujero está formado ya es el agua de la lluvia la que empieza a trabajar filtrándose a través de la grietas que encuentran el terreno y arrastrando consigo el mineral principal, carbonato cálcico. Cuando entra el agua en contacto con la roca de la cueva a través de reacciones químicas hace que el agua se evapore y el mineral se quede sólido y da lugar a la estalactita. Y, luego, la estalagmita, que es la que se forma en el suelo, se van formando por goteo que cae”. El espacio está plagado de grandes pilares que, según va mostrando César, son el punto de unión entre la estalactita y la estalagmita con el paso del tiempo.
Una clara diferenciación de Águilas es que los colores blancos de las estalactitas destacan entre el oscuro del techo. “La zona de color marrón es la roca madre del cerro y por la que el agua no ha conseguido filtrarse. Tiene ese color tan oscuro por el óxido de hierro y por una capa de arcilla muy finita que le da ese aspecto tan oscuro”, subraya el guía turístico para explicar ese juego de tonalidades que hacen tan especial el lugar.
En la cueva ocurren otros muchos procesos naturales que los guías cuentan con entusiasmo a los más curiosos, como el tema de las grietas, las columnas que yacen en el suelo o de la evolución que sufrirá esta cueva, por ejemplo. Pero esas son historias para descubrir in situ. Nosotros sí te contamos que el proceso de formación que continúa pese a su lentitud -un centímetro cada siglo- deja un brillo en la cueva que brilla gotita a gotita y le dan a la visita un toque diferente. También los charcos, naturales de la cueva, reflejan las estalactitas como espejos aportando una profundidad que parece abrir las puertas a otro universo. Esto de las cuevas da, desde luego, para soñar con otros mundos o, al menos, con las profundidas de la Tierra.
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