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“Son realmente los custodios del patrimonio, si no estuvieran aquí esto se caería a cachos. Muchas iglesias están siendo abandonadas y al quedar así, mueren”. Así es como se manifiesta Beatriz Pérez, historiadora del arte, museóloga y dueña de Mais que Románico, una empresa que se dedica a hacer rutas guiadas a lo largo y ancho de la Ribeira Sacra. No tiene problema en cambiar las rutas cada año: en los 21 ayuntamientos que la conforman, distribuidos entre el sur de Lugo y el norte de Ourense, hay más de 400 construcciones románicas donde elegir.
Esta zona del interior de Galicia alberga una de las mayores concentraciones de arquitectura románica de Europa, con todo lo que conlleva. A este paraje, que continúa siendo tan espectacular como fértil en nuestros días, le vieron ya el potencial los ermitaños que antiguamente se retiraban por estos montes a perderse. Llegado un punto, los hermanos deciden organizarse en comunidad y en el siglo VI aparece el que se dice fue el primer monasterio de la Ribeira Sacra, el de San Pedro de Roca. La vida comienza a organizarse en torno a ellos, con su reparto de tierras, la organización de los cultivos –uva, por delante de cualquier cosa- y el cobro de impuestos. En el siglo X, los nobles le ven potencial al asunto y comienzan a fundar monasterios en un afán por controlar el terreno. Tras siglos de poderío, mermado ya con la reorganización eclesiástica en la que perdieron independencia, la desamortización del siglo XIX marca el inicio del fin, el abandono, el expolio de patrimonio y el olvido. Es en 1990 cuando comienza la reparación.
Estamos en la iglesia de Santa María de Bermún, cerca de Chantada (Lugo) con Beatriz y con Esther Cabo, otra de nuestras heroínas. Vecina del pueblo que alberga la iglesia, Esther tiene medio siglo y es la cuidadora oficial de esta típica iglesia del románico rural desde hace años, cuando comenzó a venir con su tía. Todos los días, se acerca al menos una hora –de forma voluntaria– a hacer labores varias como lavar y planchar la mantelería y las ropas del cura, quitar telarañas o regar las plantas. Su apenas metro sesenta de estatura no le impidió cargar con una pesada cruz de piedra caída de la fachada hasta dentro de la iglesia tras una tormenta, ni tampoco traerse en su carro las pesadas maderas usadas para reformar el coro de la primera planta del templo. Cuenta que durante el camino se cruzó con unas vacas e iba tan nerviosa que acabó quedándose con el volante del carro en la mano.
“Es mi parroquia y quiero hacerlo. Me casé aquí y mi hijo está enterrado ahí fuera. Es un tema sentimental”, nos dice. Realmente, está en esta iglesia como en su propio salón. Con los codos tranquilamente apoyados en la mesa de la sacristía, afirma “esta es mi casa. Cuando me muera, quiero que me pongan aquí”. Inmediatamente, Bea le contesta “Queda dicho, así será”. ¿Acabamos de ser testigos de una última voluntad?
Lo cierto es que hay mucho arte que guardar para un ejército que, al parecer, se antoja pequeño. “La Xunta restaura pinturas o edificios pero de otras cosas pequeñas se olvidan o a veces no llegan”, dice Bea. Por esto mismo, enamorada de una curiosa talla de la virgen en esta misma iglesia, decidió lanzar un crowdfunding para restaurarla. Fueron 1.000 euros de los cuales su empresa puso la mitad y sus clientes, el resto. Nos la muestra, orgullosa. "La verdad, esta virgen parece una señora vestida de época, con su vestido de pliegues, su cuello y sus pendientes. Hasta parece haber ido a la peluquería. Ha quedado estupenda".
La restauración de pequeñas tallas probablemente quede en un segundo plano cuando hay obras enormes que acometer, muchas de las cuales solo se emprenden cuando la catástrofe ya ha tenido lugar. Fue el caso de la iglesia de Santa María de Nogueira en A Eirexe (Lugo). Cuando un temporal se llevó su techo allá por 2006, atrajo las miradas sobre su persona. A su restauración arquitectónica siguió la pictórica. En uno de los muros de la nave, escrupulosamente pintados de blanco, asomaban unas cabezas que parecían pertenecer a unos frescos. Una cosa llevó a la otra y resultó que la iglesia del siglo XII acogía una de las representaciones pictóricas más importantes de la zona. Los frescos de la nave, del siglo XVI, son “puros”, esto es, de una extraordinaria calidad y conservación.
“Primero pintaban todo el muro con cal. Después el artista dibujaba las líneas y luego pintaba. Todo esto tenía que hacerlo en un jornal antes de que se secara la cal porque, una vez seca, los pigmentos se adherían a la piedra y ya no había nada que hacer. Este hombre –el responsable de los frescos– era un artista. No tuvo que corregir nada, pintó todo esto del tirón”, nos cuenta la restauradora Rocío Domenech, mono, forro polar, pañoleta y pincel en mano. Está subida a un andamio junto a sus compañeras Yolanda Gómez y Mar Medina.
Ellas son Crea Restauración, la empresa encargada de finiquitar la quinta y última fase de restauración en Nogueira. Viven a 10 pasos de la iglesia, en la antigua casa del cura, y concentran su trabajo en dos duras jornadas para poder conciliar su vida laboral con la familiar en Pontevedra. Su trabajo es minucioso y, visto desde fuera, hasta pesado. Están recuperando la bóveda, las paredes y el presbiterio, incluyendo el retablo de su fondo.
Las pinturas aquí son de peor calidad que las de la nave, nos reconocen mientras, con calma, aplican mortero tradicional –hecho como antes– a las grietas de la pared. Siempre usan materiales lo más similares a los originales, y sus actuaciones deben ser reversibles y discernibles. Vemos cinceles de arqueólogos, bisturís, pinzas, jeringuillas de cirujanos y punzones que se mezclan con escaleras, garrafas de agua desionizada y guantes de plástico.
Esta obsesión por el respeto a lo original y a los materiales lo comparte Justo Portela, arquitecto lucense responsable de la rehabilitación de la iglesia de San Paio de Diomondi, en O Saviñao (Lugo), una de las joyas del románico en Ribeira Sacra. Estamos dentro de este impresionante templo, de proporciones casi áureas según Portela, pero con graves problemas de humedad. Para restaurar su techo, ahora mismo con huecos tapados con plásticos, usará toda la madera original posible.
“Reutilizamos toda la madera original que podemos, hasta el último trozo. A veces hasta hago prótesis. Tiene un valor muchísimo mayor porque está seca y pertenece al sitio”, nos cuenta, mientras paseamos entre goteras. Nos cruzamos también con tablas nuevas, que eligió personalmente de un aserradero que trata el producto de forma tradicional.
Nos damos cuenta que con estas piezas de románico, como en cualquier obra actual, empiezas y no paras. En Diomondi, primero se restauró el Palacio Episcopal construido junto a la iglesia en el siglo XIV. Pasamos a verlo. Justo es un apasionado de su trabajo, que trata como un oficio artesano, pausado y multidisciplinar. No en vano tiene que coordinar a especialistas en historia, arqueología, carpintería y restauración. Le encanta la lentitud que requiere la maestría en su trabajo, así como lo mucho que aprende de cada edificio. “Necesitas pasar tiempo aquí. Vengo, hablo con el carpintero, le hago un dibujo en una tabla… todo es prácticamente a mano. Con calma y cuidado”, nos dice, mientras paseamos por la planta alta del Pazo, al que solía venir la curia de vacaciones.
Echa de menos los equipos de mantenimiento que las catedrales tenían antiguamente. “Como un hospital o cualquier edificio. Hay elementos que pueden estar cansados y necesitan que les eches una mano”, asegura. Los edificios, añade, avisan antes de caer y hay que saber leer esos avisos. Se trata, en fin, de aplicar un tratamiento para que dure más. “Tienes que ver dónde está el problema para darle una solución de continuidad. Es como una persona mayor. No se trata de hacerle un lifting sino de mantener su historia y su personalidad”.
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