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Hilaria, Julia y Zoila ya no cosen bajo el nogal que se inclina a espaldas de la casona de Las Carras; en la solana de la vivienda de Leles, donde tanto le gustaba asomarse a la muchacha para contemplar su monte Cábana, ya no cuelgan ristras de maíz, cebollas y guindillas; por el camino de tierra y piedras tiznadas de verdín que une Serdio con Gandarilla hace décadas que no se ve a Paco Bedoya montado en su bicicleta dirección a la carpintería mientras canturrea con buen tino... Y, sin embargo, la memoria e historias de estos y otros vecinos de Val de San Vicente siguen vivas en este rincón de la Marina Occidental de Cantabria.
Amanece a mediados de julio con una lluvia que arrancó la víspera y que para los de aquí no es sinónimo de mal tiempo. "Estas mañanas de calabobos (chirimiri) y frescas, en las que no sobra el chubasquero, son habituales en verano. Luego sale el sol y te puedes dar un baño en la playa, aunque a este julio le está costando darnos días de calor", asegura Marta Mier.
Ella, junto a Lorena Tuedo, son las guías de la ruta que el ayuntamiento de Val de San Vicente organiza con el inicio del estío basándose en el libro La mujer del maquis, escrito por la periodista Ana R. Cañil hace justo una década y que fue reconocido con el premio Espasa de Ensayo. "Precisamente un verano en el que se sucedieron varios días en los que no paró de jarrear, cayó entre mis manos una historia sobre los maquis escrita en los inicios de la Transición. Descubrí que esta zona, donde veraneaba desde hacía años, fue refugio de los del monte, como se les conocía, y también el escenario de una historia de amor que no tuvo el final feliz que merecía", confiesa la escritora y redactora de Guía Repsol a las dos guías mientras toman un café bajo el porche de la cafetería 'La Gloria', en Serdio.
Es aquí, junto a la iglesia y a escasos metros de la que fue la casa familiar de los Bedoya –en cuyo desván y hueco de la cocina se escondieron durante temporadas Juanín y Paco, los últimos maquis cántabros–, donde arranca una senda de 14 kilómetros que se puede recorrer con facilidad a pie o en bicicleta. "Todos los domingos, desde mediados de junio hasta pasado el 15 de septiembre, damos servicio de guía gratuito. La mayoría de los senderistas son madrileños, vascos y castellanoleoneses, que tienen en Cantabria su segunda residencia", reconoce Marta.
La caminata comienza en el alto de Serdio, donde el sonido de los cencerros y algún mugido de las vacas, que pastan plácidamente, son la banda sonora de un paisaje teñido de distintos verdes que acaba mutando en el Cantábrico. Los días despejados, esos en los que las nubes se ponen tímidas, se dibujan sobre los tejados del pueblo la sierra de Peña Sagra y los Picos de Europa, que aún conservan por estas fechas los neveros en sus cimas gracias a las nevadas de mayo.
Al otro lado, la silueta del torreón del Castillo del Rey y el puerto de San Vicente de la Barquera, salpicado de barquitas listas para salir a pescar los primeros bonitos de la temporada, la marisma de Pompo, Santillán-Borio, Prellezo, Tina Menor, con su playa del Sable, y, a lo lejos, en dirección ya a Asturias, Pesués y el llano de Pechón.
El camino llano se presta para la conversación relajada sobre los maquis, hombres que, de una manera idealista o por simple supervivencia, siguieron combatiendo al franquismo años después de finalizada la guerra civil. "Alguno de los senderistas enriquece la ruta al contarnos con detalle la historia de los emboscados de su provincia: en los montes de Toledo, en Asturias o Palencia...", aseguran las guías. Otras veces, la charla se desvía por derroteros más corrientes, como las habilidades deportivas de uno o se desata el chovinismo local de comparar la espectacularidad del paisaje con el de su pueblo.
Dejamos atrás una bajada con bastante pendiente –que sin el calzado adecuado puede jugar una mala pasada– y las ruinas de una austera y pequeña ermita del siglo IX, para entrar en Estrada. Apenas cuenta con 22 vecinos censados, pero en estos meses veraniegos por sus calles y carreteras no dejan de verse a peregrinos con mochilas y bastones. Por aquí discurren en paralelo el Camino de Santiago y el Camino Lebaniego.
El albergue de la Escuela Nueva por la mañana está tranquilo; será en las horas en las que apriete más el calor cuando reciba a numerosos peregrinos agotados y con las piernas molidas. A todos les recibirá y protegerá una Anjana, hada buena de la mitología cántabra, pintada en la fachada principal del edificio y que forma parte del proyecto Way Art, en el que artistas urbanos consagrados y noveles de la región han decorado varios puntos del camino. "En el siglo XXI ya no se levantan iglesias románicas ni góticas por el Camino, sino murales de grafitis vanguardistas", apunta con humor Marta Mier.
Muy cerca de allí, sobre un crestón calizo, se eleva la Torre de Estrada, cercada por una barbacana y anexa a una ermita muy austera del siglo XIII consagrada a San Bartolomé. "La torre es del siglo XII y es la única de las numerosas que pueblan la zona que cuenta con una ermita dentro. Además, estamos junto a un camino real romano que une San Vicente de la Barquera con Toledo, antigua villa de la Corte", explica la guía Carmen Álvarez a los caminantes, que hacen su primer descanso en un patio de armas ajardinado acompañados del trinar de los pájaros.
En el interior de la torre de tres alturas –aunque los vecinos llevan años esperando a que la última sea techada y las goteras no acaben con ella–, se aloja la exposición permanente Maquis, realidad y leyenda. En varios paneles se cuenta la historia de los vecinos que perdieron la guerra en Val de San Vicente y de los que se resistieron a darse por vencidos. Y entre esa oscuridad que evoca un pasado no tan lejano..., unas cartas manuscritas cargadas de añoranza y amor, unas postales con retratos familiares dedicadas a la madre ausente y un humilde joyero, aprovechando una caja de puros habanos, que confeccionó el Bedoya en la cárcel para Leles.
En el trayecto entre Estrada y Portillo es fácil cruzarse con algún tractor arando los campos de maíz para el ganado, o a un paisano, que dejó sus años mozos en el recuerdo, trabajando su huerto en el que despuntan las vainas de alubias, las cebollas y algunas hortalizas. El recorrido discurre entre robles, avellanos, pinos, encinas, nogales, castaños... y, como una paleta de pintor, hortensias rosas, moradas, granates, amarillas y azuladas salpican los jardines de todas las casas. Y en cada rincón, un olor: aquí el eucalipto; diez pasos más allá, la boñiga de vaca; otros pasos más acá, un aroma a aceituna picada, que desprenden los forrajes de ganado empaquetados en plástico.
En Portillo sigue en pie el bar de Alfredo García, pero desde hace décadas cuelga un cartel de "SE VENDE", al que se le ha borrado ya el número de teléfono. Entre vinos blancos de mistela y cigarrillos Ideales, tuvo aquí su primer contacto Francisco Bedoya con los maquis. Ahora suena en el interior de una casa cercana, con las puertas abiertas al sol de mediodía, el Súbeme la radio de Enrique Iglesias en vez de las coplillas que Paco se entonaba al son del programa radiofónico Fiesta en el Aire. La autora y las guías han coincidido, de manera natural, en bajar el tono de voz para continuar el relato, como si no quisieran importunar el dolor que aún suscita el recuerdo en alguna de las vecinas descendientes de aquellos que tanto sufrieron.
"Por aquí cruzaba casi todos los días en bicicleta Paco al ir y regresar de la carpintería de Gandarilla donde trabajaba de ebanista. Y de aquí partía algunas tardes a hacer discreta tarea de enlace para los emboscados, informando de algún recado que alguien había dejado en la taberna", recuerda Cañil. En otras ocasiones, desviaba el pedaleo y subía a Abanillas para espiar a su amada Leles. Ahí se dirigen los pasos de la ruta, sorteando los limarcos negros y marrones que arrastran sus babosos cuerpos por el suelo tras una mañana lluviosa.
En la entrada de Abanillas recibe al visitante, como en casi todos los pueblos cántabros, una bolera en la que lucen distintos anuncios y que está lista para los campeonatos locales. Uno de los vecinos que con más destreza derriba los nueve bolos de avellano es Arsenio Fernández, el niño de los maquis. En el 48, casi diez años después de acabada la guerra, vio cómo se llevaban a su hermana mayor y a su padre a la cárcel y, años después, a toda la familia al destierro menos a él y su abueluca Aurora. Hoy, siete décadas más tarde, sigue cultivando su pequeña huerta en la que crecen alubias, despuntan lechugas y van tomando forma los tomates de agosto.
"¡Hombre, ahí llega la mujer que ha situado a Abanillas en el mapa!". Por un momento, la preocupación por los efectos de las excesivas lluvias de junio y julio se han aparcado en el rostro de Arsenio, que no disimula su emoción al reencontrarse con la autora que escribió parte de su historia. "Mucha gente toca la puerta o me pregunta, si me ve por aquí trabajando, por la casa de la mujer del maquis", reconoce mientras se acerca a la vivienda contigua a la suya, donde vivía la familia de Leles. Ya en la solana del Corral del Medio no cuelgan a secar ristras de maíz y guindillas, y la dedicación diaria por mantener la casa cuidada que profesaba la madre, Consuelo, ha dado paso ahora a las vigas de madera carcomidas, una puerta desvencijada y unos barrotes torcidos en el balcón, producto del abandono.
Lo que no ha cambiado mucho son las vistas. Permanece inmutable el monte Cábana, el mismo que contemplaba todas las mañanas Leles y al que echaba tanto de menos desde la Argentina a la que tuvo que marchar en busca de una vida mejor. Eso le llevó, años más tarde, a mandar imprimir una fotografía de él para colocarla a los pies de su cama. También desde Abanillas, que cuenta con un palacete del siglo XVI de la familia Noriega del Pozo –"no hay pueblo cántabro que no tenga su hidalgo pobre", dice la cultura popular–, se contemplan los verdes prados del Valle del Nansa, el pico calcáreo del Naranjo de Bulnes y otras cimas nevadas de los Picos de Europa. Lógica tanta añoranza desde el lejano Buenos Aires.
La última parada de la senda de los maquis por Val de San Vicente es precisamente el origen de que la historia de amor entre Leles y Paco acabara en desgracia. En un cruce de caminos se levantaba imponente Las Carras, con su techo de cuatro aguas y su gran solana en la que pasaban las jornadas cosiendo las mujeres, "casadas y sin marido", de la casa. "Era un lugar fantástico, una casona le decían. No llegaba a palacio, pero era enorme", describieron en su día a la autora los que la conocieron antes del gran incendio.
Se la quemaron a los Bedoya, acusándoles de dar cobijo a Juan Fernández Ayala, Juanín, uno de los maquis más buscados en la época. "Reconocieron la puerta de madera de la finca, que había colocado Paco, en una fotografía de Juanín apoyado en su fusil naranjero. Y se vengaron prendiéndole fuego a la casa con el ganado dentro, que fue lo que más daño les hizo. Eso llevó a Paco a escaparse de la prisión de Madrid, donde estaba, y echarse al monte hasta que lo mataron en el 57", detalla Cañil. Hoy, el bardal oculta los restos de la tapia de piedra que resistió a la voracidad de las llamas, y el barro y las heces de vaca hacen impracticable el acceso a la finca por una entrada en la que, tras la publicación de la novela La mujer del maquis, un anónimo depositaba un ramo de flores cada cierto tiempo.