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Los castaños centenarios de las instalaciones hoy ruinosas de las Médulas no son sino herederos de aquellos que suministraron su madera a las obras de los embalses, diques y conductos que provocaban la “ruina de los montes” y las balsas y canales de decantación en los que se recogían las pepitas de oro. Estos castaños, además, son la razón de que los restos de este ejemplo singular en la Península Ibérica de explotación minera a cielo abierto, con técnicas ideadas por los pueblos oriundos y que los ingenieros romanos supieron adaptar a la dimensión gigantesca de sus construcciones, se hayan conservado. Gracias a la vigilancia y cuidados de los agricultores que explotan los castañares que crecen entre sus crestones agujereados, han impedido la entrada a “buscadores” de oro que hubieran podido destrozar los restos en el intento de encontrar alguna pepita olvidada por los romanos.
La castaña es el fruto de un árbol cuyo origen se sitúa en Asia Menor y fue traído a los países meridionales europeos por los griegos. Los romanos ampliaron su cultivo hacia el oeste por la utilidad de su madera en sus esfuerzos inagotables de construcción. Prospera en climas no muy fríos con cierta humedad o en las laderas de los montes situados en regiones secas en verano en las que la humedad se conserva en la umbría orientada al norte de los bosques, pero no tolera muy bien los inviernos muy fríos, las heladas nocturnas ni las escarchas del amanecer en primavera.
El castaño no forma parte de las varias especies sagradas del bosque ancestral europeo, árboles de la sabiduría en realidad, como el avellano, el roble o el olmo –habría que recordar que en el centro de los pueblos de Castilla, la olma, que aún resiste en muchos de ellos con el perímetro enorme de su tronco, cobijaba bajo sus ramas a los mayores del lugar, considerados entonces los más sabios, durante sus reuniones para decidir asuntos de interés general-.
El árbol de la castaña, que no llegó a Europa hasta el siglo V a. C., sí aparece, por el contrario, en el Capitularis de Villis de la dinastía carolingia como árbol a figurar en el huerto palaciego y es uno de los trece ejemplares de especies arbóreas diferentes que figuran en el plano del huerto-cementerio del monasterio de St. Gall, en representación de Jesucristo y los doce apóstoles.
No solo es un árbol apreciado por sus frutos. También lo es por la madera, que no arde con facilidad y es dura y resistente, con troncos que llegan hasta los 30 metros de altura. Se utilizaron y aún se utilizan en la construcción de cubas y botas para la elaboración de sidra en el norte peninsular y para los pilares y vigas de las edificaciones. Por esta razón los romanos extendieron sus plantaciones a los límites de las tierras frías de secano de aquellos lugares en los que sus construcciones exigían la utilización de madera de calidad.
Las castañas maduran dentro de sus erizos, que las agrupan de dos en dos en general, en los inicios del otoño, y que se abren en tres o cuatro valvas para dejar libres las semillas. Se recogen de inmediato, para evitar que los parásitos las ataquen y, si no se consumen a continuación, se conservan en sacos enterrados por completo en terrenos húmedos pero aireados hasta el final del año, el límite de su conservación en buen estado aún frescas. El resto se dedica al secado al aire, para luego pelarla, en lo que llamamos castaña pilonga, que se mantiene aún con buen sabor hasta el comienzo de los calores primaverales –o mucho más si se congela— y es una opción magnífica para cocinar una vez vuelta a hidratar. Seca, se muele también en harina con la que se hace pan, muy apreciado hoy, aunque fuera para hogares con pocos recursos en otros tiempos.
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