Actualizado: 12/05/2021
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Los más pequeños toman el control de la Navidad
Cuando una mañana, a intervalos de lluvia y sol de marzo, atravesamos las puertas de la casa de Pardo Bazán en la rúa Tabernas, en A Coruña -su Marineda- intuimos algo de lo que vamos a descubrir. Por estas puertas pasó la niña Emilia a los 6 años, y estas paredes escucharon y vivieron momentos intensos del siglo XIX. Hoy, la casa familiar de los Pardo Bazán solo ocupa 300 metros, el resto es la sede de la Real Academia Gallega, con muchos señores y media docena de damas. Pensando en doña Emilia, es inevitable la sonrisa y el recuerdo hacia aquellos colegas que intentaron machacarla y lo que ella ironizó sobre ellos. Que le pregunten a uno de los peores, el señor Clarín.
"Lo único que creo se debe en justicia a la mujer es la desaparición de la incapacidad congénita con que la sociedad la hiere. Iguálense las condiciones, y la libre evolución hará lo demás". Corría el año 1892 y Emilia Pardo Bazán hablaba así en un Congreso Pedagógico celebrado en Madrid. Han pasado 129 años, más de un siglo, y la proclama resulta aún revolucionaria, más para una escritora –condesa, carlista, católica– pero sobre todo o por todo ello, espíritu libre y de complejidad infinita. Como su obra.
El 12 de mayo se cumple el centenario de su muerte y se celebra por todo lo alto –con permiso de la pandemia– la recuperación de la figura de una mujer genial, complicada y poderosa, que se separó de su marido, se entregó a su obra, fue feminista, naturalista y asombró a muchos de sus testoterónicos contemporáneos. También es la condesa conservadora, hija de su casta, que levantó las Torres del Pazo de Meirás, luego morada de la dinastía Franco por voluntariosa dádiva del Régimen.
Son tantos los flancos que presenta la vida de la escritora, es tan grande el pastiche que representa el personaje –una intelectual viajada por Europa–, que a menudo han tapado su obra literaria. Entre el Pazo de Meirás y la ocupación de los Franco, sus amores con Benito Pérez Galdós o Lázaro Galdiano –entre otros– y la escasa atención que varias generaciones de mujeres le hemos prestado, a veces su obra ha quedado desvaída, aunque no en Galicia. Pero solo el hecho de que durante el franquismo a ella se la pudiera estudiar en los libros de literatura mientras figuras como María Zambrano, Rosa Chacel o María Teresa León fueron borradas, la convirtió en sospechosa y aparcó su letra para muchas mujeres.
Un error que espera ser subsanado en este año, un siglo después de que la diabetes se la llevara. Xulia Santiso, directora de la Casa Museo de Pardo Bazán, está convencida de que este será el año culmen para apreciar la obra de la ilustre gallega, lo mismo que José Manuel López Herrán, el catedrático de Santiago que nunca ha dudado del valor literario de la coruñesa. Porque en la Universidad de Santiago, como en A Coruña, doña Emilia siempre ha deambulado por sus aulas, bibliotecas y calles.
El recibidor de la casa-museo, carta de presentación de la categoría de una familia en el siglo XIX, es la sala donde Santiso empieza a embelesar a las visitas con el aperitivo de lo que sucedía aquí, cuando la condesa de Pardo Bazán estaba en su Marineda literaria, el nombre que pone a su ciudad natal, A Coruña. Tertulias, decisiones sobre publicaciones de obras y cuentos, charlas de política –la condesa escribió para medios franceses y latinoamericanos– visitas ilustres, desde Emilio Castelar a Miguel de Unamuno (no está confirmado que estuviera Galdós). Xulia se deja arrastrar por la pasión que la figura a la que ha dedicado sus últimos 20 años –15 montando este museo– le inspira:
"Emilia es una mujer paradigmática aún hoy. Necesita que su obra sea leída, tiene mucho por descubrir. No solo las novelas y los más de 600 cuentos, su obra periodística va a ser lo próximo. Y para entender su obra literaria –esos cuentos perfectos en su extensión, medidos para periódicos, feministas tantos– hay que conocer también su biografía, su tiempo".
Su tiempo se cuela en esta casona –tan cercana a la de los dueños de Zara, Amancio Ortega y familia, que han colaborado con un vestido de época representado en una estancia–, donde Santiso acaba de explicar a un grupo de emigrantes de la ONG Antonio Noche la grandeza, también feminista, de la ilustre señora. Casi medio siglo antes de que Virginia Wolf escribiera Una habitación propia, "doña Emilia ya se hacía retratar detrás del escritorio y en su habitación propia. Este lugar que hemos llamado de sensaciones íntimas", relata la directora, al pie de la ventana, donde está el escritorio. Desde aquí, la condesa escribía :"Orientado al naciente, la virazón marítima calla y no se oye más que el goteo argentino de la lluvia en los cristales". Los adorantes, que reposa sobre la mesa, recogen la cita.
"Vivió en una época dominada por hombres extrañados de sufrir la presencia de una mujer que no cumple con ningún requisito de la feminidad al uso. Esta señora no es humilde, no es recatada, no es modesta; está separada. Es una rompedora de todos los cánones, quiere los mismos espacios de poder que sus colegas. Cuando le ofrecen presidir la Academia del Folclore Gallego, pregunta si va a ser presidenta o presidente, un espíritu libre", cuenta, mientras recorre la casa con mimo, iluminando los rostros de los adolescentes –y mayores– al tiempo que ruega cuidado para todo lo allí instalado.
No hay mucha cosa personal de doña Emilia en la casa, además de las paredes y algunos muebles, reconoce la directora. Pero sí están montadas con amor y conocimiento. En una vitrina de cristal algunos restos de cristalería con la letra E en dorado; algún abanico, restos de vajilla con las iniciales PB. Pero todo ha sido aprovechado, recopilando con mimo fotos, recortes, ilustraciones de época. Para que las paredes de cada estancia –con un nombre claramente simbólico y literario– sirvan al visitante para hacerse una idea de la peculiar biografía de la mujer.
En otra pared, libros que estuvieron en su biblioteca del Pazo de Meirás y que "algunos fueron donados por la hija de Franco", precisa Xulia, aunque las malas lenguas aseguran que son los que menos valor tenían. Y retratos de su infancia, juventud, caricaturas inéditas, retazos de amigos y enemigos. De forma que el curioso comprende que la condesa de Pardo Bazán fue mucho más que una aristócrata y escritora, fue una mujer infinita y única.
"Supo aprovechar la decisión de su padre de educarla como si fuera un hombre", explica la anfitriona-guía. "Mi padre era muy feminista y me educó en un amplia libertad de conciencia: mira hija mía –me decía muchas veces–, los hombres somos muy egoístas, y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para dos sexos", relató la escritora al "Caballero Audaz" en La Esfera, allá por 1914. El "Caballero Audaz" era José María Carretero Novillo, uno de los grandes entrevistadores de la primera mitad del siglo pasado, un histórico del género interviú.
En el gabinete de la condesa, frente a su escritorio, mientras la luz grisácea se filtra por la ventana que da a la iglesia de Santiago e ilumina el original de Los adorantes, hay un retrato de Émile Zola. El escritor fundador del naturalismo, seguidor de la teoría de Darwin sobre la evolución de las especies y quizá más conocido por el caso del capitán Dreyfus, influyó en la joven Emilia. Al lado de la foto de Zola hay un texto maravilloso del francés sobre doña Emilia que es imposible resistirse a copiar.
"La señora Pardo Bazán ha escrito una obra que he leído. Es libro muy bien hecho, de fogosa polémica: no parece libro de señora. Aquellas páginas no han podido escribirse en el tocador. Confieso que el retrato que hace de mí la señora Pardo Bazán está muy parecido y el de Daudet, perfectamente. Tiene el libro capítulos de gran interés y, en general, es excelente guía para cuantos viajen por las regiones del naturalismo y no quieran perderse en sus encrucijadas y oscuras revueltas. Lo que no puedo ocultar es mi extrañeza de que la señora Pardo Bazán sea católica, ferviente militante, y a la vez naturalista; y me lo explico sólo por lo que oigo decir de que el naturalismo de esa señora es puramente formal, artístico y literario". Cuando Zola muere, doña Emilia le escribe a su amiga Blanca de los Ríos sobre lo "insípida" que ha sido la muerte del escritor.
Cuesta dejar la casa de la Pardo Bazán, que aparece en las fotos vestida de blanco, de niña bien y guapetona; los retratos de sus padres o los recuerdos que destacan en cada habitación que transportan a otra época. Darían para otra tertulia hermosa, de tarde gris y lluviosa, discutiendo de literatura, política o simplemente con los chismes y noticias de los alrededores, que la condesa fue transformando en maravillosos cuentos, cada día más valorados. Charlas acompañadas del té –aparece en sus relatos– o copita de anisete.
Y es por cualquiera de esos cuentos por los que tanto el profesor Herrán en la Universidad de Santiago, como Xulia Santiso aquí en Coruña, recomiendan empezar para entrar en el mundo de esta mujer especial, feminista desbordante y conservadora católica, que durante el luto por su marido escuchó ópera por los audífonos del teléfono instalado en el gabinete.
Quizá en sus contradicciones radica su atractivo. "Era una mujer bastante liberada sexualmente y ahora la gente, con lo de las cartas de Pérez Galdós, se asombra. Eran dos espíritus grandes, libres y enamorados", recuerda Santiso, al tiempo que también recomienda como novelas La Tribuna e Insolación. No son Los Pazos de Ulloa, pero son claves para lo que vendrá después. Las tres son naturalistas.
En Camino de Oleiros, para asomarnos al Castillo de Santa Cruz, da tiempo a pensar en el marido de la Condesa de Pardo Bazán. José Quiroga Pérez de Deza tuvo a bien devolverle todos sus bienes tras la separación. De acuerdo con la ley y la moral de la época, el gesto era una rareza. Quiroga era un hombre tranquilo, silencioso, que compró este pazo en una subasta. Aquí se retiró –lo restauró también– y su vista hace inevitable recordar la anécdota que hemos oído en la casa-museo.
Durante los 15 años que Xulia Santiso ha estado montando el museo, solo una vez se ha topado con la huella de quien fuera el esposo de la condesa. Fue en un libro dedicado por Perico Chicote, el coctelero de los artistas e intelectuales de Madrid durante la República y todo el franquismo. La dedicatoria dice: "A José Quiroga, amante del zumo de naranja".
Incluso hoy, a la vista del castillo, la figura de Quiroga es devorada por las historias del pirata Sir Francis Drake, el caballero de Isabel I en la zona; o la decisión de su hija, Blanca Quiroga, la mujer del general Cavalcanti –uno de los partidarios del uso de la fuerza el día de la proclamación de la II República– de regalarlo al ejército al finalizar la guerra para que los huérfanos lo utilizaran de colonia de verano.
Queda atrás el castillo de los Santa Cruz, guardián de la ría de A Coruña donde se retiró el hombre discreto, para enfilar hacia Sada, al Pazo de Meirás, aún cerrado a las visitas. En el camino, la conclusión es que ni sus amores con Benito Pérez Galdós, de moda desde el centenario del escritor canario, ni su conservadurismo carlista, ni la historia de sus herederos, ni siquiera el redescubrimiento de su feminismo –al alza– deberían oscurecer la obra de la escritora gallega. Solo con sus cuentos, el lugar entre los mejores debería garantizarse siempre. Y eso en la liga de la Generación del 98, en cuanto a edad y amistades se refiere.
Pero la visión del Pazo de Meirás, este lugar que permanece en el imaginario colectivo de generaciones de españoles como símbolo de tantas cosas, hace comprender que la cosa no es fácil. Durante décadas, este sitio, soñado, levantado y creado por la ilusión de la Condesa de Pardo Bazán, fue sepultado bajo el peso de la figura de Franco, de las fotos de verano de la familia del dictador en los jardines. Después, por la bronca en las noticias en torno a la ominosa prestación del lugar a la familia Franco.
A las puertas del pazo, tal y como aparece en todas las fotos y las cámaras de los telediarios –bueno, no exactamente, la buganvilla no ha florecido en marzo– están Carlos Babío y Manuel Pérez, autores del best-seller Un pazo, un caudillo, un espolio. El no tan joven historiador Pérez; y Bavío, uno de los herederos de los afectados por la expropiación de las tierras para agrandar el pazo, están en la misma explanada en la que, durante los últimos tiempos, les hemos visto ante las cámaras de televisión.
El asunto es saber qué queda en ese Pazo de Meirás diseñado por la condesa, justo cien años después de su muerte y tras el paso de los Franco. El joven historiador conoce la zona y el pazo desde niño. "Queda la estética de todo el pazo, lo diseñó ella. Antes había una granja, donde se alojaba en su infancia con sus padres. Estaba entrando a la derecha, pero eso ha desaparecido con las obras y las reformas de todos estos años", explica Manuel. "Lo que queda está muy deteriorado y es ahí, en la granja, donde ella escribió o terminó, la mayoría de sus obras cuando venía al pazo. Porque las grandes obras de Pardo Bazán son anteriores a las torres", apostilla Carlos.
Babío además puntualiza como "en La Quimera –como ella va a llamar a esa torre donde trabajará después y a una novela–, la escritora hace referencia a las obras de las torres. Fue el lugar conocido como La Granja, lo que ella más habitó. Luego, los Franco lo reconvirtieron en oficina, casa civil y casa militar. Era también una finca agropecuaria".
Lástima, porque cuando se levanta la mirada en busca de las torres, especialmente la mítica La Quimera, donde cuentan que doña Emilia buscaba a las musas y se mantenía a flote "contra viento y marea", uno de sus lemas, querría adivinarla allí detrás. Se impone el recorrido de la mirada por el balcón, buscando las palabras allí grabadas por orden de la condesa: "miedo y envidia". Así se quedaban fuera. Las torres están rodeadas por frisos e imágenes copiadas del gótico, continua alusión a las pasiones de la escritora por la cultura antigua.
Los autores del libro sobre el Pazo, cuya vida ha transcurrido alrededor del lugar, recuerdan que hay muchas cosas modificadas, como la gran escalera diseñada por la condesa y su madre –"decorada con vegetación referente a Galicia", señala Carlos– para recibir e impresionar; las vidrieras, y "algunas sillas bordadas por Emilia y sus dos hijas, con figuras históricas, como Catalina la Grande, Alejandro Magno o el filósofo Averroes", puntualiza Manuel.
Pero en el extraño incendio de 1978, en la famosa biblioteca de la planta baja –hay otra en la torre de La Quimera– ya se perdieron muchos ejemplares. En resumen, aclara el historiador, "de Pardo Bazán, en Meirás quedan cuatro espacios. Entrando a mano derecha, un despacho para recibir visitas, porque la biblioteca baja con Franco desaparece en cuanto llega, en 1938-1939 y pasa a ser la biblioteca de Franco, no de la condesa de Pardo. Quedan libros de la escritora, pero no tantos". Los libros de ella fueron subidos a La Quimera y el grueso de lo que se salvó tras el incendio fue entregado a la Real Academia de las Letras Gallegas, esa ya comentada, situada en la otra mitad que fue la casa de los Pardo Bazán en A Coruña.
Se inicia la tarde, anochece antes de lo debido y las sombras caen sobre las torres de doña Emilia, mientras Carlos y Manuel desean que la figura de la escritora, el centenario, no tape ahora lo que significó el expolio del Pazo de Meirás. Las dos memorias pueden convivir a la perfección, una sobre otra a veces. "La silla de Emilia Pardo, bordada y que ella utilizaba para trabajar en su escritorio en La Quimera, es la que utilizó Franco en la capital", recuerdan. La vidrieras del vestíbulo con los apellidos de los Pardo Bazán siguen ahí, y afuera permanece el escudo de la familia Pardo, pero también el de los Franco.
Lo último que recuerdan, con el sol ya escondido frente a Meirás, es que lo que sí que esperan aún en ese lugar, en la capilla, es el sepulcro vacío que la condesa de Pardo Bazán mandó construir para que la enterraran allí. Su hijo y luego su nieto (fusilados por una checa en 1936) primero; y después su hija Carmen Quiroga y su nuera, la dejaron en la iglesia de la Concepción en Madrid.
Pero esa es otra historia. De la madrileña doña Emilia en la capital.