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Podríamos decir que es un valle secreto, porque ni siquiera los que somos de Valencia, y hemos sido siempre asiduos de Denia, de Xàbia o de Altea (La Marina Alta), conocemos este lugar alicantino, la Vall de Gallinera, a hora y cuarto de la ciudad.
A medio camino entre Valencia y Alicante ha conseguido mantenerse libre de delirios urbanísticos y de aglomeraciones turísticas. Un lugar que en primavera estalla, primero de blanco con los cerezos en flor, y después de rojo, cuando sale la fruta. Un entorno para pasear una y otra vez oyendo solo el ruido que uno mismo hace, o el murmullo de la brisa que llega del mar.
Todo lo demás es silencio en esos pueblos que, a lo largo de quince kilómetros, se van situando a un costado y otro de la carretera que serpentea junto al río Gallinera. Empezando desde el mar y subiendo valle arriba –como hacen los centenares de ciclistas que habitualmente circulan por esa vía– se atraviesan Benirrama, Benialí, Benissiva, Benitaia, La Carrotxa, Alpatró, Llombai i Benissili.
Les contaré una pequeña historia personal. Descubrí la Vall por casualidad, allá por el año 2000, cuando una amiga me recomendó un hotel rural bellísimo, 'Casa Gallinera' se llamaba. Estuvo operativo hasta el año pasado, cuando sus dueños, Javier y Pascual decidieron tomarse un tiempo de asueto. Ellos han sido el alma del lugar durante estos últimos 15 años y los responsables en buena medida de que tanta gente haya recalado allí y se haya prendado del sitio.
Hoy el hotel sigue en pie convertido en un centro internacional de retiro de yoga. La Vall me deslumbró. Su calma, su alegría, su capacidad para lograr que el tiempo se detuviera. Nos hicimos amigos de los dueños del hotel, volvimos centenares de veces, en todas las estaciones. Vimos nevar, nos bañamos en las pozas que salpican el valle, comimos cerezas recién cogidas de los árboles, recorrimos los senderos en las noches de verano. Y acabamos comprándonos una casa en uno de los pueblos de Valencia, una casa de piedra y madera, a la que nos escapamos cada vez que podemos para saborear el tiempo, la luz, el paisaje… Puedo decir, por tanto, que conozco la Vall de Gallinera casi palmo a palmo, un lugar perfecto para pasar un largo fin de semana o unas pequeñas vacaciones. Y sobre todo, para detener el tiempo.
El valle está salpicado de casas rurales para alquilar. Pero una de las más hermosas es 'Casa Sastre Seguí' en Alpatró. Es una de esas casas solariegas –200 años de historia a disposición del visitante– que uno no quiere abandonar. Cristina Serrano Sastre, su actual propietaria, es la descendiente de los antiguos dueños. Sus antepasados eran agricultores del valle, que un día, para defenderse de los salteadores, de los bandoleros de la sierra, decidieron fortificar la casa: dentro acogieron el hogar, el almacén...
Y todo lo pudieron vigilar con una sola puerta. A esa casa, en la misma plaza de la Iglesia de Alpatró, acudían todos los veranos, todas las vacaciones, Cristina y sus seis hermanos. Y para todos es un lugar entrañable. Así que, gracias a ese valle, a ese entorno, todos ellos llevan dentro ese "verano invencible" del que hablaba Albert Camus. "Cuando murieron mis padres decidimos conservar la casa y reconvertirla en casa rural, porque para nosotros es un lugar especial. La estructura es la misma, pero lo que hicimos fue rehabilitarla, poner calefacción, hacerla más confortable", apunta Cristina.
La casa contiene, eso sí, todo su encanto de antaño: los techos altos, los suelos hidráulicos, los muebles, aperos de labranza, objetos personales, fotografías, mapas, e incluso, la almazara con sus prensas y tinajas para el aceite. Una casa-museo excepcional. "Para mí es lo más bonito de la Vall, claro, pero si tuviera que elegir algo más sería hablar con la gente, porque es algo que engancha. Es una gente especial, cordial… Me lo dicen todos los viajeros que se hospedan aquí", asegura Cristina. Hay otras casas rurales con ese encanto que busca siempre el urbanita. Desde 'Ca Ferminet' en Benissili hasta 'El Raconet' en Benirrama que podrían ser las dos más alejadas de punta a punta del valle.
Un recorrido perfectamente señalizado une los ocho pueblos en una ruta sencilla, y permite transitarlos sin pisar la carretera, de manera tranquila y cómoda. Uno puede hacerlo todo seguido, de cabo a rabo, o de uno en uno. Y pararse en cada pueblecito, en sus fuentes, en sus sombras, en sus bares. Se puede escoger cualquier sendero, cualquier vericueto, cualquier camino montañoso, pero al levantar la vista estará siempre, vigilante, la Penya Foradada, una inmensa roca que preside el macizo, con un gran abertura en el centro.
Subir la Foradada es una de esas experiencias que se llevan todos los viajeros en la mochila. Desde arriba se domina el valle, los ocho pueblecitos. Se ve el mar, las sierras de la Safor, el Benicadell, la sierra de Mariola con Alcoi a sus pies… Es una de esas vistas bellas y reconfortantes que solo se tienen cuando uno se adentra en la naturaleza.
Pero la Foradada guarda un secreto más: dos veces al año, en los equinoccios de primavera y otoño, a finales de marzo y de septiembre, se produce su alineamiento solar. El sol, durante unos minutos, se enmarca en el agujero de la roca e ilumina con sus rayos los restos del antiguo convento franciscano. Decenas de personas se reúnen a sus pies para ver el fenómeno.
Naranjos, almendros, olivos y sobre todo los cerezos ocupan las tierras de cultivo del valle. A finales de marzo empieza la floración de los cerezos y la Vall se cubre con un gran manto blanco. Después, pasados 40 días, desaparecen las flores blancas y lo árboles aparecen salpicados de miles y miles de puntitos rojos.
Ha llegado el momento de recoger las cerezas y el valle entero se vuelca en el proceso. Se pueden recoger del árbol y saborearlas allí mismo, comprarlas en cualquiera de los pueblos, (en la tienda de Carmen de Alpatró, en la cooperativa, en los mercados tradicionales del fin de semana) y, en definitiva, deleitarse con el estallido de la primavera.
Cuando acaba la campaña de la recogida, allá por el mes de junio, hay un broche genial: la Festa de la Cirera. Un fin de semana cargado de arte, música, gastronomía. Un homenaje a la tierra, a las cerezas, en la que el valle se muestra más lúdico y más acogedor que nunca.
La oferta gastronómica es interesante, asequible y sencilla. Muy de la tierra, muy autóctona. Y abundante. Hay un sitio especial, por su encanto, por su historia: 'El Raval', en Benissivà. Hace más de 20 años que llegó allí Joana Bataller, la chef incombustible que lo puso en marcha cuando la Vall era un lugar remoto: un lugar al que nadie llegaba.
Era un tiempo en el que el turismo se quedaba en la playa y el interior era un lugar ignoto. Pero ella montó su pequeño 'gastro' en los bajos de su propia casa y se adentró en la cocina dispuesta a vivir de eso. 'El Raval' es hoy un restaurante recoleto, oculto como siempre en una pequeña plaza detrás de la iglesia del pueblo. Ni siquiera se puede llegar en coche directamente. A pesar de todo, los que pasan (pasamos) por allí se han encargado de correr la voz, de extender su fama, su buena cocina, lo adorable que es su anfitriona, como si se tratara de otro milagro solar.
Cuando Joana oye que su cocina la definen algunos como "de autor" o con "un toque francés" ella sonríe. Prefiere definirla como tradicional, con una cuidada presentación. La chef, eso sí, crea platos con productos de temporada, con verduras ecológicas y con amor. Luego te sirve en la mesa el resultado, sin alardes. Uno sale de allí sabiendo que va a volver. Para ir a 'El Raval' (que solo abre los fines de semana y determinadas fiestas) hay que reservar. Ese es uno de los encantos de este valle, que la gente tiene vida propia, que te atiende cuando ha de hacerlo pero te deja en paz cuando lo requieres.
Hay muchos otros bares y restaurantes en el valle. Para tapear, para reposar tras una caminata, para comer arroz de todo tipo, los famosos mintxos (una especie de coques de dacsa, de tortitas, rellenas con productos de la zona), o el blat picat. En Benirrama, por ejemplo, están el bar 'Roca' o 'Miró Cuina'. En Benialí, 'L’Aplec', 'Sabors' o el 'Nou Tarrasó'. En Alpatró, el 'Keles'. Todas ellas son opciones seguras. Aunque nada, claro está, como los platos que salen de los fogones de mi casa, con los productos de la zona. Una, que es afortunada.