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Con el sonido de fondo de los ríos Zatoya y Anduña, Ochagavía recibe al viajero como si fuera una maqueta a tamaño real, dispuesta exclusivamente para él. Aquí, al pie de la muralla del Pirineo Navarro, hay una especie de ralentización del ritmo vital, un tempo que se adapta para que el visitante disfrute de un paisaje de grandes portalones y tejados empinados.
"Aquí las calles no tienen nombre, así que podríamos decir que el pueblo lo forman cuatro barrios –explica Rakel Zoko, de la Oficina de Turismo de Ochagavía–: Iribarren, Urrutia, Irigoien y Labaria". Un pueblo con aire nobiliario existente desde tiempos inmemoriales, protegido por palacios medievales y casas blasonadas como la de Fortiño, que representa a una época punto de inflexión. "En 1794, cuando los franceses volvían de la Guerra de Convención contra los españoles, quemaron todo el pueblo. Casas, bordas, palacios y ermitas desaparecieron. Sin embargo, algunas resistieron, como Fortiño".
El "antes de las llamas" se aprecia en la fachada y el tejado a cuatro aguas de esta casona norteña, con dos vertientes: la más inclinada en la parte de arriba para que la nieve resbale y la de abajo más llana, para que se deshaga progresivamente. Una arquitectura palpable en la mayoría de las casas ochagavianas: grandes edificaciones con una enorme entrada (en su día cuadras para los animales), la primera y segunda planta para la vivienda y la parte de arriba como granero de la hierba y la paja, que, en muchas ocasiones, servía de cálido aposento para los familiares que visitaban el pueblo.
Hoy, muchos de esos desvanes han llevado a Ochagavía a ser el segundo pueblo con más casas rurales de Navarra, (actualmente 24) después de Etxalar, con 33. "Algunos vecinos dedican al alojamiento turístico la parte de arriba de sus viviendas", explica Rakel Zoko. El senderismo entre sus hayedos, el esquí, la BTT, la bici de carretera, y el recurso micológico regulado dotan a este pueblo de infinitas posibilidades para todo tipo de turistas.
Un lugar marcado por la piedra de sus fachadas donde destacan los llamados etxekartes (en euskera, entre las casas), una rústica separación para evitar la propagación de las llamas, aplicado tras ese incendio que marcó el discurrir de este pueblo, donde las puertas siguen abiertas. "Nos gusta decir que aquí las casas invitan a entrar, ya que muchas de ellas conservan las entradas empedradas, realizando pequeños mosaicos, así como los elementos decorativos de antaño", describe Rakel. Y es que, si algo destaca en las entradas de estas casas, como la de María Luisa Tanco, son las famosas herradas, vasijas para transportar el agua. "Las mujeres iban con las herradas en la cabeza a las fuentes. El material es de cobre, generalmente hecho en el pueblo de Lumbier", cuenta esta vecina.
Empujar el portalón de madera de cualquier vivienda de Ochagavía es una especie de viaje al pasado. Una sensación no muy alejada de la realidad, ya que el último fin de semana de agosto los ochagavianos celebran su Orhipean, "un guiño al ayer y sus tradiciones, con toda la población vestida con los trajes típicos de hace 100 años", cuenta Rakel. Una fecha que devuelve el euskera salacenco (propio del valle de Salazar) al pueblo, y en la que las alpargatas de aquellas lavanderas, hilanderas, de las unaiak (pastoras de vacas), los herreros o carpinteros llenan sus calles empedradas. Durante esta fiesta declarada de Interés Turístico de Navarra, día los animales, también salen a la calle, manteniendo la tradición de generación en generación.
Aquí todavía se sube sin llamar a las casas de los vecinos. "Luego cuando nos encontramos por la calle nos decimos: te he cogido unos huevos", ríe Rakel. Pasear por Ochagavía es como estar en una única casona común, donde la confianza en el vecino se traduce incluso en casas sin cortinas y en vecinos comprando el pan en zapatillas de estar por casa. "Les llamamos las silenciosas", cuenta Patricia Alberdi, compañera de Rakel en la Oficina de Turismo.
Un pueblo con decenas de historias tras los muros, con la Iglesia de San Juan Evangelista delimitando los nombres de los barrios. "Urrutia es lejano (la otra orilla del río) en euskera. Iribarren, zona baja, el barrio de menor altura. Irigoien es barrio alto", explican Rakel y Patricia. En Ochagavía, el día a día de San Juan Evangelista también tiene su propia filosofía, con la apretada agenda del párroco marcando los horarios del culto. "Aquí la misa no es fija. Depende de los horarios del resto de localidades", sonríe Rakel.
La gastronomía también tiene su significado etimológico aquí. En 'Kixkia' (homenaje a la antigua vara de avellano del agricultor sidrero), Mikel Ceberio se ha ganado el título de uno de los mejores parrilleros de la zona. "Aquí lo que llama la atención suele ser la txuleta a la brasa. Nosotros la tenemos de vaca mayor". Mikel tiene sus propios secretos a la hora de atemperarla, de los que cuenta algún titular. "La carne tiene que estar fuera de la nevera suficiente tiempo hasta que el núcleo coja temperatura ambiente. El secreto es hacerla de golpe a alta temperatura y así que los jugos queden atrapados", cuenta orgulloso Mikel.
Pero la magia en 'Kixkia' también reside en las kupelas. "Cuando escancio me olvido de todo, para mí es un momento festivo", dice con nostalgia. La sidra tiene su atmósfera aquí, pero también el vino, presente en un crisol de cosechas y uvas, gracias al otro perfil de Mikel, el de presidente de la Asociación de Sumilleres de Navarra. "Para la carne me gusta sacar vinos con estructura, vinos D.O. Navarra, pero recomiendo estar abierto a probar cosas diferentes; por ejemplo, para el queso creo que hay que huir de la dictadura del tinto". Para muestra, una garnacha Chaparral de Vega Sindoa 2017 para la txuleta y la paletilla de cordero.
Después, un Almara blanco aporta frescura para las alcachofas con borraja y jamón, los chipirones en su tinta, las kokotxas de bacalao y para ese pilpil. Para cerrar los salados, un queso de Irati-Osseau, uno de los preferidos de Mikel junto con el de Roncal. El dulce llega en forma de pudin de queso con salsa de nueces y con una pantxineta de almendra, que maridan a la perfección con el moscatel de grano menudo de Ochoa.
Pero en esta aldea con sabor norteño hay una carretera que debe recorrerse antes de cerrar la excursión. Tomando el desvío entre Ochagavía e Izalzu, el santuario románico de Muskilda (siglo XII) tiene su propia serora (“cuidadora” en vasco). Hija del antiguo ermitaño del pueblo, Jone Villanueva ha dedicado toda su vida a velar por esta ermita, representante del románico de transición, abierta todo el año. "Mi padre se quedó huérfano con 11 años, así que vino aquí, donde una tía suya era la serora y ya se quedó en la casa colindante. Aquí formó nuestra familia, la primera al completo que cuidó de Muskilda".
La carretera por la que hoy se asciende en coche desde el pueblo marcó un antes y un después para el devenir de esta joya del patrimonio religioso de Navarra. "Cuando no había asfalto subíamos y bajábamos al pueblo por el camino viejo con una borrica. Lo peor eran las noches, cuando entraba uxin (nieve con aire) por los recovecos de las ventanas". Hoy esa carretera lleva cada 8 de septiembre a oriundos del pueblo y del valle a disfrutar de su romería, con los danzantes dedicando a la virgen de Muskilda una jota y dos paloteados.
La torre cónica de este santuario, que desde tiempos remotos fue lugar de descanso de peregrinos a Santiago, transporta al caminante a paisajes suizos y franceses. Pero la personalidad de este reducto pirenaico navarro se rige con criterio propio, una credencial que los ochagavianos lucen con orgullo, sabedores del privilegio de vivir aquí, con la selva de Irati velando los designios de este rincón hecho a sí mismo.
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