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De todos los caminos que llevan a Valldemosa, el más espectacular es, sin duda, la sinuosa Ma-10. En especial, ahora que el verano ha quedado atrás y el tráfico, tanto de coches como de ciclistas, disminuye en esta turística carretera que recorre de punta a punta la Serra de Tramuntana. Remontar sus curvas y atravesar sus túneles en soledad es la mejor manera de descubrir un paisaje, de Andratx a Pollença, que maravilla al combinar la más pura montaña mallorquina con acantilados que se recortan contra el mar azul intenso en muchos tramos.
Recorriendo esta carretera, que supera el medio siglo de historia y es la más larga de la isla, se divisa buena parte del Patrimonio Mundial de Mallorca y su cara más agreste. Si algo sorprende al turista es que, a apenas 20 kilómetros de la bahía de Palma, el entorno cambie tan radicalmente.
Lejos del ajetreo de la ciudad y de sus extensas playas de arena, Valldemosa suele dibujarse entre brumas en esta época del año. El pueblo, incrustado en la sierra, llama la atención por sus empinadas calles de piedra y sus señoriales casas con puertas y ventanas verdes. También por los bancales de piedra que lo rodean, con los que los payeses salvan el desnivel de la montaña. Albergan diferentes cultivos, aunque el olivo es el más emblemático y el más rentable en los últimos tiempos: la elaboración de aceites ecológicos y de alta gama ha ganado peso en la isla.
El más famoso de Valldemosa es el aceite Moix. También la familia Entrecanales, una de las más ricas de España, se dedica a ello desde hace una década en la emblemática finca Son Moragues, situada en las montañas del norte que lindan con Deià, con 100 hectáreas de olivar, unos terrenos que habían pertenecido al archiduque Luis Salvador de Austria, todo un precursor del turismo en Baleares.
Aunque Valldemosa cause furor ahora en Instagram, no es de extrañar que mucho antes ya fuese tendencia entre los pintores. Artistas de todo el mundo se desplazaron allí para pasar temporadas. No pocos acabaron por quedarse a vivir, como el esloveno Bruno Zupan o el alemán Nils Burwitz.
En el pueblo está la Fundació Cultural Coll Bardolet, que gestiona el legado del pintor catalán. Si la mejor manera de llegar a Valldemosa es conducir sin apuros, para visitarla, deambular sin rumbo por sus calles y dejarse inspirar por sus pintorescos rincones, cargados de historia, es la fórmula más acertada.
Valldemosa albergó, por ejemplo el nacimiento en 1531 de la única santa de la isla, Catalina Thomàs, cuya casa natal se conserva en la parte baja del pueblo, muy cerca de la parroquia de Sant Bartomeu. Entre su patrimonio, también destaca el monasterio de Miramar, fundado en el siglo XIII por Ramon Llull y la primera de las numerosas propiedades que el archiduque Luis Salvador de Austria adquirió en la zona. En él solía recibir a personajes tan populares como la mismísima Sissi emperatriz, su prima.
El paseo puede culminar con una comida que te meta de lleno en la cocina típica mallorquina. Para ello, pocos sitios mejores que el restaurante-hostal 'Ca’n Marió', con más de un siglo de historia. Una de sus especialidades, el arròs brut, sucio literalmente por su color oscuro, resulta de lo más apetecible en otoño-invierno: es un arroz caldoso, potente y especiado, que se cocina a base de carne de caza y productos de la huerta.
Otros platos típicos que bordan son el tumbet, una especie de pisto, o las sopas mallorquinas, que son secas y recuerdan más bien a unas migas jugosísimas donde predominan las verduras. También la porcella o cochinillo y la fritada: chuletitas de cordero, calabacines, berenjenas, alcachofas y croquetas rebozadas. 'Can Pedro' también apuesta por este tipo de gastronomía. Aunque allí el muy mallorquín lomo con col convive con propuestas algo menos ortodoxas como los canelones de confit de pato y manzana.
Dentro de las últimas aperturas está 'Es taller', situado en un antiguo taller mecánico reformado del que se conserva el suelo de cemento. Desarrolla una cocina más viajada, con una carta con tapas creativas como el tajine de paletilla de cerdo con salsa de manzanas y chipotles o los calamares fritos con guindillas y wasabi.
Aunque la especialidad más típica de Valldemosa se presta mejor a una merienda. Se trata de la coca de patata, una delicia sencilla en sus ingredientes: patatas hervidas, harina, huevos, manteca de cerdo y azúcar. Para disfrutar de las más genuinas, los lugareños recomiendan la panadería 'Ca’n Molinas', toda una institución que lleva abierta desde 1920 y sigue cociendo sus cocas en un horno moruno que se mantiene desde entonces.
Las cocas se presentan en porciones individuales, a modo de briox, y pueden comprarse para llevar o consumirlas en su terraza. El plan clásico es llegar por la tarde y acompañar la coca de patata de un chocolate a la taza. 'Ca’n Molinas' ofrece otros dulces mallorquines no tan específicos de la localidad, como el gató de almendra o de avellana y los robiols, una especie de empanadillas dulces rellenas de requesón, cabello de ángel o crema.
Una primera visita a Valldemosa no puede dejar pasar su principal atractivo turístico: la Cartuja. Construida en origen como palacio real para aliviar los males de un asmático Sancho I, nieto del fundador de Mallorca Jaime I de Aragón, fue luego propiedad de los monjes cartujos.
Tras las desamortizaciones esclesiásticas de Mendizábal, en 1835, sus celdas comenzaron a alquilarse. En esa época estuvieron sus habitantes más famosos, Frédéric Chopin y la escritora George Sand. Un doble motivo llevó allí a la pareja: cumplir el ideal romántico de perderse en "alguna isla encantada" y mejorar la salud de Chopin, que seguramente sufría ya tuberculosis a sus 27 años. La experiencia, que tuvo sus claroscuros, quedó retratada en el libro de Sand Un invierno en Mallorca.
No importa que entre los muros de la Cartuja también hayan dormido personajes tan ilustres como Rubén Darío, Azorín o Jovellanos: el binomio Chopin y George Sand sigue siendo imbatible. Por algo, la Cartuja de Valldemosa premia desde hace décadas a sus visitantes con un concierto de piano de 15 minutos con piezas del compositor polaco, y acoge el Festival Chopin. Incluso existe una cátedra de música que lleva su nombre. En la actualidad, Jaime Carvajal y Urquijo, expresidente del Banco Urquijo y de Ford España, y amigo personal del rey emérito Juan Carlos, posee una de estas viviendas-celdas.
El pueblo destila un encanto del que es una pena prescindir en el caso de que se decida hacer noche. Está presente en el fabuloso 'Hotel Valldemossa' (Carretera Vieja s/n. Tel. 971 61 26 26) de cuatro estrellas, situado en dos casas de piedra del siglo XIX y con espectaculares vistas a la Sierra de Tramontana. Tiene piscina y un restaurante gourmet con una terraza desde donde se divisa la Cartuja.
Y este charme se mantiene en alojamientos más asequibles pero igualmente coquetos. Como 'Es Petit Hotel' de Valldemossa, situado en una antigua vivienda reformada. Se trata de un establecimiento familiar, con solo ocho habitaciones, donde es posible dormir desde 135 euros la habitación doble. O 'Ca’s Papa' (Jovellanos, 8. Tel. 971 61 28 08) con un cuidado interiorismo a cargo arquitecto Asensio Peña y la diseñadora Lluïsa Llull que hacen la estancia de lo más agradable.
Un segundo día puede aprovecharse para descubrir la naturaleza que envuelve el pueblo: hay numerosas rutas de senderismo aptas para todas las edades. Entre ellas, destaca por su belleza la que une el núcleo urbano con el puerto, a unos diez kilómetros. Pasa por delante de S'Estaca, conocida por ser la mansión donde Michael Douglas veraneaba con su primera mujer, Diandra. El camino serpentea y ofrece apabullantes vistas sobre el Mediterráneo, sin nada que envidiar a otros internacionalmente famosos como el Sendero de los Dioses de la costa amalfitana.
Una vez en el Puerto de Valldemosa puede recompensarse la caminata con una comida en el restaurante 'Es Port', (Ponent Port, 5. Tel. 971 61 61 94) donde predominan los pescados procedentes de la zona y de la Lonja de Palma y los arroces.
También existe una ruta que une los miradores del Archiduque (Luis Salvador de Austria, de nuevo). En principio son tres horas de marcha entre pinos torturados por el viento que se inclinan hacia el mar y acantilados. Pero lo más seguro es que se alargue, ya que lo suyo es ir haciendo pausas para hacer fotografías y admirar el paisaje. Una prueba más de que Valldemosa es compatible con todo, menos con las prisas.