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El universo ocre de los callejones de Albarracín recuerda por momentos al túnel de la luz de Petra. Sus rascacielos medievales de madera y barro ganan altura peligrosamente, y se inclinan hacia su vecino de enfrente hasta que sus cornisas prácticamente se rozan, dejándonos ver apenas una mínima línea de cielo. Fueron los peligros que acechaban en el valle los que impusieron esta forma de construir descabellada. Todo el que podía, aunque fuese a codazos y sobre un solar mínimo, levantaba su hogar en este promontorio de defensa impecable, y nacía así una de las aglomeraciones urbanas más atractivas del planeta.
El mil veces llamado “pueblo más bonito de España” se ubica en el corazón del cañón del río Guadalaviar, que no es otro que el río Turia, tan solo que la costumbre impone llamarlo así hasta que sus aguas llegan a la ciudad de Teruel. A su paso por Albarracín, esta garganta muestra sus paredes más feroces y espectaculares, pero a la vez, casi milagrosamente, también ofrece su llano más amplio para el cultivo. El pueblo vigila sus plantaciones desde un peculiar meandro, cuya forma se asemeja a la de la “bota” de la península itálica. Por él resulta francamente complicado no perder la orientación, especialmente cuando caminamos hechizados en busca de esos túneles de la luz arábigos.
“El problema del casco urbano es que es tan cerrado que solo tienes dos o tres puntos donde puedes ver con cierta amplitud la ciudad”, nos cuenta Ignacio Ginesta, guía y gestor de la Fundación Santa María de Albarracín, el pilar que soporta la conservación y explotación del grueso del patrimonio local. “Así que el castillo es el lugar desde el que mejor se entiende Albarracín”, añade. Desde la muralla de esta antigua alcazaba árabe del siglo X nos explica el desarrollo urbano de la ciudad, que comenzó en el extremo sureste del meandro, junto a la Torre de Doña Blanca y la iglesia que da nombre a su fundación, y se fue extendiendo hacia el norte, ya como ciudad cristiana, ganando nuevos perímetros amurallados.
“A los visitantes hay que advertirles de que, más que un castillo, vamos a visitar unas ruinas y un campo arqueológico”, dice con la clásica modestia turolense. Cuesta creer que alguien pueda salir de aquí decepcionado, aunque solo sea porque las panorámicas son de esas que se quedan grabadas a fuego en la retina. Es cierto que son escasos los vestigios del antiguo palacio o de su hammam, pero suficientes para evocar la época en que Albarracín fue la capital de una taifa, y su alcazaba una pequeña Alhambra en versión mesetaria, de cuyo subsuelo se han extraído piezas de enorme valor.
A los pies del castillo, el Museo de Albarracín hace justicia a ese pasado glorioso que había quedado enterrado y olvidado durante siglos de abandono del castillo, y que comenzó a aflorar con las excavaciones de las décadas de 1990 y 2000. Ocupa un sobrio y elegante edificio de finales del siglo XVIII que se construyó como hospital –y que conserva su ventilación y letrinas originales–, pero que al poco se volvió cárcel y almacén. En opinión de Ginesta, el museo probablemente alberga la colección más completa de arte musulmán del siglo XI hecho en España.
Su joya más célebre es la “cantimplora de Albarracín”, o sea, un esenciero de plata de mediados del siglo XI que el rey de la taifa regaló a su esposa Zahr, y que constituye el mejor resumen de la riqueza del emplazamiento. Lo curioso de su historia es que no se encontró en el castillo, sino bajo una piedra en un campo de labor, allá por 1964. También curiosa es la historia de la noria árabe del patio, que durante un milenio conservó intacta su figura, funcionando en un molino del Guadalaviar, aguas arriba, y cuya llegada al museo despertó el interés de grupos de estudios mesopotámicos.
Desde la torre norte del castillo se intuye bien el cañón del Guadalaviar, por el que discurre la carretera que une Albarracín con Gea de Albarracín. Recorriéndola, por su flanco izquierdo aparecen y desaparecen unas misteriosas galerías excavadas en roca con grandes vanos. Forman parte del llamado acueducto de Albarracín-Cella, una fascinante canalización de 25 km, a veces a cielo abierto y otras subterránea, diseñada para llevar las abundantes aguas del Guadalaviar, en la cuenca del Turia, hasta la localidad de Cella, ya en la cuenca del Ebro, salvando por lo tanto un importante escollo orográfico.
La leyenda del rey moro que no quería desposar a su hija se queda corta con respecto a la realidad, y es que el acueducto no es de época musulmana, sino mil años anterior, es decir, de época romana, un dato que no se pudo corroborar hasta la década de 1980. La confusión puede tener su origen en la leyenda, o quizá en el hecho de que estuvo en funcionamiento hasta poco antes de la reconquista cristiana de estas tierras, es decir, que habría permanecido activo entre el siglo I y el XII. Curiosamente, aparece referenciado en el Cantar del mío Cid, a propósito de una mención a “Celfa, la del canal”.
A pesar de que la canalización va desde Albarracín a Cella, hoy muchos la llaman el Acueducto Romano de Gea de Albarracín, ya que sus tramos más espectaculares se ubican en el término municipal de esta localidad, que por otra parte alberga un centro de interpretación sobre la construcción. Es una parada obligatoria para quienes quieran comprender la magnitud de la infraestructura, que queda muy bien explicada particularmente en un audiovisual que nos acerca a su fragmento más heroico y a la vez más inaccesible: el que se sumerge hasta 60 metros en la montaña para cambiar de una cuenca a otra.
De los 25 km que suma el acueducto, cuenta con un total con 9 km de galerías y casi cien pozos de ventilación. El trazado mantiene con una increíble precisión un desnivel de tres metros de altura por cada mil longitudinales. Su parte más pintoresca es, afortunadamente, la más accesible, o sea, la que se construyó entre Albarracín y Gea de Albarracín, con un retorcido trazado que recuerda al de un ferrocarril de vía estrecha. Aquí, los puntos calientes son la Galería de los Espejos y el Barranco de los Burros, donde podemos recorrer a pie parte de sus luminosas galerías. Estas cuentan con numerosos vanos que fueron diseñados para retirar escombros durante la obra y para posteriores tareas de mantenimiento, y que a día de hoy le infunden una deliciosa fotogenia.
Hay quien piensa que la belleza de Albarracín podría matar de éxito a la ciudad, particularmente a sus restaurantes, que tienen casi asegurado el llenazo cada fin de semana. Sin embargo, un tal Diego Doñate se ha enfundado el traje de superhéroe rural y se niega a permitir que eso suceda, al menos mientras perviva en su memoria el recuerdo de su tía Alizia, que durante su infancia le dio de comer religiosa y exquisitamente en la casa que hoy ha convertido en un restaurante de referencia de Albarracín: 'Alizia Casa de Comidas' (c/ Postigo, 6).
“Mi bisabuelo era veterinario. Ahí estaban las caballerizas, que calentaban la casa. Y él se iba con los caballos por la sierra a curar a los animales”. Ahora es el joven Doñate el que se va por la sierra y el llano, pero en busca de producto local. “Es un lío porque aunque hay muchísimo producto local de temporada y calidad, tienes que ir de pueblo en pueblo llamando a puertas y muchas veces pillas a la gente fuera”. Cuenta que no quiere arriesgarse con combinaciones extrañas y que solo aspira a “clavar esta combinación que ya la conoces”; sin embargo, nos sirve una sorprendente piperrada de bacalao con pera y corzo curado, y de postre un tocinillo de naranja con macis y helado de miel de Báguena.
No hay falsa modestia. Doñate está acostumbrado a trabajar en restaurantes de alta cocina y menú degustación, y para sus ojos lo que ahora hace es cocina para el pueblo. Se ríe de que su marketing son unos geranios colgados a la entrada. “Nos gusta ser un local al que entra gente que simplemente pasa por aquí. Y trabajamos como si estuviéramos en Valencia y el cliente tuviera montones de lugares donde elegir. Pero a mí lo que más me llena es que venga gente del pueblo, que podría quedarse en casa comiendo”. Junto a la discreción de monumentos como el acueducto, puede que la modestia sea la única actitud que el turolense se permite ejercer con exceso.