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Para muchos, Jan Morris es la mejor escritora del mundo de libros de viajes. Venecia o Trieste son una muestra, pero hay recopilaciones de su obra que harán felices a los amantes de la literatura trotamundos. Recorrió España en furgoneta con su esposa, Elizabeth Tuckniss y alguno de sus cinco hijos, durante los años 60, cuando aún era un hombre. Hay un libro, Conundrum (El Enigma, 1974) donde cuenta la experiencia de su cambio de sexo. Pero esa es otra historia.
De su Presencia de España dijo Gerald Brenan que es "tal vez el mejor libro de viajes nunca escrito" sobre nuestro país. Las poco más de 150 páginas que tiene (en edición de la editorial Turner) son una de esas joyas deliciosas, ante la que es imposible permanecer indiferente.
Con el libro en la mano y bien subrayadas las tres hojas que la británica dedica a Segovia, la llegada a la ciudad una tarde de domingo, al final del puente del 12 de octubre, multiplica el gozo del que va a contracorriente del resto de los visitantes. En fila, salen largas caravanas de coches que les devolverán a sus hogares, tan cabreados que a veces se olvidan de las bellezas que han pateado.
Hace fresco en Segovia y ha llovido durante el puente, pero al atardecer, la catedral, la plaza Mayor y el acueducto lucen tan limpios que invitan al primer paseo, aunque solo sea de reconocimiento. En la plaza de las Sirenas (que son esfinges), el corazón de la ciudad, el Torreón Lozoya anuncia la exposición de Eduardo Arroyo y se encoge el corazón de las visitantes recién bajadas del coche. La radio y los flashes informativos del móvil han anunciado todo el trayecto la muerte del pintor radical, bohemio del 68 y genio escandaloso hasta el fin de sus días. Toparse con un trocito de la obra de Arroyo es una de esas felices y melancólicas coincidencias que ya justifican el viaje.
Lloviznea a la salida de la exposición en el Torreón de los Lozoya y ha anochecido, momento ideal para buscar las sombras del misterio que, hace más de 50 años, engancharon a Jan Morris en su primer paseo por el lugar. "Era un noche húmeda, la luz de los faroles brillaba en las calles mojadas, topé con una plazuela al pie de la elevación donde se halla la catedral, llamada plaza de las Sirenas… Está construida al final de un tramo de escalones, algo así como L'Scala de Espagne en Roma…. A la izquierda está el encantador atrio románico de San Martín…".
Morris avanza solo entre la lluvia, hasta que en un rincón "cerca de la pared, advertí apenas dos bultos chatos y gordezuelos de piedra, agazapados en las tinieblas. Cuando me acerqué, advertí que se trataba de un par de extraños animales primitivos, con morro, cola y vientres solidos. ¿Cerdos? ¿leones? dioses? ¿o demonio?... Por si acaso me alejé de ellos con premura".
Víctima o no de la premura, los dos hermosos párrafos de esa noche solo tienen dos fallos: uno del autor y otro de la realidad actual. El del autor, que la catedral no está en lo alto de esas escaleras de San Martín, sino en una esquina de la desigual plaza Mayor; el de la realidad, que los bultos que el visitante se encuentra ahora por las noches en los maravillosos rincones de la plazuela de San Martín, por detrás de su atrio o frente a la estatua de Juan Bravo, suelen ser jóvenes liándose un cigarro o pobres comiéndose lo que han encontrado.
Pero esta plaza de las Sirenas –que debe su nombre a dos esfinges que con sus garras, defienden con arrobo al comunero Juan Bravo– es de las más bellas de Europa. No solo le recuerda a Jan Morris a la plaza de España de Roma, otros escritores amantes de Segovia, como Dionisio Ridruejo, la defendían como una de las comparables a la hermosura de las más bellas de Italia. Desde el atrio de San Martín –para muchos, la mejor de las increíbles iglesias que tiene la ciudad– hasta el torreón de los Lozoya o las casas de nobles al final de las escalinatas, el lugar merece una parada con sentada.
Después, uno puede retomar esa calle de Juan Bravo que baja desde la plaza Mayor hasta el ensueño que es el acueducto. Repleta de luces, de japoneses y coreanos fascinados con los escaparates de figuras de cochinillos y corderitos en cazuela de barro, con ristras de ajos colgando de los lados y fondo de manteles a cuadros rojos, provoca tal sonrisa que aleja a cualquier fantasma que tuviera intención de asomar, como la noche de Morris.
Y eso que Segovia tiene muchos fantasmas, incluidos los judíos errantes descendientes del dueño de La Casa del Judío, más conocida como la Casa de los Picos. Cuenta Morris al hablar de la expulsión de los judíos: "se dice que el palacio denominado Casa de los Picos, que es todo él tachonado de piedras talladas en forma de diamante, fue así recubierto, tras la expulsión, para borrar la memoria de su antiguo propietario judío".
La historia oficial relata que el actual palacio –hoy escuela de Diseño y Arte– fue construido al final del siglo XV –en 1492 se expulsa a los judíos– por la familia López de Ayala. Para hacer olvidar el nombre de su anterior propietario, un judío que era el verdugo de la ciudad (historia oficial), la tachonaron de picos. Otra versión mantiene que al estar en esquina con la desaparecida puerta de San Martín, los picos servían como defensa contra carros o viandantes. Los viajeros asiáticos que se hacen la foto a las puertas del palacio optan por la versión del judío.
Esos grupos de ojos rasgados tienen tres objetivos primordiales, los mismos que recetan algunas de las desganadas jóvenes de la oficina de Turismo en la plaza Mayor: la catedral, el acueducto y el Alcázar "que abre hasta las 8.30" repiten a cada interesado. "Y punto pelota" solo le falta añadir a la dama informante, que mira el reloj para escapar rápido a casa. Definitivamente, mucho mejor perderse con Jan Morris a la mañana siguiente. Con la imagen del acueducto en la noche, mejor apostar por la luz del día.
El reloj del móvil suena a las ocho de la mañana, cuando las primeras luces asoman por detrás de la mole que es El Alcázar y el ruido del río Eresma trae un canto débil. Nada hace pensar que sea un río, sino más bien un arroyo. O como le recuerda la británica, "pequeño y ralo".
La primera recomendación de Morris no se le olvidará nunca al visitante de Segovia, aunque no está incluida en las guías famosas. "Segovia es la mejor organizada de las ciudades. Es el sueño de un urbanista… Y para empezar a formarte una idea precisa, lo primero que has de hacer es subir al pequeño Calvario que se encuentra, solitario y sugestivo, sobre un altozano contiguo a la carretera de Ávila. La mejor hora es por la mañana temprano, pues entonces, cuando se eleva el sol sobre el horizonte iluminando con tonos rojizos toda la ciudad, esta pierde dos de sus tres dimensiones y semeja una maravillosa silueta recortada sobre el valle".
Poco más tarde de las nueve de una mañana de octubre, el sol logra colar entre las nubes sus primeros golpes de gloria y el efecto Morris tiene lugar desde El Calvario, 54 años después de que la británica –entonces era aún el británico James– lo viviera. El Alcázar y sus torres "estilo renano" y la catedral "último de los templos góticos españoles" se iluminan, y "en el extremo opuesto de esta fantasía, avanza sobre el declive el gran acueducto romano". Sí, es uno de esos momentos mágicos, que conmueven el alma y producen la subida de adrenalina propia de los descubrimientos, de los viajes, ya sea a 20 kilómetros o a 2.000. Los ojos de una británica nos han descubierto otro aura.
Desde el Calvario pasando por el cementerio judío que Jan Morris no visitó –aún no estaba en las rutas– y bajando por la Cuesta de los Hoyos, El Alcázar adquiere esa vista de cuento-palacio renano o de las orillas del Loira, que al personal le hace olvidar que no tiene más que algo más de un siglo, porque se incendió. Cruzando el Eresma y los huertos que hasta hace poco había al pie del río, se puede entrar atravesando la puerta de la muralla.
A Morris, El Alcázar le recuerda que fue aquí donde Isabel de Castilla, recién proclamada reina, "se vio asediada por una turba enfurecida, pero se adentró a caballo entre ella, con bravura tal –sola sobre su corcel– que la multitud se apartó acallada con su sola presencia". Pero sobre todo, desde El Calvario, El Alcázar "lo que recuerda es el flanco de un gran buque. Y desde luego Segovia parece navegar sobre el paisaje, como un magnífico clíper bajo el sol mañanero, con todo el aparejo, a todo trapo, en perfectas condiciones y al estilo de Bristol". Al llegar al final de la cuesta de los Hoyos, el clíper navega a tantos nudos como aquel amanecer de hace medio siglo.
"Avanza sobre el declive el gran acueducto romano de Segovia, tan fuerte y tan eterno desde la lejanía, que pudiera tratarse de un puntal que sostuviera todo el monte", escribe Jan Morris, al divisar los 2.000 años de historia que han aguantado embestidas de moros y cristianos, de reyes peleados por un trono, de rebaños de ovejas que recorrían la meseta en los tiempos de oro de la lana, la edad dorada de Segovia. Y siempre cumpliendo su misión, transportar agua.
Bajo los arcos centrales (300 metros) de la plaza del Azoguejo, acosado por los extranjeros que matan por su foto ante el monumento Patrimonio de la Humanidad, lo más fácil es escapar, buscar respuesta a esa pregunta de ¿dónde empiezan los primeros de estos 167 arcos? La subida hacia el Postigo del Consuelo, frente al barrio del Azoguejo (el de las escaleras y la muralla) devuelve la sensación de pasear por la vida diaria que se esconde tras los 120 pilares.
Arriba, donde empiezan los arcos y acaba el soterramiento del agua del arroyo de la Acebeda (Sierra de Guadarrama), los estudiantes gritan en sus colegios; las casas de persianas verdes castellanas y azules, decapados por la nieve y el viento, despiden el olor a puchero. Teresa Jiménez, la gitana madre de nueve hijos, es de Salamanca "pero mis niños son todos de aquí. Ya me faltan dos, y sí, llevo toda la vida aquí. ¿Con qué me lavo esta buena piel? Con agua y jabón, ná más hijas". Está esperando a una de sus chicas, a la puerta del convento de las Carmelitas. Unos pasos detrás, agachando el espinazo por los arcos más bajos del inicio, su hija –clavadita a la madre pero con 60 años menos– pregunta por la anciana.
Pero es Fernando Martorell Oliver, un mallorquín que tuvo el acierto de casarse con una segoviana, quien detalla la belleza y los usos domésticos del acueducto de los tiempos de Trajano y Adriano. "Estoy esperando a mi mujer, que está en clase. Me encanta esta ciudad. El acueducto creo recordar que tiene entre 20.000 y 23.000 piedras –no se equivoca mucho, 20.700 dicen los datos oficiales– y esta parte, la de los arcos bajos, nos mantiene en forma la espalda. Nos obliga a doblarnos cada día para cruzar", relata el improvisado guía, que durante unos cuantos años dio clases de inglés a Cándido, el mesonero mayor de Segovia. Las leyendas sobre el acueducto las conocen muchos de sus habitantes, orgullosos de este monstruo de solidez que en 1985 fue declarado patrimonio de la Humanidad, llevando a Segovia a ser la primera ciudad española en disfrutar de tal título.
Fuera de las murallas, dejando atrás el descomunal precipicio de El Alcázar, donde una nodriza se tiró al vacío tras habérsela caído el bebé según otra historia de Morris, se cruza el Eresma, hacía la iglesia de la Virgen de la Fuencisla, patrona de la ciudad y con militancia a sus espaldas, según la escritora británica.
Está mediada la tarde y una señora desgrana el rosario para otra pareja mayor, que responde con la monotonía de la letanía, hasta retroceder décadas y décadas en el tiempo. El párroco que pasa de los 70 ampliamente, señala con orgullo la Virgen de La Fuencisla, mientras se prepara para la misa de siete. "Es la patrona de nuestra ciudad". Y allí está, como cuenta Morris, "la que fue oficialmente nombrada mariscala de campo de las fuerzas nacionales en la Guerra Civil: aún hoy lleva el bastón de mariscal, y se dice que cuando Hitler se enteró de esto, juró que nada en el mundo le induciría a visitar España". Medio siglo después, la Virgen sigue cargando con el bastón de mariscal y solo una placa, recordando la visita de Juan Pablo II, parece haber incluido algo nuevo en la iglesia.
Muy cerca de La Fuencisla está la Iglesia de la Vera Cruz y el atardecer es buen momento para acercarse al lugar. Mientras se alargan las sombras de la tarde esta "singular iglesia era donde los caballeros templarios realizaban sus secretos rituales de caballería, velando las armas toda la noche, y con todo el misterioso esplendor del senescal, el gonfalón, y la acolada". La sugestión es tal que, en cualquier momento, de entre las sombras puede surgir el mismísimo prior de la perseguida orden, con su armadura cubierta por el manto con la cruz roja.
Para espantar los misterios tradicionales, nada mejor que recurrir a la tradición de la gula. Un cochinillo asado a la segoviana es de obligado cumplimiento, pero ¿dónde ir que no sean los conocidos y afamados lugares tradicionales? Varias almas caritativas de la ciudad, empezando por un guardia municipal que ruega que se vete la publicidad en demasía, porque el turismo encarece todo, recomiendan el 'Bar-Restaurante California'. Ante el arqueo de cejas escéptico "¿En un sitio que se llama California dan buen asado y menú del día?". Los paisanos insisten. Y el acierto es total.
El 'California' tiene solo diez mesas y Emiliano Muñoz, el cocinero, no tiene prisa por ampliar. Así le va bien. "La dueña es mi madre y llevamos 27 años aquí, pero en el bar de enfrente, estamos desde el 75. Mi padre trabajó durante diez años en el asador de Cándido y decidió establecerse por su cuenta. El nombre se debe a una cafetería que había en Madrid. En aquellos tiempos aquí también se llevaba lo de fuera. Había otros nombres, el Dakota, Brasil, Maracabo, Atenas…".
Sobre el delicioso cochinillo que "asamos todos los días" solo cabe destacar sus virtudes: crujiente, tierno, al punto de todo. Solo hay un fallo de los comensales, al preguntar por la tierna edad del bichito. A destacar además, las patatas fritas de verdad y el Ponche Segoviano de postre, a un precio todo que no supera los 60 euros. Hay menú del día, estupendo según todos los presentes, entre los que no hay ni un extranjero.
'Casa Villena' es el único lugar de Segovia que admite mascotas y tiene su aquel. Al pie del Eresma y de El Alcázar (a 200 metros del santuario de La Fuencisla y la Vera Cruz), son cuatro apartamentos agradables, con todo lo preciso para disfrutar de un par de días con tus bichos.
Cristina y Pilar se prestan a acoger al personal con una sonrisa, incluso en horas no precisamente correctas. Duque, ese perro de oreja tiesa y traviesa caída, se lo pasó pipa en la casa. Eso sí, conviene reservar con tiempo, porque hasta los apartamentos ya han llegado alemanes, ingleses y asiáticos.
Para las copas, y siguiendo la marcha de Cristina y ver de qué va la vida nocturna, la calle de los "bares", así conocida por los locales. 'El Tantra' para los jóvenes, el 'Mandala' para los casi treintañeros; pero todos acaban en 'El Sabat', que está en el paseo del Salón, porque es el que cierra más tarde.
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