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Después de ver terroríficas películas como la dirigida en 1977 por Wes Craven, nos cuesta realmente pensar que las colinas tengan ojos, pero lo cierto es que las rocas sí que hablan. Vaya si hablan y lo hacen especialmente alto y claro en el flysch, superposición de estratos rocosos a modo de suculento milhojas, cuya correcta interpretación permite reconstruir la historia geológica de nuestro planeta desde hace miles de años.
El de Bizkaia no es una excepción, los expertos en la materia ensalzan cada uno de sus pliegues, pero lo cierto es que la mayoría de las personas que disfrutan dicho entorno a diario carece de estudios de Geología. Se trata de individuos, muchas veces ajenos a la trascendencia de tal tesoro, que simplemente contemplan el bello marco como un escenario espléndido para la reflexión, el paseo en familia o en soledad, y la práctica de todo tipo de deportes.
Dicho atractivo llena a diario, especialmente en verano, el espectacular tramo de flysch vizcaíno que arranca en Getxo, un paseo de seis kilómetros de longitud que transcurre entre acantilados, calas, ensenadas e iconos arquitectónicos, históricos y culturales de la localidad hasta desembocar en las playas de la vecina Sopela. De hecho, el recorrido se extiende entre arenales, pues el punto de partida es la playa de Arrigunaga, a menos de un kilómetro del Puerto Viejo de Algorta y otro paseo de ensueño, el de las Grandes Villas de Getxo.
Los bañistas se tuestan allí al sol mientras, a un paso, vuelan cometas, los skaters ansían acrobacias sobre sus monopatines y los curiosos observan la policromía del paisaje, que funde el color dorado de la arena, el gris de la piedra y el verdín que cubre buena parte de las rocas, que quedan a la vista con marea baja a lo largo de sus 800 metros de longitud.
La bella estampa se aprecia con detalle desde lo alto del acantilado, junto al molino de Aixerrota, construido en 1737 para continuar moliendo grano pese a la sequía reinante en el Señorío de Vizcaya, aunque hoy es galería de arte y durante años albergó el restaurante ‘Cubita’. El improvisado observatorio brinda una privilegiada panorámica del arranque de nuestra excursión, que cuenta como telón de fondo con la Bahía de El Abra, su terminal de cruceros, el monte Serantes y el verdor actual de la antigua zona minera ubicada en la margen izquierda del Nervión.
Junto al entrañable molino de viento sólo queda emprender el paseo de Aixerrota, un pasillo flanqueado por plátanos de sombra donde pronto te topas con la escultura El libro de la memoria, erigida en 2011 por Mikel Lertxundi en hierro, piedra y madera a un paso del cementerio municipal, como homenaje a las víctimas de la Guerra Civil, de anteriores contiendas civiles y del franquismo en Getxo.
La vía transcurre junto a las campas donde decenas de miles de personas celebran cada 25 de julio, desde 1956, un popular Concurso de Paellas, enlaza seguido con el Paseo de Punta Galea y conduce a una construcción militar del siglo XVIII que en su día hizo funciones de faro y facilitó el avistamiento de ballenas; el viejo Fuerte de La Galea languidece hoy invadido por la vegetación, aunque sobresale la silueta de su torre de vigilancia y en su interior ya no manda el ruido de los cañones disparados para disuadir a los corsarios británicos, sino el aroma de las higueras.
Bien cerca se encuentra la base de Salvamento Marítimo, con una enorme torre rojiblanca, y, por fin, un espacio donde tomar asiento, un ejemplar mirador con su hilera de bancos de madera. Frente al observador, el Superpuerto de Bilbao, el ir y venir de grandes buques mercantes vinculados a su actividad, la imponencia de cinco aerogeneradores de 120 metros de altura plantados sobre el agua -el de Punta Lucero fue el primer parque eólico marino instalado en España-, el lejano perfil de la costa de Cantabria y el esplendor del mar abierto donde es posible practicar un buen número de deportes acuáticos.
Allí abajo, según el día y la hora, circulan veleros en plácidas travesías que permiten observar con detalle al pliegue sinclinal de Punta Galea, originado gracias al mismo choque de dos placas tectónicas (la euroasiática y la ibérica) que dio lugar a grandes alineaciones montañosas como los Pirineos y la cordillera del Himalaya. También surcan a toda velocidad ese pedazo de Cantábrico motos de agua y acróbatas del jetboard, no muy lejos de los buzos que se animan a practicar submarinismo y pesca submarina junto a las rocas o en la plataforma horizontal del propio flysch.
La tranquilidad distingue, en cambio, a los practicantes de paddle surf, y capítulo aparte merece Punta Galea Challenge, la competición de surf sobre olas grandes más longeva de Europa -arrancó en 2006-, que cuenta con su particular Tribuna Principal en este mirador y en la rampa de tierra que desciende hasta un antiguo espigón abandonado, una bajada -mínimamente arriesgada- que muchos submarinistas hacen ayudados por unas cuerdas fijadas al terreno. Claro que mucha más valentía se precisa para intentar cabalgar sin descalabrarse una ola de seis metros de altura, como hacen aquí los héroes del neopreno.
Las posibilidades son enormes para quien busque acción y, mientras, el paseante puede continuar su ruta dejando a la derecha el faro de Punta Galea, inaugurado en 1950. Pronto se alcanza, al fin, el Paseo de La Galea, que en sus primeros días lucía un empedrado amarillo que le hizo merecedor, por parte de los más ocurrentes del lugar de comparaciones con el camino de baldosas amarillas que conducía a Ciudad Esperanza en El mago de Oz. Pero aquí, junto a los 18 hoyos de la Real Sociedad de Golf de Neguri, no habitan leones cobardes, espantapájaros sin cerebro ni hombres de hojalata sin corazón, sino anfibios como el sapo corredor y reptiles como el eslizón tridáctilo.
Desde el aire te observan tarabillas comunes, buitrones, cernícalos y halcones peregrinos, y hay que recorrer senderos y sortear tramos protegidos de brezal costero -donde el brezo convive con árgoma, verbena, agrimonia, achicoria, llantén…- para alcanzar las empinadas bajadas a calas sumamente singulares como Tunelboka (Tuneboca). Lo que hace único a este rincón salvaje, ejemplo de beach rock, es su propia composición, producto de la devolución del mar a tierra de desechos, escombros y más sedimentos de origen industrial.
Estos fueron vertidos durante décadas por empresas como Altos Hornos de Vizcaya -se dice que durante el siglo XX la siderometalúrgica arrojó al mar cerca de 25 millones de toneladas de escorias de fundición-, y parte del material procede también de iniciativas como el dragado de la ría de Bilbao y las obras de apertura del canal de Deusto.
Ése es el origen de su impactante arena negruzca y magnética, y el de formaciones rocosas que incorporan fragmentos macroscópicos de escorias de la industria metalúrgica, ladrillos de fundición, hojalata, plástico y vidrio, elementos que los expertos llaman tecnofósiles. Unas rocas sedimentarias que justifican sacar a colación el antropoceno, una nueva época -arrancó a mediados del siglo XX y llega a nuestros días- caracterizada, según la RAE, por la modificación global y sincrónica de los sistemas naturales por la acción humana.
Toda una experiencia única bañarse o tomar el sol en un escenario petrificado así, donde puedes encontrar fósiles de forma redondeada y aplastada que reciben el nombre de nummulites (nummus en latín significa moneda), organismos unicelulares que fueron arrastrados por corrientes marinas desde la plataforma continental.
Otra playa que ha sufrido un proceso de cementación es Gorrondatxe, un arenal de 844 metros de longitud también conocido como Azkorri, igualmente rodeado de acantilados, atravesado por dunas, dotado de zona nudista y con la icónica imagen de un pequeño búnker batido por las olas en uno de sus extremos. Aunque los usuarios prefieren presumir del clavo de oro encajado entre sus paredes rocosas, pues señala la localización del estratotipo de la base del Pico Luteciense, su importancia como lugar de interés geológico y su condición de referencia mundial para estudiar una etapa de la historia de la tierra que nos retrotrae en el tiempo hasta hace 47,8-40,4 millones de años, cuando el espacio que hoy ocupa Getxo se ubicada bajo el mar a 1.500 metros de profundidad. En todo el mundo sólo hay 75 estratotipos y tres de ellos se encuentran en Euskadi: dos en la playa de Itzurun (Zumaia) y el tercero aquí, en Gorrondatxe.
Advertir que la agradable bajada a la playa se torna exigente pendiente a la hora del regreso al camino de Oz o al aparcamiento adyacente, pero siempre se puede retomar fuerzas en ‘Fangaloka Style’, cuya terraza ha sido distinguida con un Solete este mismo verano.
Queda ya una nueva rampa bien empinada, pero poca distancia hasta el final del recorrido, que frecuentemente se afronta cediendo el paso a ciclistas y runners. Todos convenientemente vestidos -aunque la playa conocida como Barinatxe o La Salvaje, a un paso, acoge desde 1999 una carrera nudista anual- y dejando a la izquierda, asomado al mar, un búnker de mayor tamaño encajado en el terreno. Los más curiosos pueden introducirse en esta reliquia defensiva, antaño amenazante y hoy rodeada de vegetación y cubierta completamente de coloridos grafitis, tanto la fachada como el interior.
El tejado lo ven especialmente bien cuantos se atreven a lanzarse en parapente desde allí mismo, una posibilidad ofrecida por distintas empresas para disfrutar vistas privilegiadas sobre la costa vizcaína, en general, y sobre las playas de Sopela (Sopela, Arrietara, Atxabiribil…), en particular. Éstas son desde hace décadas objeto de peregrinación para los aficionados al surf, que cuentan allí con ejemplos de beach break, point break y más tipos de olas de calidad, que han permitido acoger pruebas de campeonatos mundiales de surf y bodyboard.
¿Fin del trayecto? Si acaso, de la primera parte, pues el cartel de Continuará está aquí más que justificado al tratarse únicamente del arranque del espectacular flysch vizcaíno. El fenómeno geológico se sigue observando en dirección a Gipuzkoa, en los 41 kilómetros de costa que separan Getxo y Bakio, con especial intensidad en localidades como Barrika -donde promocionan el fenómeno como La catedral de los pliegues- y Armintza -que presume de contar un flysch negro-. No olvides calzado cómodo, bañador, tabla de surf, bicicleta o pastillas para el mareo, pues ya sabes que las posibilidades y las emociones son aquí muchísimas.
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