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Los más de 24.000 metros cuadrados de superficie peatonal que tiene la plaza de Pilar, la convierten en la más amplia de la Unión Europea. O sea, que no basta con un simple vistazo para apreciarla en toda su magnitud. ¿O sí? En realidad, sí que es posible contemplarla de un golpe subiendo hasta una de las torres de la basílica. En concreto a la que homenajea a San Francisco de Borja y que dispone de un mirador a 80 metros sobre el suelo.
Quienes sufran de vértigo, que se abstengan, pero todo aquel que no tema las alturas no se lo puede perder. A sus pies se extienden las curvas de las cúpulas y cupulines que cubren la Basílica del Pilar, algunas de ellas decoradas con frescos de un joven Goya. Y, por supuesto, se otea la plaza, cercada en los extremos por la Catedral del Salvador y el perfil inclinado del campanario de San Juan de los Panetes. Es el gran salón urbano donde estuvo el foro romano y que aún hoy es lugar de encuentro para maños y forasteros.
La Basílica del Pilar es el gran emblema, pero, desde el punto de vista de la singularidad, destaca el Palacio de la Alegría. Que nadie lo busque así en las guías de viajes porque no le aparecerá con tal denominación. Hablamos del Castillo de la Aljafería, cuya belleza en patios, fuentes y jardines le hizo ganarse el sobrenombre de Palacio de la Alegría cuando Zaragoza se conocía como Saraqusta y la gobernaban emires musulmanes.
¿Sabías que la ópera Il Trovatore, de Verdi, se inspira en la leyenda de la Torre del Trovador de la Aljafería? Tal torreón es lo más antiguo del conjunto, que ya cuenta una larga historia de 1.000 años. Un milenio da para mucho. Pasó de sensual palacio musulmán a protocolaria residencia de los Reyes Católicos. Después se amuralló por orden de Felipe II y acabó como cuartel en la cruenta Guerra de la Independencia hasta acoger las actuales Cortes de Aragón y ser un hito imprescindible que ver en Zaragoza.
La razón de existir de esta ciudad es su río. El Ebro provocó el asentamiento de los romanos, quienes, intuyendo el potencial de la colonia, la bautizaron con el nombre feminizado de su emperador: Caesar Augusta. Y no tardaron mucho en hacer un puerto fluvial para conectarla con todo el imperio. De aquello solo queda un pequeño museo, ya que el Ebro hace siglos que dejó de ser navegable. Eso supuso que Zaragoza le diera las espaldas a su gran arteria vital y sus orillas cayeran en el abandono.
Por fortuna esa tendencia cambió con la Expo 2008. Entonces se transformaron las riberas en un atractivo paseo junto a las aguas para pasar bajo puentes tan antiguos como el de Piedra u otros recientes como el Pabellón Puente, que proyectó la iraquí Zaha Hadid como legado de aquella exposición internacional. Lamentablemente, hoy esa joya de la arquitectura actual está cerrada, lo cual no impide que recorrer a pie o en bici las riberas del Ebro sea una de las cosas que hacer en Zaragoza.
La oferta museística es muy amplia. Los hay arqueológicos, textiles, científicos, cerámicos y hasta dedicados a los bomberos o al arte del origami. ¡Difícil elegir! Pero, siendo amante de lo contemporáneo, hay dos citas inexcusables. Una: el Museo Pablo Gargallo. Es un soplo cubista en el palacio barroco de los Condes de Argillo. En su patio y salas se descubre la figura de este escultor que compartió aventuras creativas con Picasso, Greta Garbo o Kiki de Montparnasse. Por cierto a todos ellos los retrató y sus efigies se muestran aquí.
El segundo museo recomendable es el IAACC Pablo Serrano. El Instituto Aragonés de Arte y Cultura Contemporáneos tiene como protagonista la obra de este otro escultor de vanguardia. No obstante, el centro ha sido objeto de una profunda remodelación arquitectónica y hoy en día ofrece un variado programa de exposiciones, eventos y conciertos. E incluso acoge el ‘Restaurante Quema’ con su brillante Sol Guía Repsol.
Ir y venir del pasado al presente es una constante por las calles mañas. Por eso retornamos a los orígenes para asistir a una representación de la historia en las ruinas del Teatro Romano. En el casco antiguo abundan las muestras de esa época. Ya hemos hablado de los vestigios del foro o del puerto fluvial, pero también se descubre dónde estuvieron las termas, las murallas o hay numerosas esculturas y mosaicos expuestos en el Museo de Zaragoza.
Sin embargo, el legado más monumental son los restos de teatro. En su graderío cabrían hasta 6.000 espectadores. Siempre dispuestos en orden estricto, con los más pudientes acomodados cerca del escenario y el resto alejándose según su estatus social. Si bien, todos los vecinos de Caesar Augusta entraban gratis a su teatro, símbolo de prosperidad de la urbe. Pero con el tiempo lo enterró la historia y se le perdió la pista durante centurias. Aunque, curiosamente, a fines del siglo XVIII, el actual Teatro Principal se levantó vecino al yacimiento.
A un paso de ahí aguardan las callejas más renombradas de la ciudad: el Tubo. Espacio predilecto desde hace décadas para restaurantes, tabernas, taperío y hasta cabarés. Todos esos establecimientos se han adaptado a los gustos de cada época y, hoy en día, tascas y bares como ‘Bodegas Almau’, ‘El Hormiguero Azul’, ‘La Miguería’ o ‘El Méli del Tubo’ representan a la perfección la idea de calidad y desenfado que significa lucir un Solete Guía Repsol.
Más allá de lo gastronómico, el Tubo ofrece su ración de patrimonio. Dentro de algunos inmuebles hay sorpresas como techumbres mudéjares o patios góticos. Por no hablar del Pasaje de los Giles, abierto en el siglo XIX. Una época en la que estas manzanas cubiertas fueron habituales, como también se observa en el Pasaje del Comercio y la Industria, más conocido por el Ciclón. Un espacio que trata de recuperar esplendor gracias a negocios como el ‘Café Botánico’, cuyo ambiente vintage cuadra a la perfección con su entorno arquitectónico.
Otra área en constante recuperación es el histórico barrio de la Magdalena. Tan histórico como que aquí se fundó la Universidad de Zaragoza o que la iglesia mudéjar de la Magdalena se originó a partir del primer templo cristiano construido por Alfonso I el Batallador tras la reconquista de la ciudad en el siglo XII. Pero si importante es el pasado, seguramente lo sea más su presente.
A quiénes conocieron años atrás la barriada, les sorprenderá que la Magdalena sea uno de los sitios recomendables en Zaragoza. Porque, no hace mucho, su estado y ambiente dejaba bastante que desear. Pero se emprendió una recuperación vecinal que lo ha convertido en un barrio de lo más alternativo donde artistas, artesanos, diseñadores y emprendedores abren negocios que aportan vitalidad a la zona, de día y de noche.
Las viejas crónicas y relatos viajeros cuentan que Zaragoza rebosaba riqueza. Tanta que los estudiosos han documentado la presencia de unos 200 palacios construidos entre los siglos XVI y XVII. Ni que decir tiene que no todos han superado las pruebas del tiempo para llegar a nuestros días. Aún así, cualquier paseo por el casco viejo evidencia la cantidad y calidad de estas edificaciones señoriales.
Y no solo se ven por el núcleo antiguo. En la zona más moderna se guarda el Patio de la Infanta. Solo se ve el patio. ¿Por qué? Porque el palacio renacentista del que formó parte se derruyó a inicios del siglo XX. Pero, antes, el patio se desmontó pieza a pieza y lo adquirió un anticuario para llevarlo a París. Ahí permaneció años, hasta que Ibercaja lo compró y levantó en sus oficinas centrales, protagonizando hoy un dinámico espacio cultural.
El Parque Grande ya no es el más amplio, ni siquiera el más antiguo. Pero son innegables sus encantos. Algo que se nota desde la entrada principal a través del Puente de los Cantautores, rebautizado así hace poco, al mismo tiempo que toda la zona verde pasó a llamarse de forma oficial Parque José Antonio Labordeta. Más allá de su nombre, su tamaño o su antigüedad, perderse por aquí es muy recomendable.
Las razones son varias. Caminar por su jardín botánico o entre una rosaleda con flores de medio mundo; esperar que haya alguna actuación en el quiosco de música de estilo modernista; descubrir entre los parterres las esculturas que evocan a personajes tan variopintos como Rubén Darío, Paco Martínez Soria o el mismísimo dios Neptuno; acudir a los muchos eventos que se programan (Feria del Libro, Festival ZGZ Florece…), o sencillamente pasar un rato familiar a base de bocata y paseo en bici de alquiler.
Tras tanto trajín de aquí para allá se necesita recuperar fuerzas junto a una barra o en la mesa de un buen restaurante. Ya hemos avanzado algunos de los establecimientos más interesantes que han salido a nuestro paso, pero la lista podría ser más amplia. Heladerías, pastelerías, tascas, tabernas o lugares para un picoteo rápido abundan, y muchos muestran orgullosos sus Soletes Guía Repsol a la entrada.
Al igual que presumen los diversos restaurantes de Zaragoza que atesoran un Sol Guía Repsol. Además del mencionado ‘Quema’, aquí va el resto de establecimientos merecedores de esta categoría en 2022: ‘Gamberro’, ‘Absinthium’, ‘El Chalet’, ‘Gente Rara’, ‘La Prensa’, ‘La Senda’ o ‘Novodabo’. A los que se suma ‘Cancook’, que en la última edición ha conseguido el segundo Sol. En definitiva, una amplia lista de aventuras gastronómicas por toda la ciudad, tanto en el centro como en los barrios a un lado y otro del Ebro.
De idéntico modo que hay sorpresas culinarias por todo el callejero zaragozano, ocurre lo mismo con sus tesoros históricos, en los que no falta cierto tono de leyenda. Ese es el caso de dos singulares construcciones: Casa Solans, en el Arrabal, y el Palacio de Larrinaga, en el barrio de Montemolín. Ambas de comienzos del siglo XX, en plena efervescencia modernista, cuando triunfaban las formas y los materiales más eclécticos.
Además de eso, ambas tienen su toque trágico. Pese a que fueron caprichos de dos hombres poderosos que no repararon en gastos para su construcción, ni el empresario harinero Juan Solans ni el naviero Miguel Larrinaga disfrutaron de estas elegantes residencias. A Solans le sorprendió una muerte temprana antes de culminar la casa, mientras que Larrinaga enviudó y decidió que no tenía sentido vivir aquí sin su esposa. Tristes finales para los impulsores de estas dos pequeñas grandes joyas arquitectónicas, tan desconocidas como valiosas
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