Establecimientos gastrónomicos más buscados
Lugares de interés más visitados
Lo sentimos, no hay resultados para tu búsqueda. ¡Prueba otra vez!
Añadir evento al calendario
Se dice pronto, pero el tesoro que tres décadas atrás se descubrió en las aguas de Mazarrón yació olvidado en el fondo del mar durante 2.600 años. Un barco de la época de los fenicios -años más tarde un buceador encontraría una segunda nave- que dejaba adivinar remotas historias de navegantes y comerciantes, cuando el mundo era aún un mapa en blanco que se iría dibujando al calor del trueque.
Ambas embarcaciones, datadas en torno al siglo VII antes de Cristo, no sólo son las más antiguas halladas en el Mediterráneo, sino también un testimonio magnífico de que este popular municipio de Murcia, asentado allí donde el mar confluye con las montañas y la huerta, ha sido un foco de atracción ya desde la Antigüedad.
Mazarrón es la prueba irrefutable de que esta comunidad, asediada por los complejos urbanísticos y los campos de golf, demasiado estigmatizada por su calor extremo y sus paisajes desérticos, esconde joyas donde la naturaleza permite encontrar resquicios de soledad y la cultura ha escrito interesantes episodios. Su encanto, más allá de una esencia marinera que se filtra por todos sus poros, le viene no tanto por tratar de resistirse a la golosa edificación costera como por ofrecer mucho más que turismo de sol y playa.
Volvamos a la historia; a las distintas civilizaciones que han ido dejando sus vestigios en esta localidad. Porque si de los fenicios tenemos los barcos -existe un Centro de Interpretación con reproducciones, fotos, proyecciones audiovisuales, maquetas y paneles informativos-, de los romanos ha quedado una valiosa fábrica de salazón, descubierta a mediados de los años 70 junto al muelle pesquero. Era el lugar donde se elaboraba el garum, una salsa de pescado que servía para potenciar el sabor y que era muy codiciada en tiempos del Imperio. Hoy es el Museo Arqueológico-Factoría Romana de Salazones, declarado Bien de Interés Cultural.
Antes incluso de estos pobladores hay constancia de otros asentamientos prehistóricos, como queda patente en el yacimiento Cabezo del Plomo, en las estribaciones de la Sierra de las Moreras. Y después, claro, llegó el esplendor medieval y los monumentos vinculados a los siglos XV y XVI como el Castillo de los Vélez o la Iglesia de San Andrés. Quienes estén atentos a estos detalles descubrirán que pasear hoy por Mazarrón es hacerlo por un patrimonio arqueológico que permite efectuar saltos en el tiempo. Así hasta llegar al actual, al de los paseos concurridos, las animadas terrazas y el ambiente playero. Al que convierte a este soleado municipio en un refugio vacacional que en verano triplica sus habitantes.
Hay para ello una razón poderosa: las magníficas playas que se extienden a lo largo de 35 kilómetros de litoral, muchas de las cuales han sido condecoradas con la Bandera Azul o la Q de Calidad. Las hay para todos los gustos: desde las más urbanas, como Playa de Bahía o Playa del Regüete, equipadas con todo tipo de servicios; hasta las más recónditas, como Cala Bahía o Cala Desnuda, que gozan de un bonito entorno.
Y para quienes no tengan problema en coger el coche y avanzar entre ramblas desérticas e infinitos campos de plástico, el paraíso aguarda a apenas unas decenas de kilómetros en dos deslumbrantes enclaves: el Parque Natural de Calnegre, posiblemente el tramo de costa más virgen de toda la región, y el Paisaje Protegido de Cuatro Calas, ya en la localidad de Águilas, muy cerca de la frontera de Almería.
Sin embargo, el más afortunado hallazgo lo constituye la Playa de Bolnuevo, asentada al pie de la Sierra de las Moreras y agraciada no solo con un escenario salvaje, sino también con una peculiar orografía que los más entusiastas identificarán con una suerte de Capadocia murciana. Es aquí donde encontramos el maravilloso enclave de las Gredas de Bolnuevo, también llamado Ciudad Encantada, donde la erosión constante del viento y el agua ha conseguido tallar caprichosas figuras en la roca arenisca. Un impactante paisaje estriado y amarillento que, por su belleza peculiar y su interés científico, ha sido designado Monumento de Interés Natural.
Las Gredas, a las que unos atribuyen un carácter lunar y otros tantos una estética marciana, es una de las grandes sorpresas de este territorio, como también lo es su capacidad para ofrecer un espectáculo de la naturaleza que a menudo asociamos a parajes remotos: el de contemplar delfines y ballenas a no muchos metros de la costa.
Sí, las aguas cálidas que acarician la bahía de Mazarrón, entre el Cabo Cope y el Cabo Tiñoso, albergan durante todo el año hasta cinco especies de delfines (común, mular, listado, calderón gris y calderón común) y en los meses de mayo y junio reciben además la visita de otros dos grandes cetáceos: los rorcuales y los cachalotes, que acuden a esta franja costera para dar a luz en aguas calentitas. Navegar por este litoral acompañados de tan hermosas especies es todo un privilegio al que tan solo se puede asistir en muy pocos lugares de Europa. Compañías como Cetáceos y Navegación y Rutas de Tierra y Mar ofrecen esta excursión con travesías de unas cinco horas que zarpan del mismo puerto.
En estos meses estivales, la emoción de avistar a los delfines está casi garantizada. Saltos, piruetas y resoplidos componen su despliegue acrobático para después sumergirse armoniosamente en el azul y volver a asomar en actitud juguetona. Más difícil, sin embargo, es cruzarse con las gigantescas ballenas, que pueden medir hasta 18 metros.
Será cuestión de suerte, aunque, en cualquier caso, la navegación habrá merecido la pena. Después, siempre quedará el placer de sentarse en una terraza con vistas al puerto de Mazarrón y disfrutar de los deliciosos bocados típicos de estas latitudes: el zarangollo (revuelto de patatas, huevo, cebolla y calabacín), los michirones (guiso de habas secas con chorizo y panceta) y la marinera, que es la tapa murciana por excelencia: un pegote de ensaladilla rusa sobre un colín o rosquilla crujiente, todo ello coronado por una anchoa.
Tampoco hay que olvidar la imprescindible ensalada de la huerta y las deliciosas cañaíllas o caracolas de mar, de las que, por cierto, los fenicios -y más tarde también los romanos- extraían un pigmento para teñir de color púrpura las túnicas de los mandamases.