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Entre las conocidas playas de Comilla o de Cóbreces, el mirador de La Corneja, con la ermita del Remedio unos metros más arriba, es una alternativa al saturado Rayo Verde. Tiene una ventaja, y es que aún se puede visitar con cierta comodidad, a diferencia de lo que sucede en los últimos tiempos con algunos puntos de la costa cantábrica. Las vacas, el olor a estiércol y la lluvia no disuaden ahora a quienes huyen de los calores del sur de la península.
En La Corneja, desde que llega el verano, los dueños de ‘Sol y Sal’, el food truck que tiene permiso para acompañar a las pandillas que disfrutan de la puesta de sol, extiende sus pacas de paja y encienden sus bombillas de verbena. El lugar es punto de encuentro no solo de la muchachada del territorio, también los mayores tiran de sus sillas de playa y de un sándwich con cerveza, dispuestos a esperar a esa hora divina, entre las ocho y las diez de la tarde, primavera-verano, donde todo sueño está cerca de hacerse real. Al menos durante un ratito.
Si además tienes la ventaja de acudir a La Corneja a finales de agosto y primeros de septiembre, cuando las mareas vivas ya han hecho su aparición y la luna azul -la superluna de fin de agosto fue todo un espectáculo- ha dejado un rastro encantado que anima al personal a asomarse a la costa, la bandeja con tardes inolvidables está servida. Siempre y cuando la lluvia lo consienta.
Para quienes no saben aún en qué consisten las mareas vivas, de septiembre y marzo, son las que coinciden con los equinoccios de primavera y otoño y se alían con la luna. Los profesores explican que son los momentos del año en el que los días tienen la misma duración que las noches. A veces coincide con que el sol, la luna y la tierra se alinean sobre el Ecuador, impulsando la atracción gravitatoria a su máximo nivel. Cada lunación dura aproximadamente cuatro semanas (29,53 días) y en ese periodo de tiempo las mareas vivas se dan en dos semanas y las mareas muertas en otras dos semanas. El ciclo comienza con la luna nueva, sigue con la luna creciente, llega a la luna llena y comienza a decrecer con la luna menguante hasta que desaparece, y así cíclicamente sin parar.
Hasta ahí, el manual. En la práctica esto se traduce en que durante la marea alta hay playas que desaparecen, mientras que, en marea baja, se hacen infinitas. El mar se retira hasta muy adentro y la sensación de pisar playa ignota es una pasada. Los amantes del surf deben de tener claro que las mareas vivas, con menos playa y más alta, no significa que vaya a haber olas más grandes.
Y para los amantes de colocar la toalla al mismo borde el mar, el riesgo es que entre en la arena y observe con cara de superioridad a todos los que se mantienen en un lugar muy alejado del agua. Más avispado que nadie, decide dejar su toalla y demás enseres al borde mismo de la ola. Ocurre a menudo que para sorpresa de estos papardos y fodechinchos -nombre que atribuyen los locales a quienes suben de los Picos de Europa para abajo con actitud prepotente- cuando asoman la cabeza entre ola y ola suelen encontrarse con que su toalla o sus zapatillas nadan mejor que él, al ritmo de las olas que se los han tragado en minutos.
El mirador de La Corneja tiene un banco de tronco de árbol colocado estratégicamente, donde se puede disfrutar de la cerveza de ‘Sol y Sal’ (a cuatro euros) mientras se produce el milagro de la entrada del sol en el mar. Sin rayo verde, hay que saber que este presunto fenómeno se ve rara vez en la vida de quien no vive en esas latitudes habitualmente. El food truck es desmontado por la noche, pero las fiestas y las charlas de luna creciente o luna llena son habituales en julio y agosto.
Una recomendación: no importa que haya alguna nube en el atardecer. Al contrario, como en nuestro caso es preferible que haya cirrus, porque su aspecto delicado y sedoso matiza los rayos de sol de formas diferentes y la riqueza de las tonalidades es asombrosa. Eso nos ha sucedido esta vez en La Corneja.
Para quienes quieren hacer tiempo mientras se pone el sol, subir unos metros más hasta la ermita del Remedio merece la pena. Por el paisaje, sobre todo. La ermita es del siglo XIX, nada especialmente extraordinario, pero sí agradable su entorno.
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