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En el primer balcón con el que se tropieza el visitante en el Mirador de La Peña, dan ganas de ponerse de rodillas para alabar la imagen del Valle del Golfo, que se extiende antes los ojos totalmente ignorante de su belleza. Uno llega ansioso de asomarse, porque en el coche ya se percibe la subida, y espera que se cumpla la promesa del esfuerzo que ha supuesto la búsqueda del lugar. Cuando, por fin, se aprecia bajo los pies el acantilado dentado y la extensión llana a los pies de las enormes montañas prácticamente de paredes verticales, a veces con un sombrero de nubes, la postal deja sin aliento.
César Manrique debió sentirlo así la primera vez que lo vio e imaginó una red de pasillos y balcones, con bancos aquí y allá, en el mismísimo borde del precipicio para contemplar esta parte de la isla que abarca lo que se conoce como la costa de El Golfo. A lo lejos, aparecen las plantaciones de plataneras protegidas por sus telas aparentando sencillas cajas blancas que salpican la llanura de Frontera. Un poco más a la derecha, el mar se choca rabioso contra una pared volcánica que se extiende negra e irregular sacando punta en algunas zonas, como esa de Puntagrande, una península rocosa sobre la que se construyó el hotel más pequeño del mundo; siguiendo la línea hasta donde alcanza la mirada, justo debajo de nosotros, los Roques de Salmor sorprenden tan minúsculos desde las alturas con lo impresionantes que son desde abajo.
Es difícil no parecer pequeño desde una altura de casi 650 metros y teniendo, al lado contrario de la panorámica, unas imponentes montañas que se elevan protegiendo el valle como si las hubieran cortado con este fin. En este día, además, las nubes se han colado en la postal como si quisieran desdibujar su cima para hacernos creer que son infinitas.
Sin olvidarse de las vistas, el edificio concebido por el lanzaroteño va más allá de esos balcones que permiten alimentar el espíritu con tanta hermosura. Un restaurante con su pared frontal acristalada incita a comer desde las alturas, con la sensación de estar flotando sobre lo alto del valle. Dispone a su vez de una terraza, para esos días en los que el viento lo permite y se prefiere respirar el olor a volcán y vegetación autóctona que engalana los jardines del complejo.
A la hora de comer, se aconseja ir sobre seguro y degustar, no solo con la vista, otros encantos de la isla, como sus sabores. El Hierro sabe a queso, a pescado, a gofio y a frutas tropicales; sabe a cordero y a berros. Pues que sea una de gofio con queso y variación de mojos; un plato de viejas al gusto; y una caldereta de cordero lechal herreño. Entre plato y plato, un ratito para agradecerle a Manrique su amor por la naturaleza, que, gracias a eso, la metió sin miedo hasta el interior de los edificios. La escalera que desciende al comedor colgante está rodeada de dos minibosques que llenan de verde una estancia prácticamente blanca.
Un lagarto, al más puro estilo colorido del artista lanzaroteño y como su particular guiño a la especie endémica de lagarto gigante herreño, nos dice adiós desde la pared cuando abandonamos la sala, aliviando la tristeza que supone dar la espalda a la impresionante vista del mirador.
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