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Que cada universo vinícola recoge cierto carácter sagrado es algo que sabe de primera mano cada viticultor. Ocurre en la viña, esté en llano o en terraza. En el Cabo de Creus, hubo un tiempo en que La Verdera, como se le conoce a la montaña de la que ya hablan los escritos medievales, daba año a año cientos de cepas a los monjes benedictinos del monasterio de Sant Pere, un promontorio del románico catalán a 500 metros sobre el nivel del mar. Una tierra, el Empordà, que presume de ser la región vitivinícola más antigua de la península Ibérica, con una variedad de suelos formando toda una paleta de colores que embaucó al propio Salvador Dalí.
"Prácticamente toda la orografía del Parque Natural del Cap de Creus contaba con viñedos propiedad de estos monjes. En Llançá, en Cadaqués…". Clara Poch lleva las actividades de este monasterio curtido por la Tramontana, vestigio de una sociedad feudal que concedía siervos hasta a los propios monjes. Aquí se hacían enterrar los condes de Ampurias, los ricos entre los ricos de la nobleza de esta Cataluña norteña. Un selecto club de monjes, hijos de la clase alta ampurdanesa, que a lo largo de los siglos ayudó a la conservación del monasterio con sus donativos. Entre esos regalos, dos de las joyas del entorno: el castillo de San Salvador de Verdera y la Iglesia de Santa Creu.
Asediada y expoliada por las continuas guerras con Francia, la solemnidad de la Abadía de Santa Creu se coló por sus agujeros de guerra a lo largo de los siglos. "Hasta que no se restauró en 1989, la iglesia era un auténtico campo de minas". Pero su sistema de doble columna, sus capiteles de imitación romana y su deambulatorio todavía recuerdan el constante peregrinaje hasta el Condado de Peralada.
Una época dorada, del siglo XIV al XVII, a la que los monjes contribuyeron de manera decisiva. "Los benedictinos empezaron a hacer contratos para animar a la población local a que cogiera terrenos de bosque y replantara viñedos". Ni la filoxera que arrasó los viñedos de La Verdera en el siglo XIX pudo con la rudeza de las gentes de la Mar d'Amunt. El mantra que bendice las garnachas de esta zona se extendió por el Alt Empordà hasta crear poblaciones como Santa Creu de Rodes, que vivieron de la actividad vinícola del monasterio. "Fue un pueblo de artesanos que nació al 100 % para servir a los peregrinos y que se abandonó a finales de 1500. Los propios monjes se llegaron a quejar porque reventaban los precios".
Parcos en la descripción de sus vinos, en los escritos de los monjes ni siquiera figuran las uvas que trabajaban. "Como mucho, hablaban del moscatel, uva muy apreciada porque tenía impuestos muy bajos". Los monjes gestionaban sus uvas sagradas y los campesinos las trabajaban. Así hasta finales del siglo XVIII, cuando los benedictinos se mudaron primero a Vila Sacra y después a Figueras. Desde aquí siguieron gestionando sus negocios, bendecidos por sus propios Xacobeos (Años Santos) que Roma les concedió hasta el siglo XVII.
Hoy, esas reminiscencias vinícolas todavía resuenan entre las paredes de este monasterio. Un baluarte en la producción de vino en el Alt Empordà, que hoy bebe de los viñedos en terraza de Finca Garbet, propiedad de 'Bodegas Perelada', a solo media hora en coche de Sant Pere.
Situada en el término de Colera, la niña mimada de la casa es un balcón al Mediterráneo a 20 kilómetros de Peralada pueblo, más sufridora que sus otras cuatro fincas hermanas adscritas a la D.O. Empordà. Miriam Pascual, relaciones públicas de la bodega, cuenta que la Tramontana ha hecho callo en esta viña que se vendimia 100 % a mano. "Protege al viñedo de cualquier hongo o enfermedad, aunque también puede tirar toda la producción al suelo".
La Finca Garbet se planta de norte a sur. "Es como un pelotón de ciclistas. La primera cepa hace de barrera para que las demás no sufran tanto". Una viña que toma el sol mirando al mar, cuya uva madura a velocidades distintas por esa disposición de mirador. Belleza y rudeza de una tierra curtida por la Mar d'Amunt, donde los suelos de pizarra dificultan que las raíces de la cepa lleguen a la materia orgánica. "Esto se traduce en cepas pequeñitas, de tronco delgadito y uva no muy grande".
Pero el trabajo que lleva este viñedo se traduce en calidad óptima de sus vinos. De estas terrazas salen dos, el Finca Garbet 2015, su top one monovarietal de Sirah y el Aires de Garbet 2017, su 100 % garnacha tinta. Delfí Sanahuja es el enólogo de Peralada. "Nuestra garnacha Mediterránea, a 50 metros sobre el mar, es golosa, amable, redonda. Pero también queremos que sea fresca para que maride tanto con carnes, pescados y postres tan nuestros como el pan con chocolate y aceite de oliva".
Una viña casi boutique, con no más de 13 hectáreas plantadas que saludan a la frontera francesa. "Estos vinos son los que mejor expresan el carácter del viñedo, pero sus cepas apenas nos dan 200-300 gramos de uva", cuenta Delfí. La pizarra de este terroir dota a estos dos vinos de altas dosis de mineralidad. "La Llicorella del Priorato, como se conoce a la roca pizarra de este terreno, hace que llamemos a nuestra viticultura heroica. Si a eso sumamos una Tramontana que sopla a 130 kilómetros por hora, sol directo y el reflejo del mar, tenemos una cepa casi mártir", cuenta orgulloso Delfí. Tierra, fuego, aire y agua presentes en sus botellas, numeradas a mano.
En Finca Garbet plantan dentro y fuera de cada calle. Las cepas casi se abrazan, aunque entre ellas haya una competencia sana a la hora de desarrollarse. Una viña que también sabe al pino mediterráneo que lo rodea, a hinojo y romero, a polen y notas balsámicas. "Yo siempre digo que es una finca de paisaje".
A los pies de este rally natural espera Port de la Selva, un pueblo que es todo un homenaje al bosque que rodea estas tierras. De aquí es oriundo David López, exbulliniano que desde 2019 regenta 'Ca L’Herminda', un negocio familiar abierto en aquellos coloridos años 60 que cuenta con vivero propio de langostas y bogavantes que el propio comensal puede llevar a cocina. "Esto fue desde siempre un emblema de los arroces caldosos. Venían de Francia específicamente a comer aquí". Hoy este pequeño rincón de pescadores con balcón a la misma playa de Port de la Selva cuenta con mezcla de público de ambos lados de la frontera.
Décadas después, la tradición de los arroces forma todo un coupage con los entrantes de vanguardia. Raíces arraigadas en la Costa Brava expresadas en la mesa por Pere Planagumà, chef con trayectoria en 'Les Cols' de Fina Puigdevall que cuenta el mar en cada plato.
Como muestra, sus mejillones en escabeche casero y mantequilla de anchoa, sus calamares a la romana o el buñuelo de bacalao con pasas y moscatel. No hay mesa que no salive cuando sale su foie marino con garum de anchoas y pan de algas, su tartar de atún con mango y albahaca y uno de los reyes del mar en la cocina de Pere: el dentón en su jugo con patata y cebolla. Pero el Mediterráneo de esta Costa Brava también acompaña a la tierra a través de platos como las manitas de cerdo con espardenyas o las navajas con níscalos, trompetillas de la muerte y amanitas.
Un homenaje a ese Mar d’Amunt regado por una bodega donde los vinos del Empordà copan parte del protagonismo. Los postres invitan a salir al balconcito que domina el paseo marítimo: chocolate en tres texturas y lemon pie con piezas de cheesecake, obra de su chef patissière Gabriel Ciscar de Grau.
Una inmersión a la Tramuntana a través de sentidos que superan los convencionales, donde el paseo por sus calles blancas lleva el eco de Dalí y Gala, de pescadores entrando a puerto, de la veneración a un paisaje bravo del que el visitante se marcha con una inspiración que incita a regresar algún día.