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De entre los 30 municipios que componen el Geoparque Mundial UNESCO de la Cataluña Central, Cardona asoma por encima del resto con ciertos aires de grandeza. Para muchos, su castillo del siglo IX es la fortaleza medieval más importante de toda Cataluña. Tiene además la carga emocional que le infunde haber sido la última en caer ante los borbones durante la Guerra de Sucesión, además de no haberse doblegado en la Guerra de Independencia. Pero la fortaleza no es el auténtico tesoro, sino lo que defendía. Por eso, antes de rendir tributo al gran castillo catalán, quizá habría que postrarse ante sus explotaciones de sal.
“Bienvenidos al paraíso de la hipertensión”. Así rompe el hielo Jordi, el guía, antes de empezar la visita por el interior de esta peculiar montaña gris y blanca, con una fachada en la que los estratos han tomado la vertical. Su explicación sobre cómo hemos llegado hasta aquí no podría ser más cristalina: “Estamos ante una lasaña geológica que intercala capas de sal con capas de tierra, y en la que la presión tectónica que levantó los Pirineos hizo que los estratos que horizontales se pusieran en vertical”.
Técnicamente, la montaña de sal es un diapiro ascendente, o sea, un cuerpo rocoso que emerge desde capas inferiores de la superficie terrestre por entre rocas quebradizas debido a la presión. De hecho, sigue en ascenso. Se formó hace unos 36 millones de años, cuando la llamada Depresión central catalana era una entrada de agua marina que quedó cerrada tras un movimiento de tierras, conformándose como un lago salado de muy poca profundidad. Las sucesivas evaporaciones de las épocas secas y las avenidas de las épocas lluviosas, conformaron esa lasaña de la que habla Jordi.
Este afloramiento salino ha hecho que Cardona sea un lugar muy codiciado desde al menos el Neolítico, cuando se sabe que comenzó a explotarse, y es que hay que tener en cuenta que la sal fue el primer conservante alimentario de la historia. “Los romanos la llamaban oro blanco e incluso la utilizaban como moneda. A los legionarios, acabada la campaña, les pagaban con un saco de sal; a ese saco de sal le llamaron salarium, y de ahí viene nuestra palabra salario”, cuenta Jordi a propósito de la primera mención escrita de la mina de sal por un cónsul romano en el siglo II a.C.
No es la única conexión Roma-Cardona del día. Uno de los momentos estelares de la visita es la llegada a la llamada Capilla Sixtina, la cámara minera más grande que se abrió en la montaña, y que recibe este nombre por sus dimensiones y por los distintos colores de la roca que de sal. Sobre todo son rojizos y anaranjados debido su contenido en hierro, que se oxida en contacto con el aire.
Otro de los puntos fuertes es la sala llamada Coral por parecerse a un arrecife con su universo de estalactitas y estalagmitas. También la sala donde encontramos una Santa Bárbara esculpida en sal frente a una vieja escalera que ha sido conquistada por el constante flujo de un agua, que es diez veces más salada que la del mar.
La sal blanca que cubre la vieja escalera y que forma las estalactitas y las estalagmitas de esta catedral subterránea es, en realidad, sal “nueva” que arrastra el agua de lluvia desde la superficie al filtrarse por la montaña. Pero esa no es la sal por la que se excavó este universo subterráneo. No habría hecho falta porque la sal común se podía conseguir a cielo abierto, como se venía haciendo desde el Neolítico hasta comienzos del siglo XX, cuando se descubrió que bajo la sal común había grandes cantidades de potasa, un elemento necesario para la fabricación de fertilizantes… y explosivos.
“Cuando abrió en los años 1920, era una de las minas más avanzadas de Europa. Hay que imaginarse una ciudad dentro de la montaña, con maquinaria, ascensores y hasta con gasolineras”. Lo cuenta Francesc Ponsa Herrera, el director de la Fundación Cardona Histórica, que ahora explota la mina como recurso turístico, como en su día lo hizo para uso industrial la Unión Española de Explosivos, una filial de la empresa de Alfred Nobel, inventor de la dinamita.
El diapiro de Cardona sigue guardando potasa suficiente para un buen montón de explosivos, pero ha dejado de ser rentable extraerla. La mina subterránea estuvo en funcionamiento entre 1929 y 1990, cuando las excavaciones habían alcanzado una profundidad de más de 1.300 metros, lo que suponía que se trabajaba a temperaturas de hasta 52 ºC y que los costes de extracción eran demasiado elevados. El cierre de la mina supuso una gran crisis económica en Cardona, pero antes de que terminara la década de los 90 ya se había reconvertido en un producto turístico que a día de hoy atrae a 100.000 visitantes anuales.
Por suerte, todos esos visitantes no tienen que descender a los infiernos ya que la visita se hace a lo largo de unos sencillos 500 metros llanos al pie de la montaña, que incluso son mayoritariamente accesibles en silla de ruedas. Francesc Ponsa se ha propuesto dar un nuevo impulso a la economía de la sal local intentando que los visitantes que se lleven de recuerdo un molinillo de una sal que todavía se extrae en la vecina explotación de Salinera de Cardona, y que por cierto sala mucho más que la marina. Pero su ambición tiene incluso aspiraciones internacionales: quiere formar parte de la Ruta Histórica de Productores de la Sal que prepara el Consejo de Europa, junto a gigantes como Wieliczka.
A lado del centro de recepción hay un ex minero que opina que esta sal tan salada tiene, sin embargo, un punto dulce. Quico Ruiz es un artesano que hace esculturas y piezas de decoración con piedra de sal de la propia montaña. Heredó la afición de su padre, que después de trabajar un cuarto de siglo en la mina, cuando esta echó el cierre se puso a convertir a su vieja conocida en piezas de artesanía. Quico no ha llegado a trabajar aquí, aunque sí en la vecina explotación de Suria, donde se ha familiarizado con un material caprichoso que presenta propiedades muy diferentes incluso proviniendo de una misma veta, y que hay que saber entender para darle un buen fin.
Una de las mejores panorámicas de Cardona y su fortaleza se consigue desde la parte alta de la montaña de sal, caminando unos cientos de metros por la pista forestal que bordea el aparcamiento. Aunque la mejor manera de disfrutar de Cardona es pateando por el entramado de callejuelas que aparece a los pies del castillo. Junto a la iglesia parroquial de San Miguel, que conserva una colección interesante de pinturas, en una de esas callejuelas, nos topamos con 'La Volta del Rector', un restaurante de referencia en el casco viejo que ha recuperado una fonda histórica cuyo subsuelo, cuentan, está secretamente conectado con el de la iglesia.
A la cabeza de la cocina está Antonia Belmonte Mendoza, que a pesar de que lleva toda una vida cocinando, dice no ser cocinera. “Yo aprendí de mi madre, que tenía huerto y animales, y te hacía un guiso con cualquier cosas. Y he debido adquirir su don porque dicen que aquí lo mejor son los guisos”. A su manera, ejerce de madre de medio pueblo, que viene aquí a sentirse como en casa… si en su casa se pudiera elegir entre los diez primeros, diez segundos y seis postres que tiene su menú. “Puede que tenga demasiados platos, pero es que me gusta que haya donde elegir. Se pueden hacer tantas cosas en la cocina…”.
Lo que nunca falta en el menú son los huevos fritos, que son una institución. Las claras y yemas se fríen por separado para que cada cual quede al punto. Luego se sirven sobre patatas de montaña pochadas lentamente con sal negra ahumada. Y como guinda al pastel se puede elegir entre chorizo, una sobrasada de Mallorca de un año y medio de curación, y los fines de semana bogavante azul vivo. El morro estofado con trompetas de la muerte también es otro de los platos más pedidos, y son famosos sus escabeches. “Me da pena que hay platos de toda la vida que tengo que sacarlos del menú porque ya casi no se piden”, pero su menú es como la decoración del local: que obliga a que el ayer y el hoy se hablen y se lleven bien.
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