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Hay algo de misterio insondable en esta mancha verde que se extiende a lo largo de unas 73.000 hectáreas por el noreste de la provincia de Cuenca. Una serranía, de las más extensas de la península que, si bien carece de altas montañas, sí es un escaparate de fenómenos geológicos que conforman un paisaje prodigioso. Hoces, farallones rocosos, lagunas de colores, fosas que se hunden en los abismos… e inmensas masas forestales de pinos surcadas por tres ríos de metas diferentes: el Cuervo y el Escabas, que mueren en el Tajo; y el Júcar, que discurre en busca del Mediterráneo.
La Serranía de Cuenca tiene en la Ciudad Encantada su gran reclamo, aquel que atrae a unos 50.000 visitantes al año en busca de estos parajes catalogados como Sitio de Interés Nacional y alabados por literatos de la talla de Pío Baroja, Blasco Ibáñez o Miguel de Unamuno. Un laberinto de gigantescos bloques de caliza en el que, a lo largo de tres kilómetros, aparecen fantásticas figuras bautizadas por la imaginación popular con nombres de animales y objetos. También el nacimiento del río Cuervo es otro de los atractivos conquenses que nadie osaría perderse. Un rincón donde el cauce fluvial da su bienvenida, después de salir de una caverna para precipitar sus aguas desde altas cornisas y dar lugar a un conjunto de cascadas preciosas.
Pero existen otros escenarios que gozan de menos consideración nacional y que, sin embargo, son auténticas joyas que hacen de esta serranía un marco natural perfecto para todo tipo de actividades al aire libre. Estos son –solo– algunos de sus misteriosos secretos.
¿Te imaginas un paisaje surrealista cuajado de inesperados abismos? Así son las Torcas que encontramos en el Monte de los Palancares. Un conjunto de depresiones en terreno calcáreo provocadas por la paciente labor de unas aguas subterráneas que, con el tiempo, han alumbrado estas fosas extrañas, bellísimas, con desnudas paredes verticales como si la tierra se abriera de pronto a un mundo desconocido.
Declaradas Monumento Natural, permanecen intactas como círculos colosales en los que holgadamente cabría una plaza de toros o un estadio de fútbol. Treinta son las torcas de la serranía de Cuenca, algunas extensas como la Torca Larga (más de diez hectáreas); otras profundísimas como la de las Colmenas (90 metros de altura) y otras simplemente espectaculares como la del Lobo, que cuenta incluso con su propia leyenda: la de un cazador salvado del frío de la noche serrana por el lobo al que él mismo había herido. El animal, en una lección de perdón, lo arrastró hasta el fondo de la sima para que se pudiera calentar.
Muy cerca aguarda otro paisaje no menos singular: el que conforman las siete Lagunas de Cañada del Hoyo, declaradas también Monumento Natural. Perfectamente redonditas y abrazadas por la vegetación, su encanto reside sobre todo en la variedad cromática: ninguna de ellas exhibe el mismo color. Los microorganismos del agua y el carbonato cálcico tienen mucho que decir al respecto, aunque también la luz, la temperatura y la época del año en que se visiten.
Así, la de La Gitana, conocida por sus orillas escalonadas como un anfiteatro y, una vez más, por su carga fabulosa –la de una joven que decidió morir de amor arrojándose a sus aguas– se muestra blanca como la leche, mientras que la del Lagunillo aparece completamente negra y la del Tejo luce un desconcertante tono azul marino.
Tiene el mismo origen y goza de un gran parecido con la Ciudad Encantada, con la que comparte esa roca caliza formada hace millones de años y moldeada a capricho por la erosión. Sin embargo, los llamados Callejones apenas han despertado interés, más allá de su fugaz aparición (de exactamente un minuto) en la película de James Bond, El mundo nunca es suficiente, simulando ser algún pliegue perdido de la Capadocia. Esta escasa atención tiene, claro, su lado positivo, pues se trata de parajes de enorme belleza que los amantes de la naturaleza pueden explorar en soledad.
Con figuras tan espectaculares como las de su hermana mayor (centinelas, setas gigantes, mares de piedra rizada…) pero con angostos corredores entre los peñascos por los que recibe su nombre, la visita por esta amalgama de plazas, tormos, arcos y puentes resulta de lo más gratificante.
A menudo desconocidas, estas obras maestras plasmadas en los abrigos rocosos de Villar del Humo representan uno de los focos culturales más interesantes de la península. Por algo son, desde 1998, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Ocultas entre la espesura del típico bosque mediterráneo, se trata de más de 170 figuras en lo que debió de ser un paraje relevante en el Neolítico y la Edad de Bronce.
Toros contundentes, escenas de caza, cabras, serpientes e incluso símbolos fálicos ilustran abrigos como la Peña de Escrito, la Selva Pascuala y la Peña del Castellar, en representaciones que llegan a proceder hasta del año 10.000 a. C. Este yacimiento rupestre, encajado en un entorno privilegiado de naturaleza salvaje, tiene el honor de contarse, aunque apenas se sepa, entre los grandes tesoros arqueológicos de Europa.
Incluimos esta otra estampa de la serranía por su innegable aura misteriosa. Y es que se trata de una vieja gloria de Moya, capital del marquesado homónimo. Su posición estratégica entre los reinos de Aragón y Castilla convirtió esta villa y fortaleza en un epicentro de poder allá por el siglo XV.
Hoy, decrépito y deshabitado, el enclave regala sin embargo una sensación onírica. El castillo, la doble muralla, el convento de las Concepcionistas o la Iglesia de Santa María la Mayor exhiben su belleza pétrea junto al empedrado original que aún conservan sus callejuelas. Afortunadamente, hay un proyecto de recuperación que promete darle un nuevo rostro.