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El origen de Baeza se remonta a la prehistoria, por eso en sus calles y plazas acumula vestigios de todos los períodos del pasado. El más antiguo de ellos es la Fuente de los Leones, de época íbera, ubicada en la plaza del Pópulo o de los Leones. Originariamente fue un monumento funerario ubicado en Cástulo, hoy un yacimiento arqueológico a 27 kilómetros de la ciudad. En el siglo XVI, lo trasladaron a Baeza para convertirlo en una fuente que recuerda a una más famosa: la de la Alhambra de Granada.
"En aquella época, se decoraban los espacios con animales que tenían que ver con la fortaleza", cuenta María Jesús Rodríguez, guía turística especializada en Úbeda y Baeza. Esta fuente cuenta con dos leones y dos caballos, todos recostados como símbolo del reposo. Coronando la columna, Imilce, princesa íbera de Cástulo que ha tenido hasta tres cabezas distintas a lo largo de la historia. La fuente es el centro de la plaza, situada justo a la salida de la muralla musulmana, cuyos límites traspasaron los baezanos en el siglo XVI.
En ella se encuentran edificios emblemáticos de la ciudad que merecen la pena observar, como el de las Antiguas Carnicerías y el que albergaba la Audiencia Civil y la Escribanía Pública, hoy un taller de bordado y la Oficina de Turismo, respectivamente. Se cuenta que en uno de sus balcones había un altar de la Virgen del Pópulo desde el cual se ofició la primera misa cristiana tras la conquista de la ciudad por Fernando III, en 1227. Su fachada aúna todos los elementos del arte plateresco y sus gárgolas tienen una particularidad: en vez de utilizarse para evacuar las aguas, como en las catedrales góticas, "están sacadas de contexto y sirven para decorar".
Cierran la plaza dos magníficos arcos de triunfo ojivales con almenas decorativas: el arco de Villalar, colocado en 1522 para conmemorar la victoria de Carlos I sobre los Comuneros en la vallisoletana Villalar; y la puerta de Jaén, originalmente en la muralla y trasladada a su nueva ubicación en 1526, con motivo de la visita a la ciudad del emperador.
Como ocurre en Úbeda con la plaza Vázquez de Molina, en Baeza, la causa fundamental de la declaración de Patrimonio Mundial es una plaza en la que se concentran las construcciones más emblemáticas, perfecto reflejo del conjunto monumental renacentista que alberga la ciudad. Santa María era en su día la plaza pública y acogía desde ejecuciones hasta luchas a caballo. En ella aparecen representados los poderes fundamentales: el civil, a través del palacio de los Cabrera –después sede del concejo durante 300 años–, y, pegado a él, el religioso, con la catedral.
Al otro lado de la plaza, está el antiguo Seminario San Felipe Neri, fundado en 1660 y hoy sede de la Universidad Internacional de Andalucía. La pista más clara de su pasado la da su fachada, repleta de vítores en rojo que María Jesús califica como "el grafiti de la época". Realizados con sangre de toro, hoja de acanto y óxido de hierro, servían para reconocer a quienes obtenían el doctorado y, según lo que pagaran, se colocaban a una altura determinada.
"Sigue habiendo mucho misterio sobre a quiénes pertenecen, pero el que nunca pasa desapercibido es el de Diego de los Cobos". Diego de los Cobos era sobrino de quien fuera secretario de Carlos I, Francisco de los Cobos. Por ello no falta junto a su vítor una corona que demuestra su cercanía al rey.
Eso sí, como todo natural de Úbeda, no pudo librarse de una pullita baezana que refleja la eterna rivalidad entre ambas ciudades: en la misma fachada, lo dibujaron vestido de obispo, haciendo sus necesidades en un bacín. Además de ser sinónimo de "listillo", bacín es el apelativo con el que los baezanos se refieren a los ubetenses. Pero el ingenio no falta en la zona: cuando estos lo descubrieron, bautizaron a los baezanos como bambollas (fanfarrones).
En el centro de la plaza, un diamante en bruto: la Fuente de Santa María, colocada en 1564, durante el reinado de Felipe II, y la primera en dar agua potable a Baeza. Con forma de arco de triunfo, la sostienen pequeñas columnas clásicas sobre las que se alzan otras con forma de mujer –las cariátides griegas– y, sobre estas, su versión masculina: los atlantes.
Erigida sobre la antigua mezquita, la Catedral de la Natividad de Nuestra Señora de Baeza fue la primera sede episcopal de Jaén. La planta es rectangular debido a la falta de espacio alrededor, a las ampliaciones y a restauraciones a las que fue sometida tras el daño ocasionado por terremotos, la Guerra Civil y hasta el impacto de un rayo.
En sus tres naves se entremezclan distintos momentos históricos y corrientes artísticas. La estructura gótica se revela en las bóvedas de nervio, el rosetón y los arcos apuntados, y acompaña a elementos renacentistas, como los arcos de medio punto agregados por Andrés de Vandelvira en el siglo XVI, tras el desplome de la zona central. El arquitecto dejó su sello indiscutible en la construcción al transformar el cuerpo afectado e incorporar su característica bóveda de pañuelo.
Otro de los elementos imprescindibles de la catedral es la custodia procesional, realizada casi enteramente en plata por Gaspar Núñez de Castro a finales del siglo XVII. En sus 2,20 metros de alto y 220 kilos de peso, integra toda suerte de detalles, con escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento, apóstoles, ángeles, campanas, jarrones de azucena –símbolo de la pureza–, juegos de columnas, y el triunfo de la fe en la imagen que corona el pedestal.
"Hizo que se viera su conocimiento técnico, pero también el artístico. Es una pieza impresionante, trabajada de arriba abajo", destaca María Jesús antes de revelar que la costeó el canónigo de la catedral, Diego de Cózar, quien se la regaló al pueblo de Baeza, convirtiéndola así en uno de los iconos de la ciudad.
En el lateral del edificio, se encuentra el espacio de recogimiento: un sencillo claustro que apenas cuenta con elementos decorativos. Esta austeridad no se traslada al museo contiguo, en el que pueden ojearse las sedas, terciopelos, brocados en oro e incrustaciones de piedras preciosas que lucen los textiles religiosos de entre el XV y el XIX. A su lado se acumulan inmensos libros de canto escritos en el mismo periodo, los más antiguos encuadernados con piel de cordero y decorados con pigmentos naturales.
Pero si hubiera que elegir un solo motivo para visitar la catedral baezana, sin duda sería por lo que esconde su torre, en su día alminar de la mezquita. Merece la pena subir los 170 peldaños que llevan hasta el campanario para contemplar la ciudad desde las alturas. No podemos prometer que arriba recuperarás el aliento porque las vistas, sin duda, te dejan sin él.
En 1912, Antonio Machado sufrió una pérdida insoportable: su joven esposa Leonor, de apenas 18 años, falleció en Soria a causa de una tuberculosis. Como allí todo le recordaba a ella, pidió el traslado y fue a parar a Baeza. Al poeta le animaba regresar a Andalucía, su tierra, pero el recibimiento no fue el mejor. "Llegó a Baeza al atardecer de un 31 de octubre, noche de difuntos; caían chuzos de punta y no había nadie por la calle. Estaba deprimido hasta la médula", cuenta María Jesús.
Cuando por fin encontró a alguien, preguntó por su único amigo en la ciudad, Leopoldo de Urquía Martín, director del Instituto General y Técnico en el que el poeta iba a tomar posesión de su cátedra, pero le respondieron que se encontraba en "la agonía". Tras el primer impacto, Machado descubrió que, lejos de estar cercano a la muerte, Urquía se encontraba bebiendo vino en la concurrida taberna de 'La Agonía'.
El inicio no fue fácil, y a Machado le costó hacerse con la ciudad, pero el entorno inigualable de Baeza terminó convirtiéndose en su musa, lo que resultó en poemas repletos de melancolía que incorporaría a la edición de 1917 de Campos de Castilla: "Por estos campos de la tierra mía/ bordados de olivares polvorientos/ voy caminando solo/ triste, cansado, pensativo y viejo".
El edificio del siglo XVI en el que impartió clase de francés y de literatura durante siete años sigue funcionando hoy en día como instituto y conserva el aula en la que los alumnos escuchaban al complicado profesor Manchado. Un mote que no le sorprendió, pues él mismo admitió su "torpe aliño indumentario". Dentro, pueden verse los objetos que utilizaba en sus lecciones, sus apuntes e, incluso, el brasero con el que se calentaba. El paraninfo contiguo y el patio renacentista son otras dos zonas del instituto que merece la pena recorrer.
Baeza llegó a tener ocho iglesias fernandinas, mandadas construir por Fernando III tras la conquista, pero hoy en día solo se conserva una, la de la Santa Cruz. Que no te engañe su aparente sobriedad: esta auténtica rareza del siglo XIII es la joya de la corona de la ciudad.
Está protagonizada por el estilo tardorrománico, con tejado de dos aguas, planta rectangular, tres naves o el rosetón de la puerta principal. Esta, por cierto, se incorporó en los años 50, procedente de la Iglesia de San Juan Bautista. La entrada original está en el lateral, lugar en el que, curiosamente, solían ubicarse en las iglesias visigodas. De hecho, este no es el único signo de esa época: durante una restauración en los años 90, apareció en el interior un arco visigótico de herradura.
Pero los misterios que esconde esta particular iglesia no terminan ahí. También en los 90 salieron a la luz los frescos que cubrían las paredes desde los siglos XV y XVI, y que representan, entre otros, el martirio de Santa Catalina o a San Sebastián.
Y si todavía te quedas con ganas de más sorpresas, frente al templo románico se encuentra otro imperdible de la ciudad: el Palacio de Jabalquinto, ordenado construir en el siglo XV por Juan Alfonso de Benavides Manrique. Su fachada es el ejemplo perfecto de horror vacui, una explosión de elementos decorativos: puntas de diamante, flores, pináculos, arcos conopiales, escudos, personajes desnudos y columnillas de mármol blanco, símbolo del prestigio económico de la familia.
Actualmente es sede de la Universidad Internacional de Andalucía y puede –¡y debe!– visitarse. En su interior esconde un encantador patio renacentista de dos alturas por el que se accede a la caja de una monumental escalera del siglo XVII, con hojas de acanto, leones y cariátides. Un espacio que pide silencio, coronado por una bóveda huérfana de su lámpara, ya que fue trasladada a la catedral en 1998.
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