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El antiguo molino de arroz de Pals, que se remonta a mediados del siglo XV, nos sirve de escenario para una novela de John le Carré. Cientos de hectáreas de arrozales recién plantados, en pleno Parque Natural de Montgrí, lo rodean en medio de una tranquilidad extraordinaria, solo interrumpida por un ejército de mosquitos y un concierto de ranas al caer la tarde. Se levantó en 1452, y a él acudían los payeses de la comarca a moler sus producciones, sirviendo como mecanismo de recaudación de impuestos para los señores feudales.
"Estuvo en funcionamiento hasta 2002 y ahora es visitado por turistas y colegios para conocer cómo era su funcionamiento y las diferencia que existente con el proceso actual", explica Esther Reig, técnico de Turismo de Pals. Esta vecina, devota de la villa y de todo el Baix Empordà, es la encargada de desvelarnos una aventura que bien podría haber protagonizado el mismísimo James Bond.
"Finalizada la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses se fijaron en el molino de Pals y en su enorme capacidad para generar energía. Estamos en los inicios de la Guerra Fría, y es aquí donde deciden montar Radio Liberty (conocida también como Radio Free Europe), una emisora que comenzó a emitir a finales de los años cincuenta propaganda y mensajes a los espías desplegados por la Unión Soviética y sus países satélite. El terreno era muy plano, no había casi arboleda y el mar servía de espejo para amplificar las ondas de emisión; vamos, una ubicación excepcional".
Esther recuerda cómo de niña en Pals se escuchaban los discos de los artistas estadounidenses, mucho antes que en el resto de Europa –"incluso algunos prohibidos por la dictadura de Franco"– y a ella los Reyes Magos no le llegaban de Oriente, sino de Occidente, porque los yanquis repartían muchos juguetes "espectaculares, que no se veían por aquí" a los niños del pueblo. "Reconozco que en mi juventud fui de las que acudía a las manifestaciones de 'OTAN no, bases fuera', pero a la larga, resultó que la presencia de la emisora permitió la protección del Parque Natural y evitar los excesos urbanísticos de primera línea de playa que han destrozado gran parte de nuestras costas".
El molino de Pals, propiedad de la familia que comercializa la marca Arròs Molí de Pals, es un buen punto de partida para iniciar un paseo por los caminos que van dibujando las plantaciones de la veintena de payeses de esta localidad del Bajo Ampurdán. Haciendo senderismo –es habitual encontrarse con jubilados estadounidenses, australianos, canadienses o familias holandesas–, cicloturismo o en segway, el terreno es muy llano, ideal para un plan divertido con niños.
Durante el trayecto, que termina en la Playa de El Grau junto a la desembocadura del río Daró, podemos contemplar a los campesinos trabajar la tierra desde abril hasta mediados de mayo. En verano, los tallos verdes habrán crecido y refrescarán el ambiente; y ya metidos en otoño, incluso a mediados de noviembre, seremos testigos de la recolección mecánica del grano a cargo de los tractores.
"En primavera celebramos unas jornadas gastronómicas, en las que los restaurantes ponen de relieve nuestro arroz. En junio, los más veteranos hacen demostraciones a los turistas de cómo se plantaba a mano el cereal, sumergidos los pies en el agua; y en octubre, la siega de las espigas con la hoz dentada y arrastrando las gavillas con caballos", relata Joan Silvestre, quien fuera alcalde de Pals, payés y maestro arrocero, responsable de preparar ollas de este plato hasta para mil personas.
"El arroz de Pals tiene un crecimiento más lento, lo que le permite que quede más duro y no se pase tanto en la cazuela. Además, una vez hecho, el grano sigue conservando los sabores absorbidos gracias a esta consistencia", explica el político-cocinero, mientras remueve el sofrito del que nos vamos a comer. En la mesa, longanizas, butifarra, jamón y bull negro y blanco, acompañados de un pan de Tramontana (con trigo antiguo de las variedades recuperadas Azna y Florence Aurora), restregado con tomates xucar y aceites virgen extra Argudell y Arbequina.
Pals fue un señorío del conde de Barcelona durante muchos siglos, y a lo largo del tiempo ha tenido la particularidad de contar con siete mujeres feudales. "La última fue Juana Enríquez, segunda esposa del rey Juan II y madre de Fernando el Católico. Como quería que fuera su hijo el heredero de la corona de Aragón, conspiró contra el primogénito, Carlos el príncipe de Viana, lo que desembocó en una guerra en la que la villa de Pals se puso en contra de su señora feudal y del rey, aunque finalmente cayó derrotada", explica con sapiencia Ricard Julià, un ilustre vecino de Pals, que llegó desde Barcelona hace ya 35 años.
A la sombra de una higuera, con el almuerzo reposando y amenizados por unas habaneras, los amigos Ricard y Josep Lluis desgranan al visitante más historias de la villa que les acogió cuando huyeron de la agobiante capital. Recuerdan los años en los que subían los jornaleros desde Sevilla, pasando por el Levante, para acabar aquí la temporada de recolección del arroz. El calor comienza a apretar a primera hora de la tarde, y los mosquitos hacen su incómodo acto de presencia, por lo que tras un trago de la dulce Ratafía, licor típico de las comarcas del interior de Girona a base de nueces verdes y más de cien especias y hierbas, aprovechamos la tarde para dar un paseo por el recinto gótico de la localidad.
La entrada a la parte antigua se hace por la calle del Abeurador (abrevadero), "la única que no se castellanizó tras la Guerra Civil", señala Esther. A finales de los años cuarenta, este recinto se encontraba en un estado bastante ruinoso y abandonado. Treinta años duraron los trabajos de restauración, convirtiendo a Pals en uno de los conjuntos urbanísticos más visitados de la comarca. Las calles empedradas y las fachadas de las casas y murallas invadidas por las buganvillas moradas y rojizas, que retratan a lápiz un grupo de mujeres canadienses, nos trasladan a la Toscana.
"En el recorrido por Pals hay que estar muy pendiente de los pequeños detalles. Tenemos varias rutas: cultural, medieval, de historia más reciente y mística. Aquí durante el siglo XVIII hubo muchas muertes por culpa de las enfermedades que contagiaban los mosquitos atraídos por las plantas de arroz. De hecho, se prohibió su cultivo hasta principios del siglo XX. Por eso, en muchas fachadas, puertas, ventanas y rinconeras encontramos elementos de superstición, como ángeles custodios, capillas de calle frente a los antiguos silos u ollas incrustadas bajo los tejados para que anidaran las aves que se comían a los insectos".
Con los restos del castillo defensivo, que fue demolido tras la derrota ante el rey Juan II, se reconstruyó parte de la muralla y la iglesia de San Pedro, "un collage de estilos: base románica, nave de estilo gótico y portada frontal barroca. Si nos fijamos bien –apunta Esther–, sobre el pórtico vemos la imagen de San Pedro rodeada de siete cálices colocados en vertical a la izquierda y otros siete a su derecha, cuando lo habitual son seis y seis y uno encima, representando a los doce apósteles y a Jesús. ¿Quién sabe si es que a la Última Cena se sentaron en realidad catorce comensales?".
Para terminar, dos paradas con vistas espectaculares. Subir a lo alto de la Torre de las Horas, los únicos restos del antiguo castillo, para contemplar una panorámica aérea de la villa. A un lado, el Mediterráneo, con el castillo inacabado de Montgrí y las Islas Medes; al otro, los días clareados se observan las cimas pirenaicas de Canigó (2.786 metros) y Puigmal (2.913 metros).
Y acabamos la jornada tomando un respiro literario en el Mirador de Josep Pla, aunque la frondosa arboleda de un ilustre paisano nos priva de muchas vistas. El escritor catalán era vecino de la cercana Palafrugell y un enamorado de Pals. "Él guardaba un vínculo muy especial con este municipio, pues se convirtió en periodista y escritor casi forzado cuando su padre se arruinó en los arrozales de aquí y él tuvo que abandonar la carrera de Derecho. A Pla le gustaba venir casi todos los miércoles, en carro y no en automóvil –un precursor del slowtravel–, para comer en 'Can Mercader', una antigua casa de comidas donde le servían su plato de anguila. Cuentan que se pasaba horas y horas charlando con el dueño del restaurante, que era mudo", relata nuestra guía palsenca. Otra escena novelesca.