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La percepción de cuantos visitan San Sebastián se ve muchas veces limitada por la propia racanería informativa de esos “mapas que te dan para veranear”, ya criticados abiertamente en las canciones de Sanchís y Jocano. Uno corre el riesgo de llegar allí, coger un folleto al azar y creer que la ciudad se agota en una ronda de pintxos por la abarrotada Parte Vieja, un paseo por La Concha y dos fotos más frente a sendos edificios decimonónicos ubicados en la desembocadura del río Urumea, a un paso del Kursaal: el teatro Victoria Eugenia y el ‘Hotel María Cristina’.
Afortunadamente, las opciones de desconexión van mucho más allá y vecinos y visitantes encuentran también sosiego en los numerosos espacios naturales, en mayor o menor medida, que salpican los 20 barrios de la ciudad hasta sumar 21 metros cuadrados de superficie verde por habitante.
No faltan jardines y paseos asomados a sus playas (Ondarreta, La Concha, La Zurriola) y al citado Urumea. Resulta entrañable pasear entre parterres florales, palmeras canarias o tamarises en plazas como Gipuzkoa, Okendo y Alderdi Eder, pero los verdaderos pulmones de la ciudad son otros que bien conocen los donostiarras. Se trata de zonas verdes urbanas, accesibles y bellas, que reparten sus atractivos por distintos barrios y constituyen auténticos refugios para runners, familias y visitantes que quieren conocer esa otra cara campestre y saludable. He aquí una selección de los mismos, salpicada de vestigios del pasado, recursos públicos, mil tipos de árboles, arbustos y plantas, castillos y obras de arte.
Es el parque urbano más extenso de la ciudad. Se encuentra en el barrio de Egia, en una colina formada por el último meandro del río Urumea, y su entrada principal se localiza a junto a ‘Tabakalera’ (Centro Internacional de Cultura Contemporánea), a un paso de la Estación del Norte, donde arriban trenes procedentes de Madrid, Barcelona, Galicia y Portugal. Allí, dando la bienvenida al forastero, se encuentra la entrada principal a una finca de veraneo regalo del Duque de Mandas a su esposa, Cristina Brunetti y Gayoso de los Cobos, duquesa de Mandas y de Villanueva, y condesa de Belalcázar. De ahí el nombre de un legado que posteriormente fue cedido a la ciudad de San Sebastián, a condición de conservar su aspecto original.
Los donostiarras disfrutan desde junio de 1926 de esos 94.960 metros cuadrados diseñados por Pierre Ducasse -autor también del jardín del Palacio de Miramar y de la Plaza de Gipuzkoa- donde habitan patos, cisnes y vistosos pavos reales, pero también ejemplares de ciervo volante, el escarabajo más grande de Europa. Llaman la atención un estanque de 780 metros cuadrados y un palacio, fechado en 1890, que hoy acoge salas de exposiciones, un centro de documentación y la sede de la Fundación Cristina Enea, que trabaja en la sensibilización y educación ambiental.
También destacan las figuras en piedra caliza gris de Mutriku que constituyen una escultura de Xabier Laka en recuerdo de Gladys del Estal, joven ecologista de Egia fallecida en 1979 por el disparo de un Guardia Civil durante una protesta pacífica antinuclear. No faltan pequeñas charcas artificiales y, en el frondoso arbolado, llaman la atención la secuoya, el cedro del Líbano y el ginkgo biloba.
Visible durante todo el Paseo de La Concha, desde Alderdi Eder al Pico del Loro que separa aquella playa de Ondarreta, el Palacio Miramar, concebido por el británico Selden Wornum y construido en 1893 a petición de la reina María Cristina de Austria, quien veraneaba en San Sebastián, constituye una privilegiada atalaya sobre la bahía de Donostia y la isla de Santa Clara. Esto convierte a los jardines de su parte frontal, que descienden hacia el mar, en un espacio ideal para tumbarse y compartir sobre el césped horizontes, conversaciones, arrumacos y -¿por qué no?- algo de beber. Por algo es uno de los enclaves preferidos para contemplar los fuegos artificiales durante la Semana Grande.
Construido donde antes hubo una ermita consagrada a la Virgen de Loreto, que fue trasladada al barrio de El Antiguo, alrededor del palacio, sede de los Cursos de Verano de la Universidad del País Vasco, se localizan dos obras de Eduardo Chillida: la discreta El abrazo, estela de un metro de altura dedicada al pintor donostiarra Rafael Ruiz Balerdi, y Homenaje a Fleming, en esta ocasión como tributo al inventor de la penicilina.
Mirlos, gorriones y palomas madrugan a diario para aportar movimiento y privacidad al Parque de Aiete, donde destaca la blanca imponencia de otro palacio, otra residencia veraniega de monarcas -y de Franco- reconvertida en centro cultural, en este caso obra del francés Adolfo Ombrecht en 1878. No en vano, las placas colocadas por el Ayuntamiento de San Sebastián en las puertas del recinto, de horario limitado, advierten de la prohibición de acceder al mismo con bicicletas, vehículos a motor o perros sueltos, y avisan de tu llegada a un “parque cultural”.
Tal consideración tiene que ver también con la instalación allí de planchas metálicas que reproducen en cuatro idiomas los 30 artículos reconocidos por la ONU en su Declaración Universal de los Derechos Humanos. Cerca, un cubo de hormigón se erige en memoria y homenaje a los 22 hombres y mujeres donostiarras deportados a campos de concentración nazis; ello justifica la cita de Ana Frank y la plantación allí, en 2011, para ayudar a cicatrizar heridas, de un retoño del árbol que alimentaba el sueño de libertad de la niña: “Casi todas las mañanas subo al desván a respirar aire puro y desde mi rincón favorito miro el cielo azul y las ramas desnudas del castaño”.
No faltan hojas -de ciprés de Lawson, de ginkgo biloba, de palmera…- en unos jardines diseñados también por Pierre Ducasse, que cuentan con el pertinente estanque surcado por cisnes blancos y patos de cuello verde, fuertes pendientes, una gruta artificial construida por el arquitecto francés Eugène Combaz, una popular secuoya y más esculturas.
Entre ellas, una columna y una corona que recuerdan el paso por aquí de Alfonso XII, Isabel II, Alfonso XIII, María Cristina de Austria y Victoria Alejandra (emperatriz de las Indias), todo a finales del siglo XIX. Lo más intrigante del lugar tiene que ver con los actuales moradores del palacio, actual Casa de la Paz y los Derechos Humanos, pues se dice que allí habita un fantasma y se suceden fenómenos extraños que habrían padecido incluso ilustres visitantes como el actor Anthony Quinn.
El de Miramón, localizado en el barrio de Aiete, ocupa una vaguada en la zona sur de la ciudad y, a fin de cuentas, con una extensión de 628.258 metros cuadrados es el parque más grande de Donostia. Suyos son, por ejemplo, los árboles que uno observa desde el Basque Culinary Center, la sede de la Orquesta Sinfónica de Euskadi, la del Grupo EiTB, la Policlínica Gipuzkoa y el Parque Tecnológico de San Sebastián.
El marco -incomparable, que diría aquel-, cual verde cartografía, está surcado por caminos y salpicado por zonas de pícnic, estanques y hasta un puente de metal y cemento que permite salvar el profundo desnivel del valle y escuchar el rumor del arroyo. Entre su dotación de servicios destaca la presencia de un gran anfiteatro al aire libre desde cuyas gradas de piedra se distingue, desde 1979, la silueta de las Torres Arbide, cuyas 6.300 piedras fueron trasladadas hasta allí desde su ubicación original, en pleno centro, a orillas del Urumea
El parque de Ametzagaina es uno de los principales reclamos de Intxaurrondo, aunque su gran tamaño permite que cuente con acceso desde varios barrios. Una vez dentro, la estulticia de algunos unida a su impericia, spray en mano, dificulta orientarse, pues no hay pocas pintadas en el lugar, pero estas no impiden disfrutar una gran extensión de bosques, sotobosque y praderas con sus zonas de paseo, de juegos e incluso un mirador desde donde otear tanto la bahía de La Concha como el río Urumea. Reconforta pasear entre castaños, laureles, abedules y alisos, aunque el nombre se lo da al parque el marojo -en euskera ametzagaina-, el árbol conocido como roble turco o de Turquía.
Las joyas del lugar, no obstante, son los restos de un antiguo fuerte y el yacimiento arqueológico más antiguo de la ciudad. El primero se construyó en 1875, durante las guerras carlistas, y la vegetación cubre hoy el foso, los acuartelamientos, el polvorín y el lugar que ocupaban cañones y demás defensas. El yacimiento de edad gravetiense, por su parte, data de hace 27.000 años, aproximadamente.
Inaugurado en 2010, el Jardín de la Memoria es uno de los parques más recientes de San Sebastián, en contraste con los diseñados por Pierre Ducasse en el siglo XIX. Aquí no hay rastro de estilo francés, sino que el espacio se inspira en los jardines espirituales orientales para rendir homenaje y mantener vivo el recuerdo de todas las víctimas de la guerra, la violencia y el terrorismo.
Lur Paisajistak, la empresa encargada de su diseño, lo concibió como un espacio para la contemplación y el paseo donde la pradera central está protegida de ruidos por montículos de tierra y numerosos cerezos yodensi, de bella y fugaz floración. La calma preside así un paraje presidido por el color blanco, que se encuentra junto a la parroquia Iesu, de Rafael Moreno, y donde retumban las palabras paz, derechos humanos, libertad.
Hay quien escribe Lauhaizeta, otros optan por dos palabras (Lau Haizeta), y no faltan quienes lo conocen como Parque de Larratxo. El nombre es lo de menos en esta vía de escape de barrios como Alza, que reparte sus 600 hectáreas de terreno entre los municipios de Donostia, Errenteria y Astigarraga. Tampoco hacen falta vistas espectaculares para sacarle el máximo provecho, pues quién se resiste al placer de caminar alternando el sol y la sombra que procura una suerte de bosque mixto donde no faltan roble común, fresno, avellano, cerezo ni castaño.
Durante el recorrido, según la zona, se mezclan el trino de los pájaros, algún ladrido y el ruido de fondo de los coches que surcan la G20 sin romper la sensación de calma que envuelve al paseante entre el verdor de miles de ramas y hojas. El componente bucólico se incrementa al observar ovejas que pastan o sestean junto a los límites del parque, impasibles ante la curiosidad de los paseantes.
Entre las instalaciones lúdicas destacan mesas y bancos corridos, donde disfrutar de una merienda, y una sucesión de toboganes que aprovechan la pendiente del parque para solaz de los más pequeños. Mientras, el patrimonio cultural presume de riqueza con un par de fuertes militares del siglo XIX (Sanmarko, Txoritokieta) y la estación megalítica de Txoritokieta, con su monolito y sus dólmenes.
Bancales e invernaderos determinan la distribución de Viveros de Ulía. Su propio nombre ofrece una buena pista del por qué: el espacio fue hasta 2007 el vivero municipal, donde se cultivaban las plantas y árboles que posteriormente engalanaban los parques y jardines de San Sebastián. La presencia de la verja de hierro, que antiguamente cerraba la Plaza Gipuzkoa, es otra llamativa curiosidad de un recinto de 14.500 metros cuadrados donde, en momentos de soledad, se observan casetas de perro sin animales, libros sin lectores, lechugas sin agricultores y casetas sin guarda.
Entonces todo está a la espera, en un espacio gestionado por los propios vecinos, que oculta dos verdaderos tesoros de la ingeniería hidráulica: sendos depósitos de agua del siglo XIX que abastecían a Donostia hasta que se construyó la presa del Añarbe. Sus nombres: Buskando y Soroborda.
Además de 20 parques, los donostiarras más en forma tienen a su disposición hasta tres montes asomados al mar y cargados de valor sentimental para ellos: Ulía, Urgull e Igeldo. Cada uno tiene sus peculiaridades y ofrece diferentes opciones para quiénes se quieran perder en él. Así, Igeldo (181 metros de altitud) brinda la oportunidad de llegar en funicular a un pequeño y centenario parque de atracciones que cuenta con reclamos como el Río misterioso, la Montaña suiza y la Casa del terror.
Urgull (125), coronado con el Sagrado Corazón y el castillo de la Mota sobre la Parte Vieja de la ciudad, exhibe las defensas y murallas de una fortaleza militar con origen en el siglo XII. Mientras, Ulía (235) extiende su pendiente y su manto verde entre la playa de La Zurriola y el puerto de Pasajes. En lo alto se encuentran las ruinas de un antiguo molino, también un mirador sobre el mar Cantábrico (La Peña del Rey) y toda la calma que contrasta con el bullicioso pasado de una superficie que en su día contó con un popular merendero, instalaciones de tiro al plato, un parque de atracciones, tranvía...
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