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La naturaleza del Parque Natural de Las Batuecas y la Sierra de Francia, ubicado al sur de Salamanca, envuelve y protege al viajero llegue del norte de Cáceres o de la misma ciudad salmantina. Sus valles, ríos y bosques se conjuran para generar un microclima que es perfecto para huir del calor durante los meses estivales; pero, además, ese mismo paisaje es el que aisló la zona cubriéndola de misterios e historias durante muchos años.
Hay leyendas sobre un pasado salvaje, cuando Las Batuecas fueron descubiertas por los dominicos que llegaron allí predicando y se instalaron en una tierra que no la conocía ni el tato y que supuestamente estaba habitada por gente que no había salido de allí y eran salvajes. La orografía del lugar, desde luego, no permitía en el siglo XV muchas expediciones a las comarcas vecinas. La leyenda la terminó perpetuando Lope de Vega con su obra Las Batuecas del duque de Alba; y sus montañas, valles y bosques hicieron el resto.
Los cimas que suben y bajan siguiendo el baile de los arroyos y los ríos invitan a hacer senderismo por el Parque –de más de 30.000 hectáreas que abarcan 15 municipios– con la esperanza de encontrarse con alguna cabra montesa o divisar algún águila real. Las rutas están muy bien señalizadas desde la entrada del recinto protegido y, además, este Parque cuenta con un valor añadido a tener en cuenta: hay zonas accesibles para discapacitados.
En la zona hay restos de pinturas rupestres, calzadas romanas, iglesias visigodas… La historia asalta al visitante como las fábulas que envuelven a sus interesantes pueblos. Con cinco de ellos declarados Conjuntos Histórico-Artísticos, son rincones perfectos para degustar la gastronomía local como sus maravillosos embutidos, su cochinillo frito o sus patatas meneás. El visitante puede recorrer las localidades batuecas con su arquitectura tradicional como Miranda del Castañar, Mogarraz, San Martín del Castañar, entre otras. Sin embargo, es una de ellas la que ostenta el honor de haber sido, en el año 1940, el primer pueblo de España en recibir la distinción de Conjunto Histórico-Artístico: La Alberca.
Las calles estrechas del pueblo presumen de sombra y de una arquitectura única, característica de la zona. Uno de sus habitantes, Marcos 'el Márgaro' González, cumplió 99 años el pasado 25 de abril y aún así no alardea de ser el más anciano del pueblo: "Solo soy el segundo más viejo", asegura sentado tranquilamente delante de la Iglesia Nuestra Señora de la Asunción, del siglo XVIII, viendo a la gente pasar. Parando a unos y luego a otros, cuenta historias de sí mismo y responde a las preguntas de los curiosos. Y durante todo ese trajín no deja de sonreír ni un segundo.
"Siempre ha venido mucha gente porque dicen que el pueblo es muy guapo", dice ahogado entre carcajadas. Le llaman 'el Márgaro' porque su abuelo "se casó con una moza de otro pueblo y fue todo el mundo a ver a quién se había traído", narra, porque entonces los forasteros eran precisamente eso: de otro lugar, extraños y ajenos. "La chica, que después sería mi abuela, se llamaba Margarita". Y desde entonces todos sus descendientes fueron apodados 'los márgaros'. Cosas de pueblo.
Más allá de los pueblos batuecos, está el deseo de conocer ese lugar en el que dicen que se refugiaba Miguel de Unamuno cuando se cansaba del mundo: la Peña de Francia, que él llamó 'el reino del silencio' en su libro Andanzas y visiones españolas. Es difícil, estando en Las Batuecas, perder de vista en algún momento la Peña, ubicada a 1.723 metros de altura, y el Monasterio asentado en su cima. Se puede llegar en coche, aunque muchos se animan a hacerlo caminando (en su mayoría peregrinos) o en bicicleta. Su carretera invita a subirla con la esperanza de encontrar algo mucho más grande al final de ella. Y, en este caso, no defrauda.
Existe en esa cima un punto bautizado como la 'cruz de Unamuno', donde dicen que el escritor pasaba largas horas pensando. Es fácil imaginarse en esta cumbre por qué el vasco la eligió como uno de los lugares para enfrentarse a sus crisis espirituales. No hay mejor forma para describirlo que las palabras que ya usara él mismo: "Un silencio divino, un silencio recreador. Silencio ante todo". La Peña de Francia es un mar sin ruidos incluso cuando sopla el viento.
Juan Francisco Herrero, director de la hospedería del Monasterio de la Peña, asegura que el turismo que llega hasta aquí es "un turismo de retiro, de aislamiento, religioso, muy tranquilo, de senderismo…". Se entiende perfectamente. Desde las alturas de ese mirador gigante se divisa casi toda Salamanca y parte de la provincia de Cáceres. Todo queda atrás cuando se mira hacia el horizonte desde las alturas: el bullicio de la ciudad, el estrés de las responsabilidades diarias, las prisas –esas prisas–, el cansancio de las horas extra y el peso de la rutina mortal. "¡Vivir unos días en el silencio y del silencio, nosotros, los que de ordinario vivimos en el barrullo y del barrullo!", escribía el autor de San Manuel Bueno Mártir. Todo se diluye con una mirada desde las rocas de esa peña que, a veces, se llena de nubes al amanecer. Por algo este santuario es bien llamado: el cielo terrenal y espiritual de Salamanca.
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