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Hace 16 millones de años esto era una isla (530 km2) aparte, y enseguida se da uno cuenta. En el extremo sur de Fuerteventura se conforma una estrecha lengua de terreno basáltico aferrada al resto de isla majorera por el istmo de La Pared. En este cinturón arenoso de 6 kilómetros de extensión, antes de la llegada castellana, los antiguos pobladores levantaron un muro de costa a costa para aislar aún más este territorio solitario y de apariencia hostil, capaz de abrir un capítulo de misterio dentro del catálogo idílico de las Islas Canarias. Cruzamos La Pared hacia la península de Jandía.
Sobre el mapa parece como si la isla se estrujase en su vertiente austral, y sobre la carretera, como si al hacerlo se despojara de todo rastro de humanidad. Especialmente al sobrepasar Morro Jable. Pero antes de llegar hasta aquí, conviene saber que Fuerteventura es la segunda isla en tamaño del archipiélago canario, pero la más alargada (100 km de longitud); que la península de Jandía se encuentra en un extremo, que los trayectos se hacen (muy) largos y que las prisas se dejan en el avión. Nada más salir de él, también conviene alquilar un vehículo para exprimir este paraje al máximo y, como vienen baches, mejor hacerlo con seguro a todo riesgo. Todo esto merece la pena, nada más llegar aquí.
Morro Jable, situado en el municipio de Pájara, es el último pueblo y vestigio turístico dentro de este territorio protegido como parque natural (144 km2) desde 1987. Se localiza a algo más de una hora desde el aeropuerto insular por la FV-2, una amable autopista que se abre paso en paralelo a la línea de volcanes que dividen dos costas enfrentadas y guían al viajero hacia la Punta de Jandía.
Este es un paisaje difícil de predecir, que cambia de un montículo a otro. Desde barlovento, el jable (arena volcánica) cruza el istmo para acumularse en este extenso campo de dunas (45 km2) con nombre propio: las playas de Sotavento. Sus mareas dejan tras de sí lagunas de agua salada y sus vientos el patio de juegos favorito de windsurfistas y kitersurfistas. La cara sur, desde Costa Calma hasta Morro Jable, es la más tranquila y apacible, de arena fina y aguas claras con poco calado, mientras que en la cara norte los volcanes esconden los 57 kilómetros más vírgenes del litoral de Fuerteventura. Nuestro próximo destino.
El asfalto desaparece en Morro Jable en virtud de un camino pedregoso que vertebra la reserva y aleja al dominguero. Esto ayuda a que Jandía aún se conserve como reducto desamparado y silencioso, mucho más ahora. La pista de tierra serpentea 22 kilómetros por este páramo protegido que se despliega como un universo de basalto negruzco y marrón, salpicado por la aulaga y el cordón de Jandía, entre otros tantos endemismos botánicos, que trepan por las laderas de esta cordillera volcánica como lo hacen las cabras y los burros.
Ni un alma se ve aquí, tan solo algunas casas aisladas y marquesinas abandonadas junto al camino. También aparece algún que otro senderista en una valerosa travesía por este desierto. El horizonte lo marca el faro de la punta de Jandía y el techo majorero el Pico de la Zarza (807 metros), que preside el macizo que vamos a cruzar.
El único desvío en la senda es el de Cofete, que nos guía en un ascenso curvilíneo por las faldas de Montaña Aguda hasta la Degollada de Agua Oveja. Hablamos del mirador que bien vale 20 kilómetros de bache y de curva. El viento golpea, como en ningún otro, en este emplazamiento bajo el que se despliega el mayor tesoro del catálogo paisajístico de Fuerteventura.
La playa de Cofete parece llevar el cartel de "No queremos forasteros". Aun así, descendemos hacia este arenal de aspecto salvaje y paradero remoto. Doce kilómetros de arena dibujando una media luna protegida por la cordillera que parece desprenderse lentamente hacia el océano. En su camino deja un páramo agrietado por ramblas secas hasta la arena dorada, que detiene un mar traicionero y peligroso para quien se quiera bañar aquí. La de Cofete ha sido elegida como la segunda mejor playa de Europa en el ránking organizado por Tripadvisor y no es de extrañar.
El camino continúa en zigzag hacia esta costa virgen, donde cada curva parece el lugar idóneo para alimentar el Instagram. En la lejanía aparece un pequeño poblado, el de Cofete, de casas rudimentarias entre cactus que indican la llegada al aparcamiento de la playa. No hay restaurantes ni tiendas, ni mucho menos chiringuitos, así que, quien venga aquí, tiene que venir preparado.
El viento no es un extraño en Cofete pero, tanto si lo hay como si no, lo mejor será buscar uno de los pequeños refugios que se camuflan entre la arena y la piedra volcánica para resguardarse, pasar el día y también desaparecer. Quien quiera caminar, puede hacerlo hasta Punta Paloma pasando por El Islote y la playa de Barlovento en una ruta de 8 kilómetros en total soledad. Además del baño prudente, el paseo es obligatorio para descubrir esa sensación de sentir que estás en una isla desierta. Aunque grites nadie te va a oír.
Bajo la cordillera, la vista la acapara una mansión enigmática, que se alza en solitario sobre la dehesa de Jandía. Uno se pregunta qué pinta un caserón como este en medio de la nada y lo más normal, nada más verla, será montarse una película macabra. Todo esto sin conocer las leyendas de Villa Winter, los nazis y el franquismo.
La realidad es que el ingeniero alemán Gustav Winter adquirió buena parte del parque natural de Jandía para experimentos agrarios y para levantar en 1946 este palacete blanco con techo de teja rojiza. Aquí empieza la otra realidad. Algunas leyendas vinculan a Winter con el Tercer Reich y a su villa a una base de aprovisionamiento de submarinos dentro de la estrategia de Adolf Hitler de dominar las aguas del Atlántico. Ni la historia ni la escasa profundidad del calado de Cofete lo han podido corroborar.
Tampoco corroboran que aquí se celebrasen fiestas de oficiales nazis durante la contienda, ni que esta fuera la residencia de un alto cargo alemán que había huido a este lugar para esconderse del resto del mundo al amparo del régimen franquista. Mito o verdad, la mansión es un misterio más por resolver en este paraje donde no es difícil que vuele la imaginación.
Nuestra última dirección nos la marca el faro de Jandía. De vuelta a la bifurcación, el camino deja el valle de los Mosquitos para tomar el centro de la península que se vuelve cada vez más península a medida que nos acercamos a la punta de Jandía. La montaña se diluye ahora en las llanuras de los Tableros, un terreno baldío rodeado por calas escondidas para quien las sepa encontrar entre los pequeños acantilados. Juan Gómez, Las Pilas o Punta de Salinas son algunos nombres de estos búnkers de arena fina, roca volcánica y aguas transparentes solo accesibles por senderos aún más accidentados que el anterior. También se puede acceder caminando por el Camino Natural de Fuerteventura, que vertebra toda la isla de norte a sur.
El oleaje atrae a surfistas y el magnetismo del lugar a un puñado de nómadas que pasarán la noche aquí, entre furgonetas camper, hogueras y el balanceo del mar. Pero antes de la puesta de sol, que en este lugar parece lo único de lo que hay que estar pendiente, conviene acercarse hasta la punta de Jandía.
Su faro fue construido a mediados del siglo XIX para guiar a los navegantes que se dirigían a África y a los que partían desde Las Palmas de Gran Canaria hasta Puerto de Cabras y Gran Tarajal. Se enclava sobre el acantilado, al final de la carretera que parte desde el Puertito de la Cruz. Es este el mayor núcleo de población (31 habitantes) del lugar, donde los primeros pobladores vivían del mar y los últimos también.
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