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En lo que va de invierno, a duras penas el termómetro ha bajado de los 16 ºC en toda la costa alicantina. Por eso y porque el Mediterráneo ofrece por estos parajes su faceta más domesticada, auguramos un alto porcentaje de éxito para el primer baño de la temporada en esta cala recoleta de Moraira. Es, además, uno de los pocos rincones donde resarcirse del urbanismo feroz, dentro del que se erige (que también hay que decirlo) como el litoral más castigado por la especulación desmedida.
Y es que la playa de El Portet (el puertecito), que se recuesta sobre el Cabo de Oro, resulta sumamente seductora por su peculiar disposición. Sin ser estrictamente salvaje, se trata de la más alejada de la carretera general y tan solo abrazada por un agradable paseo y un puñado de casas blancas de arquitectura marinera.
Es, además, el destino indicado para bañarse con niños, que podrán chapotear a sus anchas en sus aguas calmas como una piscina (no se pierde pie hasta unos veinte metros mar adentro) o disfrutar de su fina hilera de arena dorada, ideal para moldear castillos con cubo y palas. Si el baño se alarga, que es probable, se puede acceder a nado al atolón conocido como Isla de la Tortuga por su sorprendente parecido a este reptil, o incluso a la Cueva de las Ratas, que es una gruta habitada por escalofriantes murciélagos. Y ello, disfrutando de la transparencia de sus aguas y sin necesidad de botella de oxígeno.
Garantía de buen tiempo se tendrá también en la más oriental de las Islas Canarias, donde remojarse no supondrá ningún esfuerzo. Para ello optamos por el lugar que encierra el baño más apetecible, al que no ha logrado eclipsar ningún otro arenal de Lanzarote. Nos referimos a los casi dos kilómetros de playas (porque son varias) que reciben el nombre de Papagayo y que condensan la belleza salvaje del Monumento Natural de Los Ajaches al que pertenecen. Un tramo que ha permitido al mar colarse por sus recovecos, obteniendo como resultado una bonita alternancia de roquedales volcánicos con abanicos de arenas cobrizas, abrasadas siempre por el sol africano.
Asentada en el sur, Papagayo se abre a sotavento, lo que significa oleaje en calma y bronceado asegurado. Pero es su paisaje deslumbrante el que convierte estas calas en un oasis porque cada una de ellas ofrece una particularidad.
La tradicionalmente nudista Caleta del Congrio, la más expuesta al mar de fondo, es testigo de los amaneceres, mientras que la puesta de sol es patrimonio de la más fotogénica, la Caleta del Papagayo, con el marco de Fuerteventura y el islote de Lobos a lo lejos. Playa Mujeres es la que ofrece más espacio, mientras que Los Pozos guarda el significado histórico de ser el punto donde se inició la conquista de Canarias para la Corona de Castilla. En cualquiera de ellas, el primer chapuzón será gloria bendita.
Vale que calor, lo que se dice calor, no es sinónimo de nuestro norte. Y que la temperatura del agua, antes del periodo estival, tal vez corta la respiración. Pero los valientes que decidan darse su baño inicial en esta playa emplazada a unos 25 kilómetros de Santander, no se arrepentirán de su hazaña. Porque allí donde el Cantábrico batido se encara de veras con la costa, dejando en la orilla cortinas de espuma; allí donde aún planean las rapaces que filmó Félix Rodríguez de la Fuente en el que fue su tramo favorito del norte, descansa Langre, la niña bonita del litoral trasmiero y la más viva encarnación del concepto de playa verde.
Encerrada en un colosal hemiciclo de paredes calizas de más de 25 metros, su acceso tiene lugar a través de una escalinata que conduce a dos franjas arenosas resguardadas del viento y enlazadas durante la bajamar: la Playa Pequeña y la Playa Grande, ambas de forma semiesférica y aptas para quienes gusten de bañarse entre olas gigantes o para quienes opten por cabalgarlas con tabla y traje de neopreno.
En un extremo del acantilado, el Pico del Loro, un peñasco al que el mar sigue puliendo cada día, inspira diferentes siluetas: hay quien dice que es un león recostado sobre las manos delanteras; hay quien piensa que se trata de una cabeza humana. Dado que en esta zona, la piedra es una seña de identidad –la fama de sus maestros canteros se remonta a la Edad Media– es bastante posible que todos lleven razón.
Puestos a concebir este momento con solemnidad, hagámoslo en la isla más coqueta del archipiélago balear. Porque sin ánimo de tropezar con lo categórico, pocas playas como las de Menorca pueden compararse sin complejos a la sensualidad del Caribe, al exotismo de los mares del sur. Cala Escorxada, con la riqueza cromática de sus aguas en las que caben todas las gamas del azul, saldría incluso airosa en este parangón.
Aislada y de difícil acceso, se encuentra dentro del Área Natural de Especial Interés que va desde Binigaus hasta Cala Mitjana, concretamente a ocho kilómetros de Es Migiorn Gran. Y como en la mayoría de calas sureñas, ocupa la desembocadura de un barranco, a espaldas de la molesta tramontana.
Si a ello sumamos que su arena en forma de u tiene la textura del polvo y que a su misma orilla se acercan pinos, acebuchales y brezos, la estampa se dibuja perfecta: un rincón virginal al que es más propio llegar en barco (no existe acceso por carretera) o a pie a través del Camí de Cavalls (camino de caballos) entre la espesura del bosque. Este hecho, precisamente, le confiere una intimidad que cuesta hallar en otros rincones de Menorca, por lo que es el lugar perfecto para inaugurar la temporada de chapuzones de este 2018.
Este arenal de Ayamonte, el último del litoral español cercano ya a la frontera con Portugal, se cuela a menudo en los primeros puestos del ranking de las mejores playas de España. Nada extraña si tenemos en cuenta su emplazamiento en la desembocadura del Guadiana y su mágico entorno de marismas, cayos y dunas a lo largo de siete kilómetros donde el horizonte no es más que agua cristalina y arena dorada.
Un paraíso natural, en definitiva, caracterizado por el bajo nivel de urbanización de la zona y la escasa masificación turística (es tan amplio que incluso en temporada alta resultan extrañas las aglomeraciones), en el que darse la primera remojada bajo un sol apremiante puede resultar un plan perfecto. Sobre todo si la jugada se completa con un paseo en bici a lo largo de su interminable orilla, con la visita a la Torre de Canela del siglo XVI y después, al fin, con un merecido atracón de gambas rojas regadas con un buen vino de la tierra.