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Se llama Berellín, y es una de las calas más hermosas de Cantabria. Aunque los veraneantes de Prellezo, el pueblecito de Val de San Vicente -la frontera cántabra con Asturias- lo llaman playa. Quizá lo consideraron playa cuando comenzaron a llegar al pueblín, cuyos habitantes siempre miraron hacía abajo con respeto, porque allí ha encallado más de una vez algún barco pesquero. Rodeada de acantilados cortados y pastos que han hecho felices a vacas y ovejas durante siglos -también hubo olivos- hoy es una de esas calas que disfrutan los algo arriesgados.
No tiene chiringuito ni hamacas, ni vigilantes. Por eso es bella. Aunque las calas no dejan de ser pequeñas ensenadas por donde se cuela el mar, de una belleza sorprendente tanto por flora como por fauna -alguna vez se suele ver un pulpo superviviente del exterminio y es zona de percebes- el ser más recónditas se debe a que es más complicado su acceso. Pero en Berellín, a un kilómetro de Prellezo, se puede.
Arriba hay un prado y un mirador acondicionado para aparcar y solo falta que tengas unas rodillas decentes para acceder a la arena blanca, fina. Y a vigilar las mareas, porque cada seis horas prácticamente desaparece. Aquí, los momentos de playa, mañana o tarde, los impone la señora luna y sus mareas.
A principios del invierno del 2012, el pequeño municipio de Santillán saltó a las páginas de los periódicos porque una ballena se había quedado varada en su cala. O playa. Santillán y Boria son dos pueblecitos pertenecientes a San Vicente de la Barquera, bellísimos, altos, cuyo precio a pagar por tanta hermosura son los vientos que les sacuden todo el año.
En el imaginario de los niños de la zona, las galernas y las olas de quince metros de la infancia, la imagen de algún pequeño barco aguantando frente a la costa de forma heroica, es una de las aventuras con que impresionan a los chavales que llegaron a veranear -no muchos- desde Euskadi, Palencia o Madrid. Las praderas que bajan hasta la cala, las cuevas que son “invadidas” por niños y adultos en la marea baja, los tesoros recuperados entre mejillones y cangrejos que van al cubo de plástico y la pala, dan para jornadas inolvidables.
El colmo de todas las ilusiones es la búsqueda de algún hueso de la ballena de hace casi diez años. Todo ello promete una excursión única. Eso sí, como en Berellín, es imprescindible mirar el mapa de mareas para disfrutar del lugar, donde difícilmente vas a encontrar masas dispuestas a asaltarlo. Ni siquiera en el mes de agosto. Eso queda para Merón, Gerra y Oyambre, grandes y a escasos kilómetros.
El Sable o la Tina Menor, la desembocadura del río Nansa que baja ya cansado desde los Picos de Europa, da para engañar como si estuvieras en el Caribe. Con marea alta y con vídeo en redondo, el pego a los instagramers es seguro. Es un lugar perfecto si echas de menos una piscina para nadar un rato largo, sin discutir con las olas. Cuando la marea está arriba, entonces es una balsa donde las brazadas saben a sal y agua dulce del Nansa.
Hay zonas muy seguras para los niños, pero hay que tener cuidado con el río. Con la marea baja, la playa es grande y puedes caminar hasta detrás de la roca que lo cierra en marea alta, bordearla y explorar la cueva que da a mar abierto. Es uno de esos sitios para los que merece la pena preparar la cesta y la nevera de verano, meter a la tropa en uno o varios coches y vivir la experiencia de entrar en la ría con la marea alta y dejarla en baja. Todo un día. En unas horas, dos paisajes. Desde la gran playa que es sin agua a verla convertida en una mansa piscina, donde puedes deslizarte con la tabla de SUP al ritmo de la marea o salir en el barco de alguno de los viejos marineros de Pesués o de los Tánagos. Si te atreves a pedírselo.
Conviene ser cuidadoso con el Nansa, que sale al mar pegado a la roca (por encima, entre pinos y eucaliptos, asciende la carretera que lleva a Pechón), porque la corriente del río con la fuerza del mar en marea baja, puede dar más de un susto. Digan lo que digan los presuntos expertos, el Cantábrico, estés en una cala o en una playa, no es un lugar para perder de vista a los niños. Ni siquiera a los adolescentes presumidos, salvo que lleven una tabla y sepan manejarla.
De los cuatro lugares que aquí te ofrecemos, Luaña (Cóbreces, en Alfoz de Lloredo) es el más concurrido, pero no hasta el punto de que no tengas sitio para dejar la toalla. Por ahora, los habitantes de la zona temen la masificación de agosto en los últimos años. Pero aquí, hablar de masificación resulta una broma comparado con lo que se entiende por tal término en el Mediterráneo o en el sur de la península.
Cóbreces está en la antigua carretera general entre Santillana del Mar y Comillas, en el Camino de Santiago por la Costa. Por eso su playa, Luaña, es uno de esos lugares en los que los peregrinos a veces se desvían para darse un baño más que reconfortante para sus pies y su cabeza. Restaurada a principios de este siglo con mimo y arena fina, blanca, su forma de concha, recogida pero abierta al mar, es preciosa. A las orillas, con marea baja, goza de todos los pequeños tesoros que ofrecen las rocas para chicos y grandes. Es de acceso fácil, tiene prados para aparcar y dos terrazas con restaurante en los que en fin de semana hay que reservar, según entras en la playa.
Si la playa está muy concurrida en la arena, este es otro lugar ideal para marchar a pasar el día, haciendo un picnic muy británico. Rodeada de prados y con la desembocadura del arroyo de la Cochunga, se puede uno establecer en las praderas y pasar el día en plan campestre, escapando a darse el chapuzón en Lueña, a poco más de trescientos metros. No siempre la primera línea ofrece lo mejor.
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