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Para su 400º cumpleaños la capital ha puesto en marcha una intensa agenda cultural. Eventos que arrancaron el 17 de febrero con un vídeo mapping en 360º proyectado sobre sus fachadas, y que se extenderán durante dos años con iniciativas diversas. Por ejemplo, una demostración de saetas en Semana Santa, un espectáculo de zarzuela para San Isidro… y una recreación del mercado de palabras al estilo del Siglo de Oro, con fiestas barrocas y justas poéticas.
También la retransmisión de un concierto especial de Plácido Domingo desde el Teatro Real, representaciones callejeras, actividades fotográficas, música de los Veranos de la Villa y el Festival de Jazz, y cine, mucho cine, de la mano de 50 películas en las que la Plaza Mayor ocupa un papel destacado (ver programación).
Y como en todo aniversario, también recibirá un regalo: la plantación de 100 árboles adosados a las columnas, muy pegados a los soportales, para otorgarle un ambiente mucho más fresco y renovado. Para recuperar, tal vez, una de las múltiples señas que conforman su identidad histórica.
Quién iba a decir que aquella laguna de Luján que yacía anegada de lodo a las afueras de la villa, aquel charco al que los monarcas acudían a cazar patos, acabaría convertido en la plaza por excelencia de la capital de España, en su centro neurálgico emplazado a un paso del kilómetro 0 de las carreteras nacionales. Corría el siglo XV y Madrid contaba con apenas 5.000 habitantes, una muralla y un puñado de tenderetes que se improvisaban en esta zona empantanada para evitar pagar los aranceles.
Así, al calor de estos mercaderes que llegaban de los pueblos cercanos a vender fresquísimos los productos de la huerta, las aguas fueron desecadas para facilitar el comercio. Y así también nació una suerte de plaza, llamada del Arrabal, con su sello vociferante de mercado: sucia, anárquica y flanqueada por viejas casonas, una de las cuales ejercía como panadería.
Son estos los orígenes de la Plaza Mayor (y de su edificio más representativo), espontáneos y desordenados como son los designios del pueblo. Los orígenes del que fuera un rincón bullicioso, muy vivo, que sin embargo venía a empañar el rango que se le suponía a una ciudad de la talla de Madrid. Definitivamente, aquello era demasiado canalla para la sede de la Corte.
Es a Felipe III, primer monarca madrileño, a quien se debe la disposición de este espacio tal y como lo conocemos hoy: amplio, estructurado y simétrico. Él mismo, obsesionado por modernizar la capital, ordenó la construcción de una plaza que concentrara el trasiego mercantil, pero que además sirviera como punto de encuentro de la población con la realeza. Un modelo que ya se había implantado en Valladolid y que no era otro que el mismo foro porticado que habían alumbrado los romanos en el albor de los tiempos.
En 1617 comienzan las obras a cargo de Juan Gómez de Mora, arquitecto de confianza de la corona y autor de otros monumentos capitalinos como la Casa de la Villa (sede del Ayuntamiento hasta 2007) o el Monasterio de las Agustinas Descalzas de la calle Santa Isabel. Gracias a él, la Plaza Mayor se convierte en la máxima expresión del Madrid barroco, aunque ciertas reformas posteriores le añaden nuevos rasgos románticos y clasicistas. Entre ellas, las que se acometieron por obligación las tres veces en que inevitablemente fue devorada por las llamas: en 1631, 1672 y 1790.
Cuatro siglos han llovido desde la primera piedra y la plaza guarda en su memoria todo un arsenal de historias. De celebraciones regias, de clamor popular, de episodios oscuros. Aquí, sobre estos viejos adoquines, tuvieron lugar corridas de toros, procesiones del Corpus Christi, autos de fe y hasta ejecuciones públicas a cuchillo o a garrote vil. También aquí, durante la Segunda República, florearon los árboles y corrió el agua fresca de las fuentes, cuando este recinto era un jardín donde respirar aire puro.
La Plaza Mayor ha visto desfilar a los tranvías y después estacionarse a los coches. Ha aparecido en las novelas de Benito Pérez Galdós y hasta ha sido escenario de una de las secuencias más famosas del cine español: aquella de La Gran Familia con un Pepe Isbert desesperado en busca de su nieto Chencho, perdido entre la multitud el día de Navidad. Un retrato de aquel Madrid en blanco y negro asediado por la posguerra, que soñaba con un futuro mejor.
También hoy la plaza acoge los mercadillos navideños, las protestas ocasionales, los espectáculos y conciertos masivos que se programan durante las fiestas. Y aunque hay quien se empeña en sugerir un relajante café con leche, sigue siendo el templo de ese bocado castizo por derecho propio que es el bocata de calamares.
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