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La Sierra de Santo Domingo se incorporó hace unos poquitos años a la Red Natural de Aragón y se convirtió en Paisaje Protegido. Las razones saltan a la vista en cuanto se recorren estos parajes. Aquí la naturaleza plasma el concepto de frontera. Es una sierra en las Altas Cinco Villas de Zaragoza, a un paso ya de los Pirineos de Huesca. Pero no solo eso, también es un hito en el paisaje entre el clima mediterráneo más seco y las últimas humedades de la meteorología atlántica.
Un territorio tan singular como quebrado y variado. Paraíso para los senderistas de media montaña que aquí se adentran por ambientes bien distintos entre sí. Desde hayedos que parecen salidos de un cuento hasta barrancos imposibles. Un espacio que conoce como pocos Antonio Aldaz, nuestro guía. Un emprendedor de Luesia que con su empresa Sendynat, lleva años ofreciendo rutas didácticas y naturales por toda la sierra.
Nos acompaña por el camino más corto y visitado de cuantos se pueden recorrer por estos lares. Vamos a remontar el cauce del río Arba de Luesia. Una ruta de apenas 3 kilómetros, donde la caminata se alterna con algún que otro chapuzón en las diferentes pozas o piscinas naturales que se forman en su lecho. De ellas, la más famosa y concurrida es la primera: el Pozo Pigalo. Pero merece la pena caminar un poquito para encontrarse con la Poza Santa María o la del Trampolín.
El tamaño de esas pozas, la frescura de sus aguas cristalinas y la belleza del lugar lo han hecho tremendamente popular. Gente de toda la comarca, e incluso de Zaragoza, a unos 105 km. de distancia, llegan hasta aquí para darse un baño y pasar una jornada campestre. Pero la situación alcanzó el rango de insostenible, y hubo que regular el acceso. Por eso en verano hay que hacer una reserva en la web del ayuntamiento de Luesia para poder llegar hasta el Pozo Pigalo y el resto de pozas.
Solo se permite el paso a 50 coches y otros vehículos como motos o quads. Todos ellos deben aparcar en la zona habilitada y desde luego a los visitantes se les pide que sean responsables y dejen el lugar lo más limpio posible, colaborando así en su conservación. “Aunque un domingo de verano esto parezca la playa, el Pozo Pigalo sigue siendo Paisaje Protegido de la Sierra de Santo Domingo”, recuerda Antonio, que activa su radar y va detectando todos los restos que los bañistas se “olvidan” junto a las pozas.
No obstante, nuestro guía no solo mira el suelo en busca de basura. También nos hace levantar la vista para contemplar al entorno. “Estamos rodeados de bosques impenetrables. Son masas forestales muy espesas desde antiguo”. Después, durante el paseo, se explaya en explicaciones sobre las especies que salen a nuestro paso, como carrascas, robles, bojes o distintos tipos de pinos: “Son royos y autóctonos en el lado de la umbría, mientras que son pinos laricios austriacos de repoblación los de la solana”.
“Por estos rincones se refugiaron los maquis. Y antes, a mediados del siglo XIX, era una zona perfecta para el estraperlo”. Nos relata que hay registros de enfrentamientos entre carabineros de la Guardia Civil y los contrabandistas. “De vez en cuando había muertos. Los traficantes acaban tirados en el monte y los cadáveres de los guardias más de una vez se llevaban al pueblo de Ayerbe. Allí les hacía la autopsia el padre de Ramón y Cajal, que entonces era el médico de la localidad”.
Viendo la ladera del monte, parece mentira que por ahí pueda caminar ningún ser que no tenga cuatro patas, como los habituales corzos, jabalíes o garduñas de la zona. Eran tiempos de más necesidad y menos confort. Hoy venimos en plan excursión gracias a 8 km. de cómoda pista de tierra que comienza a las afueras de Luesia. Pero antaño no todo era tan fácil. “Estas ruinas al lado del Pozo Pigalo eran las de un molino de harina. Y es que donde está el camping, al lado de donde hemos aparcado, había un campo de cereal que llamábamos el Soto Gracia”.
Entre el molino y la amplia zona de picnic, nos asomamos para echar un primer vistazo al Pozo Pigalo. Aunque todavía no es mediodía, ya hay gente bañándose y tomando el sol en las enormes rocas que parecen una presa natural para contener la fuerza del río. “Estas piedras son estratos verticales de arenisca, capaces de resistir la erosión, mientras que el agua va arrastrando las gravas y las arcillas”.
Vemos a algunos jóvenes trepando hasta lo más alto de la roca para saltar desde ahí. Da respeto y más sabiendo que el pozo no es demasiado profundo. Si bien, al ser un pozo tan cerrado, las aguas no tienen escapatoria y hacen mucha resistencia cuando entran los saltadores más valientes. “Dicen que la entrada es muy dura, no se expande el agua y te puede hacer daño, pero a cambio no te hundes demasiado, así que generalmente no llegas al fondo”.
Aprieta el calor, y dan ganas de zambullirse. Pero antes vamos a sudar un poquito caminando aguas arriba. No hay pérdida posible. Tampoco señalización. Pero basta con seguir las sendas pisadas mil y una veces por el resto de excursionistas y domingueros que remontan el cauce. Es cierto que habrá que cruzar en varias ocasiones sobre el agua, pero siempre son pasos muy sencillos. Obviamente, eso cambia de manera radical si llega una tormenta. Al fin y al cabo el Arba de Luesia es un río de montaña y, por lo tanto, su caudal puede crecer rápidamente y tornarse peligroso. Pero está claro que en tales situaciones, a nadie se le ocurre venir hasta aquí para darse un baño.
El camino es todo un deleite. Junto al río, se descubre la conocida como fuente de los Trece Medios. O se van viendo los brillantes acebos y los árboles convertidos en rascaderos para jabalíes. También hay alguna que otra pluma azul y negra de los arrendajos. “Son los pájaros más chivatos del bosque. En cuanto nos oyen, pían con fuerza para avisar al resto de que estamos por aquí”. No es la única ave de la que intuimos su presencia. Se escuchan los picoteos de los carpinteros en los troncos secos, “siempre buscan los gusanos en madera muerta”. O se identifica la silueta en el cielo de milanos, alimoches y hasta del quebrantahuesos, “hay una pareja de adultos y su pollo del año pasado”.
De esta manera, sin darnos cuenta llegamos al Pozo de Santa María. Igual es un poquito menos espectacular que el Pigalo. Pero es casi tan grande y está menos concurrido, ya que no todo el mundo carga con sus neveras, sillas, toallas y restos de enseres hasta este punto. Y cuando seguimos un poco más, todavía vemos menos bañistas. Pocos son los que llegan hasta la Poza del Trampolín, pero quien viene no puede evitar saltar al agua desde la roca que le da nombre.
Es un chapuzón antes de regresar. O bien deshaciendo el camino, o bien dando un rodeo para salir hasta la pista cercana, cuyo trazado es más cómodo pero también más largo, ya que se prolonga cuatro kilómetros hasta el punto de inicio. De una forma u otra, al retornar será imposible no buscar el alivio y el frescor de un baño en las aguas del Pozo Pigalo.
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