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Las campanas ya no tocan ni a muerto. El imponente silencio se ha adueñado de las calles de numerosos pueblos de Zamora donde ahora solo ulula el viento y suenan los recuerdos: las pisadas sobre una vajilla hecha añicos, los chirridos de las oxidadas bisagras y los crujidos de la madera agrietada. Son los ecos de una España Vacía, o más bien vaciada, que resuenan como alaridos en una provincia que se resiste a engrosar su lista de pueblos fantasma, convertidos en la actualidad en "atracciones turísticas", según los cataloga Google Maps, pero que nadie logrará borrar del mapa, ni de la memoria.
Un pueblo que fue -literalmente- luz y ahora está sumido en la oscuridad. A mediados de los años 50 del siglo pasado, la impresionante orografía de los Arribes del Duero con abruptos cañones de hasta 200 metros de altitud sedujo a Iberduero. La empresa hidroeléctrica quiso obtener del río Duero toda la energía posible y para ello construyó la presa o salto de Castro. Una colosal obra de ingeniería cuya compleja construcción requirió mano de obra.
Es por eso que Iberduero levantó un poblado de la nada para dar cobijo a los obreros y lo dotó de todos los servicios necesarios: una escuela, un consultorio médico, una hospedería, un bar, una iglesia e incluso un cuartel de la Guardia Civil. A día de hoy, la presa sigue generando electricidad pero la vida en el pueblo se apagó en 1989. Apenas 37 años después de su nacimiento, Iberduero instaló el teletrabajo y los controles remotos desterraron a los empleados y habitantes de la aldea. El pueblo quedó abandonado y pronto fue vandalizado.
Aquí tampoco repican las campanas. Se las han llevado, igual que los bancos de la iglesia. En el interior del templo, solo el altar permanece en pie. La escuela está desangelada. No queda ni rastro del encerado, ni de los pupitres, ni mucho menos de la algarabía de los recreos. Las viviendas ya no son casa, ya no son hogar. Todas las habitaciones han sido desvalijadas o destrozadas. No queda ni un alma… O sí. Su buen estado de conservación, pese al saqueo interior, no solo atrae a cientos de turistas atraídos por el misterio natural que desprende el recóndito lugar, sino también a investigadores de fenómenos paranormales en busca de señales del más allá.
Lo cierto es que oír el golpeteo continuo de las contraventanas o el sonido de los cristales rotos al caminar, contribuyen a alimentar la sugestión de todo aquel que se acerca a este pueblo fantasma con vistas espectaculares al río Duero, testigo natural de su mortecina luz.
"Aquí hay un cadáver", reza una de las pintadas. El color amarillo de Tierra de Campos, despensa de cereal, se viste de luto al llegar a Otero de Sariegos. Si bien las tonalidades ocres predominan en esta diminuta localidad, el duelo se cierne sobre sus calles de tierra sin gente, sus casas de adobe semiderruidas y su cementerio de contadas tumbas.
No hay signos de vida humana, pero sí animal. Numerosas madrigueras de conejos escoltan la cuesta de acceso al municipio y las cigüeñas anidan en lo alto del campanario de la iglesia de San Martín de Tours. A vista de pájaro, el contraste es brutal. De un lado del templo, la Reserva Natural de las Lagunas de Villafáfila, un inmenso humedal que da cobijo a miles de aves migratorias. Del otro, un paisaje yermo de casas sin techo, palomares hundidos y un desolador reguero de tejas, tierra y escombros.
Las viviendas no se han rehabilitado a excepción de un observatorio de aves que recrea un típico palomar de Tierra de Campos y que en la actualidad constituye uno de los mejores miradores para el avistamiento de las aves acuáticas de la Laguna Grande de Villafáfila. Atrás queda la vida de un pueblo dedicado a la explotación de sal cuyos vecinos fueron mudándose paulatinamente a los cercanos núcleos de población de Villarrín y Villafáfila, más grandes y con más servicios, por aquello del exilio rural y el abandono del campo a la ciudad.
Ahora, las empalizadas no cercan los huertos baldíos, sino que son utilizadas como verjas en las viviendas para tratar de evitar, sin éxito, el paso de los vándalos. Pintadas como la de "Aquí hay un cadáver, no mires", jalonan las fachadas de las pocas construcciones que aún quedan en pie y que están destartaladas en su interior. Sin duda, la iglesia es el edificio mejor preservado. Un candado custodia su interior aunque sus puertas volverán a abrirse para la fiesta de San Martín, el 11 de noviembre, o la de San Marcos, el 25 de abril, fechas en las que la localidad resucita su memoria.
"Cañones, cascadas de agua, molinos, puentes y cuevas hacen de esta ruta una de las más bonitas que podemos realizar", afirma Jairo Prieto. Su opinión no es baladí, pues es el autor del libro Pueblos fantasma de Zamora. Mapas y rutas por pueblos abandonados de la provincia (Editorial Semuret), una completa guía sobre los pueblos abandonados incluida en la colección de la Biblioteca de Cultura Tradicional Zamorana.
Como cuenta este escritor de raíces sanabresas, a finales del siglo XIX empresarios ingleses y alemanes se establecieron en el pequeño pueblo de Almaraz del Duero para sacar estaño. Con el objetivo de no tener que realizar diariamente los largos desplazamientos hasta la mina, los trabajadores construyeron varias viviendas y barracones a orillas del río, en un nuevo impresionante paraje de los Arribes del Duero.
"Puede que las bajas temperaturas del lugar en el invierno provocaran la llamada "peste" o "lepra del estaño", haciendo enfermar al estaño convirtiéndolo prácticamente en polvo", barrunta Prieto. En consecuencia, la explotación perdió rentabilidad y el poblado fue abandonado. Lo cierto es que solo unos decrépitos pilares atestiguan el poblado junto al yacimiento. Pero las vistas sobre los majestuosos cañones que forma el Duero, la existencia de una pequeña cascada y el recorrido por un túnel horadado en la piedra, bien merecen una visita tras recorrer la denominada "carretera de los infiernos".
Las ruinas de esta ciudad fortificada son conocidas como Zamora la Vieja. Un asentamiento del año 1129 enclavado en una posición estratégica a orillas del río Esla, entre León, Castilla, Galicia y Portugal. Los restos de un castillo, una iglesia y su muralla defensiva se elevan imponentes sobre el río, dando fe de su pasado de esplendor, aunque la erosión ambiental y el paso de las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia hicieron mella en la fortaleza.
De hecho, las continuas guerras entre reinos y luchas dinásticas, conquistas y reconquistas, las pestes y el derrumbe del puente sobre el Esla fueron algunos de los factores que provocaron el abandono de esta importante ciudad medieval. El recinto, visitable de forma gratuita, está declarado Bien de Interés Cultural y el castillo está reconocido como Monumento Nacional.
El siguiente pueblo no se puede visitar los 365 días del año. Aparece y desaparece como un fantasma y cuando lo hace, emerge de entre las aguas. San Pedro de la Nave pertenece a ese aciago conjunto de pueblos zamoranos como Argusino o La Pueblica que perecieron en favor de la construcción de presas hidroeléctricas y que solo afloran entre el fango y el verdín en época de sequía o de bajo caudal.
A mediados de los años 30 del siglo pasado, la creación del embalse de Ricobayo sentenció de muerte a San Pedro de la Nave. Casi 1.200 hectómetros cúbicos arrasaron con todo, excepto con la iglesia, una joya visigótica. En 1912, el templo de San Julián y Santa Basilisa había sido declarado Monumento Nacional al ser considerado uno de los mejores ejemplos de la arquitectura prerrománica.
Por esa razón, y por orden real, el milenario santuario fue trasladado piedra a piedra de su emplazamiento original a orillas del Esla hasta su ubicación actual, a un kilómetro y medio de allí, en El Campillo. El resto del pueblo sin vida yace bajo el agua y las lágrimas de quienes lo habitaron.
La rotura de la presa de Vega de Tera el 9 de enero de 1959 se llevó por delante el pueblo de Ribadelago y la vida de 144 personas (de los 549 habitantes que tenía) en el episodio más triste de la historia de Zamora. Solo se recuperaron 28 cuerpos y el resto de almas descansa para siempre en las profundidades del Lago de Sanabria.
Actualmente, se puede visitar el reconstruido Ribadelago Nuevo, donde la escultura de una mujer con un bebé en brazos envuelto en su manto honra la memoria de todas las víctimas de la tragedia ocurrida durante aquella madrugada negra. Una catástrofe tan fatídica como real que nada tiene que ver con la leyenda de Valverde de Lucerna, un pueblo supuestamente también sumergido bajo las aguas del lago en el que cada noche de San Juan se escucha tañer una de las campanas que permanece en el fondo en recuerdo de su maldición.
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