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Navarra es un territorio eterno. Harían falta muchas vidas para descubrirlo hasta el fondo. Ríos imponentes, montañas afiladas, desiertos de película, prados y valles verdísimos, hayedos, robledales, campos de cultivo... Y pueblos, claro. Se puede recorrer de mil maneras, focalizar por zonas para no sobreestimularse, y dejarse llevar por esas poblaciones alejadas de la locura urbanita donde todavía se estilan costumbres y otro modo de vivir. Es la propuesta que nos convoca, y da igual por dónde se empiece, la cuestión es ponerse en marcha.
Si arrancamos por el norte, muy cerca de Francia, nos encontramos con Salazar, un valle central del Pirineo navarro. En sus entrañas guarda, como una joya, la que se catalogó como la séptima maravilla rural de España: Ochagavía. Una villa pequeña de calles empedradas y arquitectura de caseríos con grandes portalones y escudos. Está a 764 metros de altitud y se divide en cuatro barrios: Urrutia, Irigoyen, Iribarren y Labaria.
¿Lo mejor? Callejear para admirar las casas blasonadas de los siglos XVIII y XIX; cruzar por el puente medieval sobre el río Anduña; admirar los palacios medievales de Urrutia, Iriarte y Donamaría, o acercarse hasta la iglesia de san Juan Evangelista, que en su interior conserva tres retablos de la época renacentista. Además, si apetece alargar la estancia hay muchas opciones para pernoctar -hasta hace poco era el segundo pueblo con más casas rurales de la provincia-. Para comer, un buen lugar es el asador ‘Kixkia’, especializado en carnes a la brasa.
A 30 minutos de Ochagavía en coche aparece otro pueblito: Isaba. Se ubica en el Valle del Roncal y cumple con la estética de construcciones de madera y piedra repartidas por estrechas y empedradas callejuelas. Por su ubicación, el pueblo es un punto neurálgico en invierno para la tropa amante de la nieve, pues el entorno se presta a las rutas con raquetas, el esquí de fondo, etcétera. Y durante todo el año también es perfecto para entregarse al senderismo, ciclismo de montaña y otras actividades al aire libre.
Tras la incursión en la naturaleza, o antes de ella, se puede optar por explorar su faceta cultural empezando por la iglesia-fortaleza de San Cipriano, en el centro del pueblo, que es un edificio del siglo XVI levantado sobre las ruinas de otro templo quemado por los franceses. También es interesante la Casa de la Memoria, un museo consagrado a las costumbres y tradiciones roncalesas, y la ermita de Idoia, a un kilómetro del pueblo.
Entre montañas suaves y prados verdes, y bañada por las aguas del río Tximista, dormita otra perla del turismo rural en Navarra. Etxalar es otra postal de la vida campestre de apenas 828 habitantes, pero que se ha mantenido pese a la despoblación general en favor de las ciudades. Quizá porque tiene tanto que ofrecer a nivel arquitectónico, histórico, cultural y natural que sigue atrapando a sus moradores y atrayendo a multitud de visitantes que cada año huyen del estrés urbano.
Aquí hay mucho que ver: iglesias, molinos de agua, fuentes, ferrerías, imponentes casas tradicionales -algunas construidas en los siglos XV y XVII- de paredes blancas y balcones de colores, e incluso restos prehistóricos cercanos que aglutinan crómlech, túmulos y menhires. Los bosques de robles y hayas son de ensueño. Merecen un paseo sin prisas y quizá uno se encuentre con alguna palomera, una especie de torreta desde donde se asusta a las palomas para dirigirlas hacia un punto concreto, atraparlas y meterlas como ingrediente principal en un guiso que aquí bordan.
Para los que no lo sepan, el valle de Baztan es un único municipio formado por 15 pueblos. Su paisaje y su paisanaje han sido inspiración para la grabación de muchas películas y la escritura de novelas como La trilogía del Baztán, de Dolores Redondo. De esta incluso hay una ruta guiada por los escenarios del libro. En este universo, un valor seguro es, en cuanto a pueblos se refiere, Elizondo, que además de bonito es la sede del ayuntamiento y tiene caseríos, palacetes y mucha vidilla.
En verano, entre otras celebraciones, se celebra la Baztandarren Biltzarra, la gran fiesta de hermandad entre las localidades del valle. Quizá una de las mejores formas de vivir el espíritu y la cultura local. Durante el día las carrozas de los 15 pueblos del valle desfilan por Elizondo para representar temas relacionados con la cultura y las costumbres. También se monta un mercado de artesanía y productos de la zona, baile y conciertos tras la sobremesa.
Este pueblo alardea de unas vistas infinitas. Se trata de una villa medieval de 171 habitantes ubicada a 53 kilómetros de Pamplona. Ocupa la cima de una montaña a 815 metros de altura sobre el nivel del mar, y puede recordar a esa imagen de los monjes con sus mulas llegando al monasterio en la novela de Umberco Eco, El nombre de la rosa. Desde su corazón, la mirada puede alcanzar la cordillera Pirenaica y la ribera del Ebro y el Moncayo por el sur.
Es un lujo perderse por sus callecitas de piedra y llegar hasta el santuario-fortaleza de Santa María de Ujué, que vigila la planicie desde lo alto de la colina. Quizá entrar al templo para admirar la imagen de la virgen de Ujué, una talla única elaborada en madera que calculan que se elaboró en el año 1190. Luego, darse un festín después de hacer hambre por las cuestas y cumplir con uno de los platos tradicionales: las migas del pastor.
Es imposible que este nombre no suene familiar, aunque no se haya visto la película de Álex de la Iglesia, Las brujas de Zugarramurdi. No es un reclamo cualquiera, pues el pueblo muestra con orgullo su leyenda misteriosa en un museo que solo pretende revelar la vida de unas gentes que se vieron envueltas en un proceso inquisitorial allá por el año 1610. Zugarramurdi, con 210 habitantes y situado en la comarca transfronteriza de Xareta, sigue siendo “el pueblo de las brujas”.
Merece la pena ver el Palacio Dutaria, la Iglesia de Nuestra Asunción, la Casa Consistorial... y, sobre todo, la Cueva de Zugarramurdi, donde por lo visto tenían lugar celebraciones paganas. Se puede recorrer por la galería principal y luego salir por un sendero que bordea una pradera que parece sacada de un capítulo de Heidi. Para después, si apetece, existen rutas por los bosques y prados que usaban pastores y contrabandistas de antaño. La más famosa es el Camino del Pottok.
Este pueblo puede que suene familiar gracias a la fama de la tortilla de patatas que cocinaba Josefina Sagardia en el restaurante ‘Kasino Lesaka’ (Recomendado por Guía Repsol). Su receta, sin darle la vuelta y doblando la mezcla como si fuera una enorme tortilla francesa, marcó un estilo que hoy se imita de norte a sur. Pero antes de comer, Lesaka, ubicada en la comarca de las cinco villas, en las estribaciones del Pirineo navarro -a 65 kilómetros de Pamplona-, y cuyas primeras referencias históricas datan de 1203, tiene mucho que mostrar.
A parte de las casonas típicas, la localidad acoge ferrerías, molinos harineros, iglesias como la de San Martín de Tours o la ermita de San Salbatore, puentes de piedra sobre el río, un centro del hierro y la forja, y multitud de alternativas para caminar o incluso practicar escalada en los alrededores. Por cierto, aquí también celebran los Sanfermines, menos multitudinarios y con el añadido de poder ver a los ezpatadantzaris y su baile tradicional (pero solo el 7 de julio).
Es probable que esta localidad ofrezca lo más parecido a transportarse a la Edad Media. Tal es la conservación de su patrimonio arquitectónico que Olite y su castillo son un reclamo turístico de primer orden. El palacio es monumento nacional desde 1925 y lo definen como uno de los castillos medievales más lujosos de Europa, en un estilo que bebe de la arquitectura francesa y la decoración mudéjar con sus torres almenadas, murallas, galerías, patios, jardines… Recorrerlo resulta inspirador y es fácil imaginar los torneos de caballería o las batallas a capa y espada.
Siendo así, en Olite se celebran fiestas medievales de verano donde calles y plazas se llenan de mercaderes, titiriteros, trovadoras, clérigos, halconeros, malabaristas, etcétera. También hay un festival de teatro en verano y no hay que olvidar que es uno de los puntales del vino en Navarra. De hecho, el Museo del Vino y la Fiesta de la Vendimia son dos reclamos gastronómicos a tener en cuenta. Por supuesto, el casco histórico abunda en casonas solariegas, así como murallas romanas, arcadas góticas e iglesias como la de San Pedro. Imposible aburrirse.
Y sin salir del medievo llegamos a Artajona, que desde la lejanía se distingue por el perfil impotente de El Cerco, un conjunto amurallado medieval del siglo XI. Nada menos que nueve torreones almenados y coronados por la iglesia-fortaleza de San Saturnino, del siglo XIII, declarada Monumento Histórico Artístico. Penetrar en el interior y zigzaguear por sus calles, plagadas de casas blasonadas de los siglos XVI y XVII, ya es en sí misma una experiencia diferente.
También hay otros monumentos de interés como la parroquia de San Pedro o la ermita de nuestra señora de Jerusalén. Además, aunque se ubique a casi cuatro kilómetros del pueblo, merece la pena visitar las huellas de un poblado de la Edad de Bronce para ver los dólmenes Portillo de Enériz y Mina de Farangotea, que según cuentan, son una de las muestras más importantes de la cultura megalítica de la provincia. Y para agendar: los días 2 y 3 de julio, cuando los lugareños ataviados con trajes de época celebran su fiesta medieval declarada Fiesta de Interés Turístico de Navarra.
Desde la carretera, a 23 kilómetros de Pamplona, se ve deslumbrante el puente románico sobre el río Arga, que inspira el nombre de este pueblo. También se conoce como cruce de caminos, pues lo atraviesan las dos principales vías del Camino de Santiago. Así, es normal ver a peregrinos con sus báculos y las mochilas caminando por las calles del Crucifijo y Mayor. De hecho, hay una estatua del peregrino en el cruce de la antigua carretera a Pamplona con la que va en dirección a Campanas.
Además del puente, merecen una visita, entre otras cosas, la iglesia románica del Crucifijo -de finales del siglo XII-, donde yace la figura del Cristo en una curiosa cruz en forma de Y; y, siguiendo la calle Mayor, la Iglesia de Santiago, y justo enfrente, el Convento de los Trinitarios. La plaza Julián Mena tiene una galería porticada del siglo XVII y el ambiente siempre es animado. Desde septiembre hasta diciembre celebran un Mercado del Pimiento, donde productores de la zona exponen, además, otros manjares de la huerta navarra.
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