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El río Cabrera vierte sus aguas en el Sil justo a la altura del Puente de Domingo Flórez. Baja con mucha fuerza pero aun así parece demasiado aventurado el mantra local que dice que “el Sil lleva la fama pero el Cabrera el agua”. Poco más y reclaman que este es el auténtico Miño. La arrogancia resulta impropia de esta comarca de gentes austeras y sencillas. Lo que sí es desgraciadamente propio de la zona es que le roben su agua, como hicieron los romanos hace 2.000 años cuando llenaron la comarca de canales que abastecían la explotación de oro más prolífica del Imperio: Las Médulas.
El viaje de Carnicer arrancó precisamente en el Puente de Domingo Flórez, muy cerca de las viejas minas romanas. Comenzaba el verano de 1962 cuando el escritor leonés se calzó las botas y echó un cuchillo a la mochila por si le asaltaban los lobos durante su periplo: “Un viaje a pie sin brújula ni cuchillo de monte, supondría renunciar a la emoción de poderse extraviar”. Desde allí recorrió los 65 kilómetros del curso del Cabrera hasta su nacimiento, en el hoy Monumento Natural del Lago de la Baña, aunque él calculó que hizo 100 kilómetros entre los desvíos a los pueblos y los rodeos para salvar los barrancos, más otros 50 para cerrar el círculo; algo menos es lo que sumará nuestro cuentakilómetros al acabar el día.
Carnicer tardó ocho días en caminar su viaje. Entonces la carretera terminaba en Pombriego y desde aquí no quedaba más que ir a pie o en burro. Hace ya décadas que existen carreteras que nos permiten hacerlo en coche, la fiebre de la minería de la pizarra tuvo bastante que ver en el desarrollo de las vías. Es probable que también influyeran las denuncias de Carnicer, inspirado por el impacto que había tenido el documental Las Hurdes, tierra sin pan de Luis Buñuel. Hoy los locales ya le han perdonado sus crudas descripciones que hablaban de “gente gastada y prematuramente envejecida” o de “conciencias embotadas por la fatalidad de la costumbre”; entonces levantaron ampollas, pero hoy es un libro que casi todos han leído y que parece haber sembrado entre los oriundos una inusitada pasión por la etnografía.
Conducimos por la LE-164 abducidos por los paisajes y los pueblos, pero sin muchas ganas de bajar del coche hasta que deje de llover. Afortunadamente lo hace justo a tiempo: nada más desviarnos hacia Llamas de Cabrera, que es el primer plato fuerte de la ruta. Aquí empezamos a familiarizarnos con la arquitectura de pizarra local y sus característicos porches de madera que aquí llaman corredores. La iglesia de San Martín parece estar en mejor forma que cuando Carnicer relató un bautizo tan miserable como entrañable, pero la cruz con la inscripción de “Santa Misión, 28 de abril de 1893” sigue en su sitio.
Sobre el pueblo pasan varios de los canales romanos que llevaban agua hasta la explotación de Las Médulas. La asociación ProMonumenta ha limpiado parcialmente uno de ellos ya que, una vez colmatados, se convierten en un carriles con mucho potencial (ciclo)turístico. Ahora el legado romano se percibe como un tesoro, pero cuando Ramón Carnicer hizo su viaje encontró gente que todavía hablaba de ellos con resentimiento, como si se hubiesen marchado hace unos días. “¿Se acuerda usted de ellos?”, le pregunta a una vieja que responde: “Yo no, pero se acordaba mi abuela”.
Continuamos río arriba para entrar en los dominios del municipio de Castrillo de Cabrera, que vendría a ser el tramo más duro y remoto de la ruta de Carnicer, cuyas pedanías, le contaron al escritor, eran “lugares donde Cristo no anduvo”. Hemos quedado con Dori, que está a los mandos de Cultura y Turismo del municipio, y es literalmente la llave de su albergue y de varios puntos de interés etnográfico. Nos espera en Odollo, la principal pedanía del municipio y uno de los puntos paisajísticamente más espectaculares de la ruta, cuyo campanario de la iglesia de San Pedro se inclina peligrosamente. “Llevan años diciendo que se ha torcido, pero yo lo recuerdo toda la vida igual”, reconoce Dori.
Junto a esta torre de Pisa de la Cabrera hay una sala etnográfica visible desde el exterior, a través de una reja, donde se acumulan todo tipo de aperos de labranza y se recrean estancias típicas. Un poco más allá nos conduce hasta un sorprendente lagar –no hemos visto ni una sola viña por el camino– con una enorme viga de madera de castaño, cuyo husillo y palanca se conservan intactos. Luego nos lleva hasta la ermita de la Virgen del Castro, construida junto a los muros de un viejo castro, quizá romano, donde se celebran romerías en mayo y agosto.
La ilusión de Dori nos arrastra a desviarnos de la ruta de Carnicer para cruzar el Cabrera y ascender hasta Marrubio, donde nos enseña un pequeño centro de interpretación llamado La Casa Cabreiresa, con fotos de la vida tradicional de mediados del siglo XX y la recreación de alguna estancia. Un poco más allá también nos enseña una fragua con un enorme fuelle que mueve con orgullo. Luego retomamos la ruta y pasamos por Saceda, considerado como uno de los conjuntos urbanos mejor conservados y con más empaque de La Cabrera, donde recordamos el mágico encuentro del escritor con una maestra que decidió, en sus propias palabras, “dedicar mi vida a este pueblo, donde nadie quería venir”.
Tras el cruce de Corporales, seguimos en dirección a Nogar, última pedanía de Castrillo, donde, según Carnicer, “el aspecto de la gente, la proximidad del río y el rumor del agua dan cierta impresión de vitalidad, desaparecida a partir de Pombriego”. Nosotros no encontramos ni un alma pero, efectivamente, el terreno más suave, los llanos para el cultivo y la proximidad del agua humanizan el paisaje e infunden algo así como una sensación de seguridad. Es la señal de que entramos en el municipio de Encinedo, que a pesar de ser pura España vaciada, sus carreteras y sus iglesias brillan capitalinas en comparación con lo que traíamos.
Pasamos Robledo y Quintanilla, donde incluso aparece un bar corrobora esta nueva atmósfera, para alcanzar Encinedo y visitar el Museo de la Cabrera, el cofre cabreirés que habría que salvar si todo ardiera. Ha costado un poco que nos lo abrieran, en absoluto por desgana, sino porque había que cuadrar horarios con los varios vecinos que se ofrecían voluntarios a enseñarlo, en una muestra de que no hay muchos recursos pero sí una enorme voluntad. Aparecen Luci y Toni, que bajan desde Trabazos para darnos una lección magistral sobre tradiciones cabreiresas. Ahora que están jubilados, se dedican a perpetuarlas en su jardín y su bodega, de la que dicen entre risas que es casi mejor que el museo.
La visita merecería la pena aunque solo fuese para ver las fotografías que Miguel Sánchez y Puri Lozano hicieron hace medio siglo para documentar unas formas de vida que, después de 2.000 años funcionando, estaban a punto de desaparecer. Pero es que además las acompañan joyas como un telar en torno al cual se describe en detalle la ardua “industria” local del lino, o un carro “chillón” cuyo cantar, a falta de rodamientos, era la banda sonora típica de La Cabrera. Nos despedimos de Luci boquiabiertos al saber que conoció a “Don Ramón”, como le llama ella, en su casa de Barcelona.
Llegar al pueblo de La Baña se siente como un desengaño agridulce. Al urbanita seguramente le aliente regresar a la “civilización”. El friolero seguro que agradece el puchero del día en bar ‘El Carrilano’ (Bo. Cazaleas, 12) . Pero el que se haya sumergido en los placeres de la introspección y la soledad que ofrece La Cabrera más remota, puede que entre en estado de shock, a pesar de que es un pueblo tranquilo de unos 500 habitantes. A primera vista parece que aquí importa poco la arquitectura tradicional en pizarra y que solo hubiera interés en la minería que exporta esta singular piedra; degrada el paisaje, sí, pero que parece fuese su única oportunidad de prosperidad.
A lo largo de la ruta, ya desde Castrillo, hemos visto algunas cicatrices de esta industria. Las heridas comenzaron a abrirse en el paisaje poco antes de que Carnicer hiciera su viaje. Dori nos contaba que en los años 50 sacaban las primeras remesas en burros, pero que para los 80 y 90, en minas como las de Odollo, se trabajaba en tres turnos con maquinaria pesada. Víctor Manuel Sánchez, portavoz del ayuntamiento de Castrillo, parece dar en la clave: “Las canteras impactan mucho en el paisaje pero dan mucho trabajo. El problema es que no se rehabilitan cuando dejan de explotarse”.
Ahora la única gran mina que queda en funcionamiento es la que se encuentra entre La Baña y su famoso lago. Hay que atravesarla para llegar a la masa de agua en un trayecto que tiene tintes de viaje lunar y que nos hacer recordar la advertencia que Ramón Carnicer hizo para la edición de 1985 de su Donde las Hurdes se llaman Cabrera: “El ancestral espíritu comunitario puede darse por extinguido, y los conflictos laborales, de corte urbano también, han venido a ocupar su plaza”.
Por fin llegamos al Monumento Natural del Lago de la Baña, situado a casi 1.400 metros de altitud donde, a finales de junio de 1962, Ramón Carnicer puso la guinda a su viaje dándose un baño que no vamos a poder replicar. El ruido del Cabrera es atronador incluso en su nacimiento y apetece seguir remontando el río hasta las cumbres donde se dan la mano las provincias de León, Zamora y Ourense, pero cae la tarde y hay que cerrar el círculo. Lo más rápido sería regresar al Puente de Domingo Flórez por el alto Fuente de la Cueva, pero los leales a la ruta de Carnicer tendrían que hacerlo por los puertos de Las Gobernadas y Piedrafita, del que dijo el escritor que es “uno de esos lugares en que la naturaleza parece acumular energía (…) una especie de músculo del mundo”.
NOTA: En 2012, la editorial Gadir publicó una exquisita edición de Donde las Hurdes se llaman Cabrera con fotografías originales del viaje de Ramón Carnicer y un prólogo de el también leonés Julio Llamazares. Para visitar los centros de interpretación convendría llamar con antelación a los ayuntamientos de Castrillo y Encinedo.
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