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“Esta Quinta se sale de todo lo que conocéis”, anuncia Tito al grupo que va a tener acceso al lugar. Estamos en el número 551 de la calle Alcalá de Madrid, pasada la ya famosa Quinta de los Molinos -donde, cada fin de invierno, los almendros en flor son un espectáculo- y antes del Capricho, de la condesa de Osuna.
“No tiene nada que ver con El Retiro, ni con El Capricho, ni con el Parque del Oeste. Hay un proyecto, una vía verde para unir las tres quintas. La de los Molinos, la primera viniendo desde el centro, esta y El Capricho. Pero poca gente sabe que estamos en la más antigua y germen de las otras dos”, revela Tito y cuya visita es organizada por La Cabaña del Retiro.
El misterio ya está servido ¿Cómo es posible que se sepa tan poco de la Quinta de Torre Arias, si es origen de las otras dos y tan grande, esplendorosa, como los cedros que acogen a las visitas entre caminos de arena dorada, huertos, fuentes y verdor, en una zona tan transitada de la capital? El jardinero, orgulloso de su trabajo y del de los otros nueve compañeros que cada día sacan adelante un lugar con 18 hectáreas de terreno, desvela los primeros datos, que resultan increíbles en la era en que vivimos.
Aquí, hasta el 1 de octubre del 2012 de este siglo XXI, vivió una condesa de nombre Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno y Seebacher, VIII Condesa de Torre Arias con Grandeza de España. Su madre, alemana, se ocupó de que la hija aprendiera francés, inglés y alemán, pero no logró que se aficionará a la vida de relumbrón de los aristócratas madrileños. Más bien optó por la discreción e incluso el refugio en esta Quinta, donde peleó por la naturaleza. Hoy hasta la llamaríamos ecologista.
Doña Tatiana, de la que solo hemos enumerado los títulos iniciales, se casó con Julio Peláez Avendaño, un físico con el que profundizó en la ciencia, la lectura y la naturaleza, la pasión de la pareja que no tuvo hijos. Tras la muerte de sus padres, Tatiana hereda todos los rancios títulos, pero sigue sin hacer caso a los salones madrileños y, en 1985, ella y su marido hablan con el alcalde socialista Enrique Tierno Galván.
Se estaban recalificando terrenos en la ciudad y mantener la finca era complicado. Los condes y Tierno firman un acuerdo, básicamente tras recalificaciones, por el que los condes vivirían en la Quinta Torre Arias hasta su muerte. Luego la Quinta y sus jardines pasarían al pueblo de Madrid, para que los disfrutaran.
Toda esta historia, con menos detalle porque sería eterna, la relata Tito en una mañana de este otoño cálido de la capital, antes de entrar en el momento espinoso. La singular Tatiana -una mecenas, dice la Academia de la Historia- y su marido ya se han convertido en los personajes de una visita que encierra más detalles.
Desde la desolación de la política municipal, trasladada a estos caminos frondosos, hasta la confirmación de que en todos los lugares, hasta en la historia de esta finca, hay personajes interesantes y otros aciagos. La alcaldesa Ana Botella estuvo a punto de firmar un acuerdo con la Universidad de Navarra para cederles parte de la finca: el palacio. Fue cuando el pueblo de Canillejas empezó unas protestas que han salvado el lugar.
“La cesión del ayuntamiento de Botella sería por 75 años; eran 80.000 metros cuadrados con un solo guardes, ya mayor, descendiente de los guardeses de toda la vida con los condes de Torre Arias. Pero los vecinos y las organizaciones demostraron, con informes, que la finca es agropecuaria e indivisible”, retoma el jardinero la charla cuando ya entramos en el camino principal, donde un cartel avisa de que se pueden hacer paseos en bicicleta.
Personaje interesante, presente en toda la visita, es esta Doña Tatiana, una aristócrata que poco antes de morir crea una fundación con su nombre para “el desarrollo de acciones concretas en los campos de la formación de la juventud, la investigación y el medio ambiente”, según recoge la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno.
Apreciaba tanto su aislamiento que se dedicó a plantar cedros -“de rápido crecimiento”, explica Tito- para no ver la fealdad de lo que se levantaba a su alrededor, un entorno de grandes naves y fábricas. Pero hay otros nobles que fueron nobles para esta Quinta. Es el caso del Marqués de Bedmar.
“En tiempos del marqués de Bedmar aquí llegó a haber hasta 3.000 ovejas. Él fue el más interesante en el siglo XIX, hizo las últimas reformas importantes de granjas, tierras y palacio, allá por 1850. Aquí vivían hasta 19 personas. Había vaquería, lechería, matadero, bodegas, invernadero... El palacio está rehabilitado por fuera, pero por dentro aún está vacío, esperando a ver a qué se dedica. Es de Patrimonio, no tiene que ver con el Ayuntamiento en esto”, relata el guía-jardinero.
Para entonces los visitantes están al pie de una encina de lujo, calculan que de unos 300 años, pero “encina de mucho moco, de montanera poco, porque tiene una flor masculina larga y eso significa que da poca bellota para alimentar a los cerdos”.
Alrededor de los visitantes se extienden las enormes explanadas de verde con otros árboles de tamaño más que respetable, entre los cuales se cuela una luz de mañana soleada de otoño, limpio y hasta cristalino el aire, algo increíble en la calle de Alcalá. En el número 551, sí, pero en la calle de Alcalá. Es inevitable pensar en el disfrute del lugar para niños, jubilados y ciudadanos que no pueden escapar de la capital los fines de semana.
Y ahí están los niños. Una clase entera de los que no llegan a los seis años. Subidos sobre trenes de madera o aviones que no vuelan, pero que en su imaginación despegan hacia el País de Nunca Jamás o viajan al fondo del mar con Bob Esponja. Atrás queda un estupendo huerto solidario, donde “intentamos que no se pierdan las semillas tradicionales'', en colaboración con el Vivero de Estufas del Retiro. “Aquí reciclamos todo, utilizamos las vigas de las techumbres de los sitios derruidos para cercar el huerto, setos…”, relata el jardinero.
La visita inyecta adrenalina porque, además del entorno, es una clase de jardinería y medioambiente. Tito recurre a plantas como la Citronella para explicar que en las comidas thai es usada contra los mosquitos. "Tenemos rosales como estos, de donde salen los que véis en El Capricho y en Los Molinos. La duquesa de Osuna los llevó de la Quinta de Torre Arias”.
De nuevo salta el nombre del marqués de Bedmar, un político ilustrado, de los tiempos de los espadones de Isabel II que, como todo el que se preciaba en el entorno de la reina, tuvo una relación sentimental con su majestad Isabel.
Para los amantes de la historia y sus anécdotas, este senador conservador, fundador de El Tiempo, luego tuvo tareas diplomáticas con Alfonso XII -fue embajador- y, desde luego, dió los últimos toques de esplendor a este parque, finca, quinta milagrosa que ha llegado hasta nuestros días.
Si la pradera donde juegan los niños con los aparatos tallados por los jardineros de árboles caídos es una placer para la mirada, los huertos y los pies de seis farolas que han sobrevivido -a todas luces del siglo XIX; románticos-, el agua, según Tito, es otro de los privilegios del lugar y encanta a los oídos cuando se la oye correr, cada vez menos a menudo.
“No usamos agua reciclada como en los otros parques de Madrid. Tenemos dos manantiales, la Isabela y La Minaya, que llegan a un estanque donde almacenamos. Nos atraviesa el arroyo Trancos y hay caminos de agua que son un placer”. Y se lanza a una explicación sobre cómo se calentaban las estufas -invernadores- con el agua.
Avanza la visita admirando la morera -“para papel”, en las puntualizaciones de este botánico aficionado, sabio y práctico- que resalta como lo que aquí nace, bordeando los anchos paseos bien cuidados, es boj auténtico, no mirto. Y da una clase práctica de cómo distinguir la hoja del boj -que al partirla puede despegarse la piel de arriba- del mirto. Además de por el olor, claro está.
Aquí y allá quedan los campos que en su día lucieron frutales de variedades tradicionales -perales, manzanos, membrillos- y atrás quedan los restos de una casita derruida, que tiene una larga historia que contar, como todo lo que nos rodea. “Fue casa de las camelias, por su orientación al sur. Por cierto, aquí también hubo rododendros y naranjos. Pero la casita acabó siendo la casa de las patatas”, mientras el personal ríe y comprende la evolución del lugar. Más allá, el camino de los lilos, o un toque kitsch asombroso: una espada Excalibur, obra de los jardineros, sacada de un muerto “Ulmus minor, que tiene una madera dura y fibrosa”.
Y es que entre los tiempos pasados y la historia del lugar, que ha sobrevivido a muchas vicisitudes vinculadas a sus dueños, la naturaleza y los animales no han renunciado a la tierra. La finca empezó siendo de los condes de Villamayor, allá por 1560, luego de los de Aguilar y, sin seguir orden cronológico, acogió al archiduque Carlos de Austria en la guerra de Sucesión, después de la condesa de Frigiliana, para ser comprada por la Casa de Osuna en 1737; después el de Bedmar y terminar cobijando al General Miaja durante la guerra civil. Aquí tenía su vivienda el defensor de Madrid cuando podía salir del búnker construido en El Capricho de los Osuna.
Ni los ruidos ni los humos han echado a las ratas que habitaban un noble roble; los murciélagos -“que son claves para mantener estos sitios porque se comen a insectos y gusanos como la procesionaria, que devora los árboles”, puntualiza el jardinero- se comen las polillas y orugas.
El sueño de estos diez jardineros funcionarios es crear en estas 18 hectáreas un parque de disfrute de la gente corriente, enmarcado en una isla de biodiversidad donde en verano siegan campos más tarde para dejar que la polinización termine. “A veces cuando hay visitas y no está todo segado nos dicen ya os vale, hombre, segad… Pero lo dejamos para que la hierba crezca y los insectos acaben la polinización”, cuenta mientras levanta la mirada al ciprés de donde cuelga una casita para los murciélagos.
Antes de llegar al palacio, un hermoso cascarón de estilo mudéjar recién restaurado -“de estilo ecléctico, destaca por su torreón y otros detalles medievalistas, así como elementos neomudéjares”, rezan las guías-, Tito lleva a las visitas a la fuente de La Minaya -con bancos y poesías obra de los funcionarios jardineros- o visita los lavaderos antiguos.
“Uno para lavar y otro para aclarar. Aquí, estas esculturas que divierten a los niños de los colegios las hicimos con macetas de más del 1700, obra de un jardinero de Alcorcón. Estaban aquí, aguantaron y todas son diferentes”. Pasamos por establos, caballerizas, perreras…
“Sabemos que tenían galgo español, que se presentaban a una exposición universal. Había faisanes, pavos reales. Se hablaba de una granja chica y de una granja grande. Aquí está la lechería, la zona de ordeño. Y ese es el edificio de las caballerizas y la bodega. También hubo matadero, todo época de Bedmar”, relata.
Pero antes de rodear el Palacio y despedirnos del recuerdo de Doña Tatiana, hay una grata sorpresa para niños y adultos. De una de las casitas que han reconstruido surge una mujer alta, con gafas que cierran también los laterales de los ojos, de chaleco jardinero pero con aires de Campanilla, como creen los niños que la acaban de escuchar, dispuesta a poner el broche de oro al paseo.
Ella es quien ha organizado ahí adentro la casa de las semillas, rodeada de aperos antiguos de labranza, de colgaduras y ristras preciosas y, en el centro, una mesa magnífica, elegante y humilde a la vez, donde descansan muestras y tarros de semillas: habas, tomates, rabanitos, calabazas…
Unas manos delicadas enseñan a las curiosas mujeres que hacen cola cómo se recogen y luego se plantan y crecen, o explican a los niños los milagros de la germinación de las plantas. Cuentos muy reales que se relatan en la Casa de las Semillas podría ser el enunciado del lugar.
Al final, al pie de la última vivienda donde se refugió Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno luce un cenador que parece sacado de alguna propiedad de Deborah Mitford, la duquesa de Devonshire. Esa última vivienda “es un chalé al estilo de los que se hacían los americanos de Torrejón de Ardoz, porque no podían mantener el palacio, muy grande, caro y deteriorado”, señala el jardinero.
El agradecimiento hacia esta decena de jardineros que pelean cada día para que la Quinta de Torre Arias siga siendo pública se cruza con Doña Tatiana, una desconocida mecenas para el gran público -“solo hay tres fotos de ella en internet aquí en la finca”, cuenta Tito- que en un gesto poco común entre los de su clase, optó por regalar el lugar al pueblo de Madrid. Que perdure.
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