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Para el neófito en esto de patear la naturaleza el argot caminero resulta indescifrable, podríamos decir casi cabalístico. Así que, antes de señalar nuestra intención de recorrer el PR-G177, que así se llama la caminata en el lenguaje de los senderos, resulta más claro e inspirador decir que vamos a las pasarelas de un río que, a pesar de ser gallego, tiene un nombre que suena a chino: Mao. Está cerca de Parada de Sil, oculto en el fondo de una naturaleza galaica de bosques profundos y saltos de agua.
Las pasarelas del río Mao es una ruta habilitada con señales, paneles didácticos y, lo que es más importante, las citadas pasarelas. Se trata de tramos que salvan los accidentes del terreno con plataformas, escaleras, balaustradas y miradores que libran de la menor dificultad y compromiso a quienes se deciden a recorrerla. No está de más señalar que es la ruta más hermosa y representativa de la Ribeira Sacra, hasta el punto de que puede incluirse sin empacho entre las excursiones más bonitas de Galicia.
El recorrido admite tres posibilidades. La primera es la más recomendable para familias y visitantes comodones, pero a los que no importa esforzarse un poco para descubrir lugares sobresalientes. También es destino para el amante de la naturaleza que solo disponga de un par de horas, no se necesita más para recorrer sus menos de dos kilómetros, con un desnivel total de 40 metros.
Se inicia el paseo en la Fábrica de la Luz, antigua central convertida en albergue, situada junto a la carretera entre Parada do Sil y Cristosende. Se localiza en su entorno una abundante cartelería que da cuenta de la ruta e incluye paneles didácticos que permiten interactuar a los más pequeños. No falta un código QR para llevar la información en el móvil.
Por el fondo del cañón, las pasarelas suben y bajan, adaptándose a los caprichos del desfiladero. En una pronunciada curva del río, un mirador que se adelanta al vacío es parada obligada. Continúa la ruta hasta la orilla del río Sil, lugar a considerar para un tentempié campestre. El paseo no admite pérdidas, pero sí un baño en época de calores excesivos en la playa fluvial de Barxacova, punto de retorno para quienes no deseen continuar la excursión.
La segunda variante es más esforzada: cinco kilómetros de recorrido, pero 560 metros de desnivel. Por la orilla del Sil se alcanza la aldea de Barxacova, donde se emprende una tirada entre los viñedos verticales, hasta alcanzar la localidad de San Lorenzo. Al pie de su iglesia emprende el descenso al punto de partida, a través de una vertiginosa ladera por el interior de bosques de robles y castaños.
La tercera posibilidad prolonga la anterior desde San Lorenzo. Está señalizada con las inconfundibles señales blanquiamarillas de los senderos de pequeño recorrido. Lo que no exime de extremar las precauciones en cada uno de los numerosos cruces que se presentan, pues la abundancia de caminos y pistas hacen sencillo equivocar el rumbo.
Desde el pueblo, la ruta se adentra ladera arriba en las espesuras boscosas de Monteciro. Salen al encuentro aldeas como A Miranda y Forcas, esta última con un admirable cruceiro y la ermita de San Mamed, enclavada en uno de los parajes más deliciosos de la Ribeira.
Ya en la parte alta de los barrancos abiertos por el Mao, el regreso hasta el punto de salida discurre sobre un viejo canal y pasa por las cercanías de la necrópolis medieval de San Vítor. Es una ruta de 17 kilómetros, que salva un desnivel de mil metros. Opción, por tanto, reservada a excursionistas avezados.
Este esfuerzo también merece la pena. Bien sea por el camino montaraz que arranca en la carretera del embarcadero de Santo Estevo, bien por la senda más prolongada que se inicia en el pueblo de Alberguería (municipio de Laza), el premio recompensa con creces: sentarse en tribuna preferente ante uno de los espectáculos naturales más extraordinarios de la naturaleza española: el cañón del río Sil. Aquí está el llamado ‘mejor banco de la Ribeira’. Lo señala un mástil al que se agarra una bandera gallega con la que el viento no se cansa de jugar.
Desde este banco que, tras el esfuerzo de la subida, invita al reposo, se extiende un panorama con el río remansado en la presa de Santo Estevo. Un catamarán juega a partir en dos las aguas turquesas con una línea de olas y espuma. El viajero conviene que, acaso, este banco también sea el mejor banco de Galicia entera. De paso, concluye que el nombre del mirador situado a su lado, Pena do pobre, se entiende, pero se le antoja injusto. El pesar que señala obedece al que acompaña a todos, pobres, ricos y resto de los que después de admirar el increíble escenario, emprenden el regreso.
Alcanzar el mirador de Pena do pobre es una de las marchas más esforzadas que llevan a los balcones del Sil y el Miño. Que nadie se desanime, para quienes tengan poco fuelle, no quieran poner a prueba sus piernas o, sencillamente, no deseen esforzarse, la Ribeira Sacra atesora otros miradores de sencillos accesos. Son más de 40, que se esparcen por el borde del precipicio más sobrecogedor de la tierra galaica.
Conocerlos todos da para una semana. Sobre todo, si se tiene en cuenta que el camino que los une es por unas carreteras reviradas como pocas. No queda otra, o se elige visitar los que salgan al paso hasta cansarse, o se hace una selección previa. Todos regalan vistas de pájaro. Todos tienen su encanto. Cada uno es diferente.
Algunos son tan remotos como el Mirador de Terra Branca, rodeado de pueblecitos que asoman las torres de sus iglesias por encima de los bosques que los rodean, como Santa María de Nogueira do Miño. O el Mirador do Cabo do Mundo, asomado como su nombre anuncia, a ese peculiar Finisterre que se adelanta al vacío abierto por el Miño. Los hay de diseño, como el de Cividade, y otros se levantan en lugares estratégicos como el de Cabezoas, sobre el codo más pronunciado del Sil y, lo que se agradece bastante, pegado al arcén de la carretera.
Más tranquila es otra actividad inevitable en la Ribeira Sacra: el recorrido en uno de los catamaranes que antes vimos desde el aire. El embarcadero de Santo Estevo es el más popular para una singladura de algo más de hora y media por el tramo más salvaje y escondido del Sil. Embarcamos.
“Durante la salida y el atraque, todo el mundo debe estar sentado, dejando libre las cubiertas de proa y popa; el resto de viaje podrán desplazarse por el barco. Está prohibido quitarse la mascarilla en todo momento, incluso para hacerse un selfie”. El guía del catamarán, Xabier Saco, da al pasaje las indicaciones de rigor adaptadas a los tiempos actuales.
Con 95 personas a bordo, todo el pasaje completo, como el resto de los días desde el pasado mes de julio, el catamarán emprende la singladura aguas arriba. “Se ha reactivado la actividad desde el fin del estado de alarma, pero aún queda hasta alcanzar los niveles de antes de la pandemia”, asegura Antonio Hernández Andrada, director de 'Hemisferio', empresa especializada en estos cruceros fluviales por el río gallego.
A bordo del barquito que navega por sus profundidades, no queda otra que recordar las palabras de Benito Pérez Galdós cuando recorrió el desfiladero de la Hermida, en Picos de Europa: ‘Es el esófago de la Hermida, porque al pasarlo se siente uno tragado por la tierra’. Con desniveles de 500 metros en algunos puntos, el cañón del Sil es el esófago de Galicia.
En un lugar tan embarrancado, lo normal es que el río fuese un hilo de agua despeñándose por el fondo de sus estrechuras, pero la amplitud del recodo del que zarpa el catamarán, 500 metros de anchura por 2 kilómetros de longitud, hace que parezca un lago. La razón es la presa de San Estevo, que remansa este tramo del Sil. Concluida en 1957 después de ocho años de trabajos, fue la más importante de Europa. “Con más de 40 grandes embalses, Ourense está en los puestos de cabeza de las provincias españolas de producción hidroeléctrica”, explica Saco.
Aparte de cruceros en catamarán, hay más posibilidades acuáticas para disfrutar los cañones del Sil. Varias empresas ofrecen actividades como piragüismo, paddle surf y recorridos temáticos y personalizados.
Cuando el catamarán enfila la parte más abrupta del cañón, el pasaje se entusiasma con los farallones cuyos nombres despiertan la fantasía: el Obispo de pie, el Obispo sentado y la Cara del Indio, son algunos de ellos. Entre las rocas se extienden misteriosas masas boscosas, sobre las que apenas logra asomarse el campanario del Monasterio de Santa Cristina.
A los mandos del catamarán, el brasileño Edimarlo, patrón que desde hace cinco años navega estas aguas, no se cansa de la travesía. “Cada momento del año es diferente. Ahora se disfruta de muchos más días de buen tiempo y dentro de nada; con el otoño, todo esto cambia de color”, dice mientras señala las vides agarradas en los bancales que recorren las laderas verticales. El paso bajo los viñedos de Finca Lobeira, Cividade y otros, muestra a los sufridos viticultores empeñados en su extenuante trabajo. Solo de verlos entra sed.
Para calmarla, nada mejor que acercarse a alguna de las bodegas que producen los afamados vinos de la Ribeira Sacra. Aparte de ser los más verticales del mundo, los viñedos fueron uno de los primeros valores a destacar en la candidatura para incluir esta región gallega en la lista de la UNESCO de lugares señalados como Patrimonio de la Humanidad. Su nombre fue retirado poco antes del fallo del jurado, en junio de este año. Ha quedado aparcada hasta solucionar ciertos inconvenientes detectados. Sin duda será elegida en un futuro cercano. Sus vinos hace bastante tiempo que pertenecen al patrimonio cultural y gastronómico del país.
La naturaleza de las vides que crecen en el entorno de los ríos Miño, Sil, Cabe y Bibei les ha hecho merecedores de sobrenombre de viticultura heroica. Cómo llamar sino al cultivo en laderas con porcentajes de hasta el 100 por cien, es decir, son verticales. Escalera ciclópea del esfuerzo y el sudor, los bancales a los que se agarran las vides llevan milenios haciendo Land Art en el paisaje gallego. Después de la cosecha, sus uvas siguen elaborando arte, este se disfruta con el paladar.
Hace 25 años que estos vinos obtuvieron la D. O. Ribeira Sacra. El marchamo certifica una excelencia que iniciaron los romanos y fue mejorada por los monjes medievales. Cerca de un centenar de bodegas producen caldos de variedades mencía, garnacha y godello, junto a las autóctonas sousón y caiño. Compiten sin complejo con Riberas del Duero y Riojas, como lo demuestra el que dos de los vinos aquí criados hayan alcanzado en 2020 una puntuación de 98 puntos sobre 100 en la prestigiosa guía Parker. La Ruta del Vino de la Ribeira Sacra visita algunas de las bodegas que los producen, con diferentes actividades entre las que no falta la degustación de sus productos.
Muestra perfecta de la España vaciada, la soledad de la Ribeira Sacra es uno de sus mayores atractivos. Tranquilidad muy cotizada en estos tiempos que la pandemia hace escapar de las multitudes. La misma soledad que hace ocho, diez y doce siglos atrajo hasta aquí a eremitas y monjes.
Muchos de los monasterios e iglesias que surgieron entonces permanecen perdidos entre bosques y hondonadas. Como hacían los peregrinos de aquellos tiempos, hoy acuden a admirarse entre sus muros turistas, viajeros y curiosos. Son tantos, que la ruta oficial exige tres intensos días para conocer los más importantes. Damos pistas de los más cercanos a los cañones del Sil y el Miño.
Paradigma de la ansiada soledad, el remoto y abandonado monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil (Parada de Sil) se une al bosque que lo rodea con los musgos y líquenes que cubren sus muros. El encanto de estas ruinas, felizmente sometidas a una restauración, cuenta historias del tiempo en que lo habitaban monjes benedictinos. Era cuando la región se llamaba Rivoyra Sacrata. Construido en el siglo IX, tuvo notable importancia a lo largo de toda la Edad Media.
Como tantos, la desamortización lo dejó abandonado, tras lo que llegó la ruina. De marcada construcción defensiva, destaca la trabajada portada de acceso al recinto. En la prolongada restauración del monumento, se han recuperado elementos de la iglesia, como las pinturas de la cabecera y la girola de la iglesia, y parte de la planta superior, donde puede verse cómo vivían los monjes de lo que llegó a ser priorato.
En las afueras del templo llama la atención un enorme castaño. Contemporáneo sin duda del monasterio, extiende hacia lo alto sus inabarcables ramas. Es el castaño de San Benito. Una imagen del santo ha sido colocada en una oquedad del tronco. A su alrededor, toda clase de ofrendas, amuletos y exvotos que depositan los devotos de la comarca como ofrenda para liberarse de un mal o cumplir con la promesa dada.
Compañero de ruina, el monasterio de San Paio es un interesante conjunto situado a las afueras de Abeleda (A Teixeira). Las iglesias de San Vicente de Pompeiro, San Xoan da Cova y Santo Estevo de Chouzan son otras visitas obligadas. Como penúltima parada, el monasterio do Divino Salvador de Ferreira (Pantón), el único que permanece habitado en la Ribeira y en el que es obligado degustar los almendrados, golosas y coquiños que elaboran las madres bernardas desde hace ocho siglos.
Al viajero, conocedor de la historia del cenobio, cuando llega a Santo Estevo se le van los ojos fachada arriba en busca del escudo de los nueve obispos. Hasta diciembre de 2020, el blasón situado sobre la entrada principal del monasterio con las nueve mitras episcopales era, sino la única, sí la evidencia más visible de aquellos santos prelados. A su alrededor, se tejió una leyenda de hechos milagrosos, en especial en torno a sus nueve anillos, a los que se atribuyeron propiedades sanadoras para los más diversos males. Guardados en una arqueta de plata en este monasterio, fueron venerados como reliquias durante siglos, hasta que se perdió su pista.
Hasta el año pasado solo era eso: una leyenda que alimentaba la imaginación y dio para escribir a la gallega María Oruña una novela convertida en bestseller. A los pocos meses de su publicación, en diciembre de 2020, cambió todo. Como si se tratase de un elaborado guion con final epatante, durante la restauración de uno de los relicarios de la iglesia de Santo Estevo, entre los restos de los obispos que allí habían sido enterrados, apareció una bolsa de seda.
Cuidadosamente atado el bordón, en su interior aparecieron cuatro anillos de plata engarzados con piedras preciosas. Junto a ellos dos documentos que afirmaban su procedencia y también sus virtudes milagrosas: ‘Estos cuatro anillos son los que quedaron de los nueve Santos Obispos. Los demás desaparecieron. Por ellos se pasa agua para los enfermos y sanan muchos’. Habían aparecido los anillos milagrosos, la leyenda se hizo historia.
Por hecho tan increíble y porque este año cumple 1.100 años, merece la pena en estos días descubrir, o revisitar si ya se conoce, el Monasterio de Santo Estevo de Ribas del Sil. Once siglos, que se dice pronto, han pasado desde el privilegio que expidió Ordoño II, el 12 de octubre de 1921, al abad Franquila para edificar un monasterio.
Cuesta llegar a Santo Estevo. Curvas y más curvas a través de un bosque ancestral que se oscurece pocos metros más allá del arcén. Carreteras montaraces que ponen a prueba la resistencia, hasta el punto de obligar a consultar una y otra vez el GPS, o que hacen pensar que estamos definitivamente perdidos. Por fortuna, son rutas en las que se cuentan con la mano los coches que puedes cruzarte.
Románico, gótico y renacentista, Santo Estevo fue el monasterio más importante de la Ribeira Sacra en la Edad Media. Un caudal de peregrinos acudía atraído por la santidad y milagros atribuidos a los nueve obispos, que aquí se retiraron renunciando a sus sedes y boatos, tal vez para escapar de la invasión árabe. La Desamortización se llevó todo por delante y en 1875 el monacato quedó abandonado hasta el final del siglo XX.
En 1999 se puso en marcha su restauración para albergar un hotel de lujo. Abrió sus puertas en 2004 como primer parador-museo. Considerado en varias ocasiones el mejor de la red de Paradores de Turismo, está catalogado Monumento Histórico. Saqueado y arruinada, la iglesia se restaura en estas fechas. Así se han recuperado piezas tan singulares como un retablo pentagonal labrado en piedra. Pieza única, está datado en el siglo XII y muestra a Jesucristo con los doce Apóstoles. Entre ellos Santiago el Mayor, en la que está considerada la más antigua representación que se conserva del patrono de España.
“La historia de los anillos ha puesto de moda a Santo Estevo, pero nuestros clientes no solo vienen por eso”, explica Miguel Castro, director de un parador que tiene puesto el cartel de completo desde el final del tercer estado de alarma. “Santo Estevo tiene atractivos no solo para quienes se hospedan aquí. Muchos vienen para ver el monasterio y la iglesia, a tomar algo en su cafetería y a disfrutar de un almuerzo en nuestro restaurante”. Así hacemos
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