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Solo tiene que desprenderse del glamour estival para, libre de las hordas turísticas, volver a a la esencia del que fuera para Salvador Dalí "el pueblo más bonito del mundo". Así, solitario y apacible, Cadaqués se muestra en estos días como ese cuadro en azul y blanco reflejado en el Mediterráneo desde una pequeña bahía. Un entramado de casas impecables que podría recordar a Ibiza o a Andalucía… o a nada, realmente, porque Cadaqués es único en su especie. Y no solo por el barniz surrealista de su habitante más ilustre, cuyo universo podemos admirar en la casa-museo de la vecina Portlligat. Otros intelectuales como Marcel Duchamp, Max Ernst o Eugenio d'Ors también sucumbieron sin remedio a sus encantos.
A este enclave marinero se viene a comer muy bien, a descansar y a remojarse en la bonita paya urbana de Portdoguer o, los menos perezosos, a explorar la belleza de sus alrededores, muy cerca del Cabo de Creus, allí donde reside el punto más oriental de la península y donde el sol saluda antes que el ningún otro sitio. Pero, sobre todo, se viene a empaparse de una magia que consigue calar más fuerte fuera de temporada.
Alguna vez en la vida hay que admirar este dramático paraje: el castillo románico mejor conservado de Europa, dominando la hoya de Huesca desde su elevada posición sobre un peñasco. Y qué mejor que hacerlo cuando se encuentra libre (o casi) de los miles de curiosos que vienen a transitar por sus torres para sentir que retroceden en el tiempo en un lugar que está barnizado de leyendas y por el que, dicen, que hasta puede verse transitar a los fantasmas.
Fantasías aparte, la colosal fortaleza de Loarre conforma una de las estampas más bellas de la península, como bien lo dejó claro el director de cine británico Ridley Scott al elegirlo como set de rodaje para su film El reino de los cielos. No había mejor entorno para situarlo que este que se esparce por el Prepirineo aragonés, salpicado de buitres y río bravos, con la majestuosa silueta de este castillo inimitable.
Sí, sí, una playa de interior pionera en lograr la bandera azul que la certifica como excelente para darse un chapuzón. Así es el pantano de Orellana, ideal no solo para el baño sino también para la pesca y los deportes náuticos. O simplemente para maravillarse con su entorno: el privilegiado paisaje de La Siberia extremeña, dibujado de bosques y dehesas. Un inmenso espacio natural favorecido por humedales donde observar una fauna interesante.
Muy frecuentado en los meses de verano, este embalse que retiene las aguas del Guadiana resulta magnífico ahora, cuando se puede disfrutar sin aglomeraciones de todo cuanto define a una playa: arena, un chiringuito a la sombra de los eucaliptos, alquiler de piraguas y un puñado de centros donde animarse a la práctica de vela o de esquí acuático. Muy cerca, el día puede rematarse en el mirador de Puerto Peña con vistas a los farallones donde anidan los buitres leonados. Y donde también sobrevuelan águilas, alimoches y halcones peregrinos.
Aunque acceder a ellas supone un esfuerzo extra, hay que reconocer que estas calas han dejado de ser, desde hace tiempo, un secreto. Especialmente en julio y agosto, cuando cuesta no tropezarse con la sombrilla del vecino. Por eso hay que frecuentarlas ahora que se presentan solitarias, apenas con algún bañista despistado. Y es que estas calas encajadas entre acantilados ni siquiera son perceptibles desde la carretera, ocultas como están tras una urbanización de chalés. Para llegar hay que atravesar un bosquecillo de matorrales y enebros, a través de unas pasarelas de madera, y después bajar por escaleras excavadas en la misma roca.
Lo que allí aparece es un paisaje único. Una hilera de medias lunas de arena fina y dorada, resguardadas del molesto levante y del mundanal ruido. Miniplayas a las que el efecto del sol sobre su piedra rojiza otorga un tono anaranjado en maravilloso contraste con el mar esmeralda. Cala Áspera, Cala Encendida, Cala del Frailecillo, Cala del Pato, Cala Medina, Cala del Faro… son algunas de estas joyas que, como todo lo bueno, tienen la peculiaridad de ser efímeras, en este caso por la subida de las mareas.
Es uno de los espectáculos más fascinantes de nuestra geografía y, como todos los espectáculos, tiene sus espectadores. Por eso conviene visitarlo cuando menos afluencia registra para un disfrute mayor. Hablamos de lo que se conoce como el Reventón del Mundo, la fortuita explosión de agua que, algunos días y sin previo aviso, regala este río en la Sierra del Segura, en Albacete. Días en los que su caudal se multiplica de tal manera que llega hasta precipitar nada menos que 100.000 litros de agua por segundo desde un acantilado calizo.
Cierto es que para que este fenómeno acontezca han de darse algunos factores que escapan a nuestra previsión. Como que llueva en abundancia los días previos o que soplen fuertes vientos o que la presión y la temperatura del aire sean de determinada manera. Pero lo que sí se puede asegurar es que pasado el verano, el flujo de turistas decae. Por eso, si la suerte acompaña, nada como estos días para asistir a las florituras que en su desplome realiza esta descomunal catarata como una suerte de Niágara manchego.
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