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Atención porque es este un reportaje que se inicia atándose bien las botas. La razón es sencilla: nos disponemos a recorrer algunos de los paisajes más pintorescos de la sierra onubense. Aquellos que, a través de sus senderos empedrados, nos permiten pasear entre frondosos bosques y cornisas, adentrarnos en coquetas aldeas, y acabar con unos rayitos de sol templando el alma, descansando en uno de sus pueblos más singulares. Sin embargo, el viaje va más allá. Además de caminar de literalmente, lo haremos de forma figurada: recorriendo un pasado repleto de interesantes anécdotas que nos ilustran la ruta. Vaya si lo harán.
Nuestro punto de partida se halla en Alájar, hermosa localidad de blanco caserío de gran importancia en nuestra singladura: a ella volveremos para acabar este recorrido circular de aproximadamente siete kilómetros. “Trabajamos rutas de senderismo, pero no interpretando el patrimonio natural, sino el patrimonio histórico, el etnográfico, el antropológico y el cultural. Lo que pretendemos es acercarnos un poco a las formas de vida de nuestro campo, de nuestra tierra, relacionándolas con los procesos históricos y dándole valor a esa parte que no estaba tan trabajada”. Quien habla es José Francisco González, licenciado en Historia y con un máster en Patrimonio Arqueológico a sus espaldas.
Además, este serrano de nacimiento es un auténtico enamorado de su tierra que pone alma en cada una de sus palabras cuando de compartir su pasión se trata. Con esa intención fundó en 2015 Vestigia Patrimonio y Turismo. “Estamos trabajando unos 50 senderos diferentes al año, ofertando cinco o seis al mes aproximadamente”, aclara. Y uno de ellos es el que nos disponemos a hacer.
Será él quien nos ilustre en el viaje, que al poco de arrancar se adentra en los paisajes que rodean Alájar: durante los meses de otoño, invierno y primavera, el Parque Natural Sierra de Aracena y Picos de Aroche estalla en belleza y hay que aprovechar. Muchos de los caminos que antaño fueron usados por lugareños en sus comunicaciones viarias conforman hoy senderos, la mayoría señalizados, que transcurren entre encinas, alcornoques y densos castañares. A nuestro paso, la naturaleza nos regala toda una paleta de tonalidades.
La primera parada la alcanzamos pronto. “De las cuatro aldeas históricas de Alájar, El Calabacino es la única que tiene un poblamiento disperso. Quiere decir que no hay un urbanismo en el que las casas estén adosadas entre sí para generar una serie de calles y ensanches, sino que está salpicado, aprovechando la ladera sur de la montaña de la Peña de Arias Montano”, comenta Francisco José. En ella nos adentramos por un camino en el que compartimos espacio con vehículos hasta que, tras un par de leves cuestas, se vuelve sendero: por fin, solo los pájaros y el arrullo de un arroyo se quedan con nosotros.
También el crujir de las hojas que cubren el suelo a nuestro paso o el quejido de algún animal que pace tranquilo en las fincas vecinas. Un pequeño puente de madera nos da la bienvenida oficial a la aldea o, al menos, eso intuimos: no se escucha un alma en toda la zona. “Este caserío se abandonó prácticamente con el éxodo rural en los años 60 y 70. No quedaron habitantes y sus propiedades quedaron totalmente en desuso y olvidadas. A principios de los años 80 llegan a la zona una serie de personas, de tendencia algo más alternativa, que decide ocupar algunas de las casas antiguas que llevaban mucho tiempo abandonadas y construirse pequeñas viviendas. Este fenómeno fue creciendo y atrayendo a más población”, narra nuestro guía.
Tanto fue así que El Calabacino lo pueblan hoy aproximadamente 100 vecinos que han ido dando forma a una ecoaldea. “Tienen una asamblea común, una economía de subsistencia organizada por la propia comunidad, incluso enseñanzas propias y una recuperación de los valores tradicionales del campo. Es decir: han vuelto a sembrar las huertas de la forma tradicional, a utilizar el coche lo menos posible, a trabajar con animales de carga para la carga y para el desplazamiento, y han recuperado árboles frutales, mantenido acuíferos y manantiales”, añade Francisco José.
Un desordenado entramado de callejones empedrados permite deambular por la aldea sin rumbo definido. En los bancales, los cultivos van tomando forma, mientras que flores y plantas decoran la entrada de algunas de las casas. Tras un visillo, un gato nos mira con curiosidad -“¿quién osa romper la tranquilidad por estos lares?”, parece decir-. Allá, entre tejados y humeantes chimeneas, vislumbramos lo que parece el campanario de una iglesia.
“Como patrimonio, además de algunas de sus casas, que conservan la arquitectura popular serrana y un par de fuentes, una de ellas con lavadero y abrevadero, también existe una iglesia: la Santísima Trinidad. Se inició en el siglo XVIII por su cabecera, pero no llegó a terminarse. Eso consiguió que solo se construyera el ábside o presbiterio, cubriéndose finalmente y terminando como una iglesia exenta de planta cuadrada. Hoy tiene funciones culturales”, nos cuenta José Francisco.
Pero es hora de subir, de ejercitar glúteos y piernas y salvar los metros de altura que separan El Calabacino del mirador de la Peña de Arias Montano. Los senderos se empinan y la frondosidad del bosque nos abraza: los castaños, antes más abundantes, ahora más dispersos, se alternan con el bosque mediterráneo poblado de encinas, alcornoques, matorrales y pinos. En la ruta, también escogida por muchos ciclistas, las señales aparecen a cada poco. Cualquier rincón se muestra ideal para un pequeño descanso -subir hasta lo alto de la peña, no es cualquier cosa-.
Y no lo es subir, pero tampoco alcanzarla: el misticismo en torno a este inmenso promontorio sobre el valle en el que se asienta Alájar es bien conocido por quienes lo visitan. “Su importancia geológica es trascendental”, apunta el guía, “se trata del fenómeno geológico denominado travertino. El travertino no es más que un paisaje kárstico exterior que se forma por el arrastre de las sales calizas o calcáreas de antiguos fondos marinos que el propio agua va arrastrando desde el interior al exterior de la montaña. Así crea un paisaje que parece lava volcánica”, añade.
Un proceso que ha generado numerosas oquedades y cuevas que, a lo largo de los siglos, han sido aprovechadas por los habitantes de la zona, empezando en el Calcolítico -hace unos 4.000 años- y llegando hasta la Edad del Hierro, cuando la explotación de las minas vecinas por los tartesios atrajo el flujo de personas. Más tarde, en la Edad Media, se cree que muchos mozárabes también encontraron refugio en ellas. Hoy la mayoría están cerradas al público y solo en ocasiones se realizan visitas.
“Con la repoblación, la peña adquirió un valor importante porque La Reina de Los Ángeles, una virgen milagrosa, se apareció a unos pastores”, narra nuestro guía. Algo que se tradujo en el inicio de una peregrinación constante por parte de los habitantes de la zona; la devoción fue creciendo sin parar. “Muy cerca estaba el clero de Aracena, capital comarcal y centro religioso importante muy dependiente de Sevilla, que se vio atraído por la virgen y su historia. Tanto, que empezó a hacer peregrinaciones religiosas, romerías, e incluso la sacaba cuando había epidemias o malas cosechas”, detalla José Francisco.
La ermita que hoy luce en honor a ella continúa atrayendo a fieles a diario, y no es de extrañar: la visita viene acompañada del placer de disfrutar de algunas de las vistas más populares de toda la sierra. Junto al mirador, una espadaña pintada de blanco impoluto y retazos de historia de aquel que le dio el nombre a la antes llamada Peña de Alájar: Benito Arias Montano recaló también por estos lares rendido a los encantos del lugar.
Corría el siglo XVI y se trataba, no en vano, de uno de los consejeros más importantes del rey -se dice que hasta Felipe II fue en alguna ocasión a verle en busca de consejo-. Entre los principales proyectos del humanista estuvo “organizar la biblioteca y el propio Palacio de El Escorial para el rey. También participó en el Concilio de Trento, defendiendo el catolicismo frente a la reforma protestante. De hecho, a él se debe la Biblia regia, la segunda biblia políglota que se escribe a nivel mundial, mucho más completa que la anterior. La traduce al latín, griego, arameo y hebreo, y pone muy en valor al pueblo judío, algo que no gustó a la Inquisición y por lo que Arias Montano llegó a ser perseguido”, nos explica.
Se retiró a este pequeño pueblo serrano en busca de intimidad y sosiego para dedicarse al estudio de las Sagradas Escrituras y para ahondar en su conocimiento del mundo. Fue un humanista que, ya que había elegido un lugar tan especial para asentarse, aprovechó para construir en él su hogar: se inspiró en pinturas flamencas del momento, en las que la comunión entre el hombre y la naturaleza era la máxima, para levantar su propia casa de campo y su jardín renacentista.
“El único elemento que queda de esa casa, o de ese paisaje del momento, es el arco que existe junto a la ermita. Está hecho en piedra de toba, piedra caliza del lugar, y tiene las deformaciones propias de ese proceso de erosión por el agua. Un arco que está, además, totalmente tipificado en tratados arquitectónicos italianos del siglo XV”, apunta nuestro guía. Un elemento que ha pasado a llamarse popularmente como el Arco de los Novios -dicen que la pareja que pasa por él pasa de la mano, acaba en el altar-. A solo unos pasos, un busto de Arias Montano mantiene vivo su recuerdo.
Antes de partir nos asomamos al mirador para disfrutar de la extraordinaria vista que de la Sierra de Aracena y Picos de Aroche se contempla. A nuestros pies, el hermoso caserío de Alájar, cuyo nombre proviene del árabe y significa la piedra. Es de recibo hacer parada en los puestos de productos tradicionales establecidos en la peña: ¿cómo no caer rendidos ante un poco de miel ecológica, una hogaza de pan de leña o un queso de cabra con romero? Es más, ¿cómo ser capaces de volver a casa sin algo de artesanía local, como el tradicional cucharro? Este recipiente, elaborado a partir de la verruga del corcho de los árboles, se usaba antaño para preparar la comida.
Ya en ruta, apenas unos minutos de caminata y una empinada cuesta -eso sí, la bajamos, no la subimos- nos llevan de nuevo al corazón del caserío, donde pasear por su entramado de callejuelas empapándonos de la esencia serrana -también de su patrimonio, como la Iglesia Parroquial de San Marcos, del siglo XVII- y del ambiente local.
En la Plaza de España, junto al ayuntamiento de Alájar, un puñado de mesas acogen a los forasteros llegados en busca del auténtico espíritu del interior onubense. Es este el mejor lugar en el que sentarse bajo el sol invernal a disfrutar del simple placer de ver la vida pasar, la clase de historia, por hoy, ha llegado a su fin.
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