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El 17 de octubre de 1986, poco antes de comer, yo estaba en la escuela tomando una clase de Historia cuando la Historia, precisamente, irrumpió por la puerta encarnada en tres alumnos de séptimo u octavo de EGB. Los mayores habían estado siguiendo el evento, televisado desde Lausana, en el que Juan Antonio Samaranch diría aquello de “À la ville de... Barcelona”, y venían a anunciarnos la buena nueva.
¡Éramos olímpicos! La explosión de euforia que vimos en las reemisiones de las imágenes grabadas en el Palais de Beaulieu -Pascual Maragall y Narcís Serra abrazándose, saltando junto al entourage institucional- se repitió en todas las aulas del colegio, frente a las televisiones de las casas y los bares y, aquella misma tarde- frente a las fuentes de Montjuich de forma multitudinaria.
La resaca olímpica fue literal al día siguiente y la fiesta se prolongó seis años, hasta el nueve de agosto de 1992, cuando se dio por terminada la vigésimo quinta edición de los Juegos Olímpicos de la era moderna. Fueron seis años gloriosos.
Aún no lo sabíamos, pero aquello representaría la mayor transformación de la Ciudad Condal desde el derribo de las murallas en 1854. Tras la frase de Samaranch, la ciudad no volvería a ser la misma. Barcelona se abrió al mar, repensó el litoral, construyó una Villa Olímpica que, tras los Juegos, sería un barrio nuevo y moderno que conectaría el Poble Nou con el resto de la ciudad, devolvió Montjuich a la ciudadanía y modernizó sus accesos por tierra, mar y aire. Pasó de ser una ciudad del color del lomo de las sardinas, como describe el paradiseñador Òscar Guayabero, a competir con metrópolis como París o Nueva York.
Toda luz proyecta una sombra. Los bulliciosos chiringuitos de la Barceloneta -‘Mar y Playa’, ‘Salmonete’, ‘L’Escamarlà’, ‘La Aurora’, ‘Rancho Grande’, ‘El Avión’, etcétera- fueron barridos de la arena por las excavadoras. La expansión de aquellos años generó una contracción posterior. Perdimos rincones de enorme calado sentimental. Y la ciudad aún no ha aprendido a gestionar completamente su éxito, especialmente el turístico. Pero, en general, la llama olímpica dejó un legado digno de conservar y celebrar.
Una de las joyas arquitectónicas que nos dejó el olimpismo es el pabellón deportivo proyectado por Arata Isozaki: el Palau Sant Jordi. Ya durante su construcción supuso un espectáculo que los medios siguieron periódicamente. La cúpula, construída a ras de suelo, fue levantada por brazos hidráulicos con unas técnicas muy avanzadas para el momento. No nos perdimos el show del montaje y, una vez terminado, recuerdo observarlo con extrañeza y pensar que un ovni se había posado en la montaña.
Tras las Olimpiadas este edificio multifuncional ha alojado conciertos y eventos multitudinarios de todo tipo. Por ahí pasaron Queen y Bruce Springsteen, Pearl Jam y Mike Oldfield, y no solo la música ha llenado el palacio deportivo, también la política y, obviamente, las competiciones.
Curiosamente, un edificio tan moderno fue flanqueado por dos de estilo neoclásico. El estadio Lluis Companys, reformado por el equipo Correa-Milà-Margarit-Buixadé, que lógicamente fue continuista con el estilo precio, y el Instituto Nacional de Educación Física de Catalunya, obra de Ricardo Bofill, que recuerda a la gloria griega. Ahí mismo, como contrapunto vanguardista, sigue la torre de telecomunicaciones de Santiago Calatrava, cuya silueta quiere sugerir la de un atleta, pero a mí siempre me recordó a una cigüeña mirando al cielo y -mucho- a la escultura colosal de Miró, La dona i la lluna.
Mientras que en la Anilla Olímpica de Montjuich se sucedían equipamientos deportivos que hoy en día sirven para actividades diversas, un poco más abajo Oriol Bohigas reinterpretaba la hazaña de Cerdà, imaginando una ciudad más abierta y humana. Bohigas, junto a sus socios Josep Maria Martorell y David Mackay, fue el encargado de la apertura al mar con la creación del Port Olímpic, área de ocio todavía vigente, y de la creación de la Vila Olímpica, la que fue una pequeña ciudad deportiva dentro de la ciudad mientras se celebraban los Juegos. En buena parte gracias a Bohigas, Barcelona cuenta hoy con cerca de cinco kilómetros de playa, desde la de Sant Sebastià hasta los Baños del Fòrum.
En la Vila Olímpica, como dos Torres de Hércules que sugieren el no va más, se yerguen la torre Mapfre, obra de Iñigo Ortiz y Enrique León, y el Hotel Arts, diseñado por el arquitecto colombiano Bruce Graham. Con 154 metros son los rascacielos más altos de una ciudad que, hasta entonces, apenas se levantaba del suelo.
En la otra punta de la urbe Norman Foster vino a modificar el skyline con una torre de telecomunicaciones ingrávida que triangula con los rascacielos mellizos de Vila Olímpica y la de Calatrava. Cuando yo era niño, la silueta del Tibidabo estaba coronada por un santuario que parece la nave de Space Invaders. A partir de junio del año 92 la Torre de Collserola vino a competir con ella.
Además de la arquitectura y el urbanismo, las Olimpiadas regalaron a Barcelona una interesante colección de esculturas públicas. El caballo de Botero en el aeropuerto da la bienvenida a los visitantes que llegan por el aire; la Cara de Barcelona, de Roy Lichtenstein, saluda al mar; el Pez de Frank Gehry, junto al hotel Arts, destellea cuando el sol poniente cae sobre él de la forma adecuada; la Estrella Herida, de Rebeca Horn, rinde homenaje a las barracas de la Barceloneta desde la misma arena que estas ocuparon; quizá la más genial sea la simpática gamba de Mariscal, que es imposible contemplar sin sonreír y que compite en encanto con David y Goliat, de Antoni Llena, obra que recuerda otra barriada desaparecida: el Somorrostro.
De los bares, discotecas y restaurantes que abrieron durante los años del auge del interiorismo “de diseño” queda poca cosa. El ‘Otto Zutz’, el restaurante ‘Tragaluz’, el bar con billares ‘Snooker’… los que no desaparecieron con las modas perecieron con el covid; hoy es mucho más tangible la llama olímpica que encendió Rebollo con su arco que la barra de ‘Nick Havanna’.
La Barcelona olímpica es un legado que, treinta años más tarde, hay que reinventar para devolver la ilusión a una ciudad maravillosa que, últimamente, se siente abatida. Aunque, seguro que pronto volveremos a cantar aquello de ¡Barcelooooooonaaaaa! Porque esta ciudad es olímpica en reimaginarse.
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