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La ruta E9 es la ballena blanca que busca todo ciclista –y senderista– y este tramo (GR-204), una oportunidad realista para capturar su esencia en tres paradas. Antes de pedalear, situémonos. Estamos en el occidente de Asturias, entre las rías del Navia y del Eo, donde las sierras puntiagudas de la cordillera cantábrica se relajan en su camino hacia el océano, dando lugar a un suave contoneo de montes tapizados de toixo (tojo) y de queiroga (brezo). La rasa litoral aparece aquí como una extensa pradera siempre fresca que se asoma al mar desde los precipicios de cuarzo y pizarra.
Esta orografía favorecería el asentamiento de tribus celtas hace más de tres mil años, que han dejado vestigios en forma de túmulos y dólmenes. Pero, sobre todos ellos destacan sus bastiones, hoy fundidos en esta naturaleza, con sus formas rudimentarias y enigmáticas: los castros.
Desde la Edad del Hierro, el pueblo de los albiones protegía este territorio desde estas fortificaciones erigidas en lugares estratégicos sobre acantilados costeros o colinas. "Los castros se suceden en el paisaje, fueron ocupados desde el primer milenio antes de Cristo, en la Edad del Hierro, hasta época romana (siglos I y II)", explica Ángel Villa Valdés, investigador del Museo Arqueológico de Asturias y experto en cultura castreña. Los castros aparecen hoy en esta ruta, la GR-204, como marcas de piedra de la costa celta, a la que acudieron los romanos con un único fin: el oro.
Las extracciones auríferas proliferaron entre los siglos I y III d. C. en el noroeste de la península, un tajo dorado para el Imperio, imprescindible para sufragar sus múltiples campañas militares. En este enclave hallaron a su vez un interesante puerto comercial de salida al Atlántico, que duraría hasta la Edad Media, cuando comenzó la caza de ballenas. Ortiguera, Viavélez o Tapia de Casariego son villas marineras que aún hoy guardan el testigo de esta tradición oceánica en la comarca del Parque Histórico del Navia (112 km2). No todo iban a ser castros. Ahora, de vuelta al presente y a la bici, descubrimos la costa oeste de Asturias siguiendo el rastro de los celtas (albiones), la E9 (GR-204) y sin perder de vista el mar en tres etapas.
El viento del nordeste refresca hasta en los días más calurosos y empuja al ciclista por este itinerario a solas con el Cantábrico. Quien haya viajado en bici sabrá que su ritmo es el idóneo para sincronizarse con el paisaje y, quien lo haga aquí, que entre cabos y bahías, cuestas y barrancos, se esconden rincones cuyo acceso es imposible en coche, pero no sobre dos ruedas. Aun así, este recorrido (46 km), se puede volver peliagudo en algunos tramos, cuando recordamos que después de descender hasta el pedrero también hay que subir.
El punto de partida lo encontramos en la cara oeste de la desembocadura del Navia. El cabo de San Agustín cuenta en su cima con una explanada privilegiada para contemplar el Cantábrico. En su zona ajardinada se encuentra la capilla de San Agustín (siglo XVII) y el antiguo faro junto al nuevo, que continúa con su cometido de guiar a los navegantes en su travesía a buen puerto. El de Ortiguera se conoce como El Ribeiro, un diminuto fondeadero escondido de la rasa litoral, donde lucen casas señoriales de arquitectura indiana como la Quinta Jardón, entre laderas donde se aferran los barrios de pescadores.
Desde Ortiguera merece la pena un pequeño desvío –10 minutos a pedales– hacia el interior para descubrir el Castro de Mohías. En 1940 empezaron las excavaciones de este asentamiento prerromano erigido sobre la meseta, donde han ido apareciendo hasta 20 construcciones y diversas obras de cerámica. Su ocupación se extendió hasta el siglo II d. C. y en 2014 fue nombrado Bien de Interés Cultural.
La ruta se vuelve a arrimar al Cantábrico, a la altura de la Punta Campella, para atravesar la campiña del municipio de Coaña y pueblos como Medal y Loza, y llegar a calas de cantos de cuarzo y recóndito paradero, como da Figueira y Torbas, hasta Castello. El trayecto para alcanzar su playa son 12 kilómetros y cerca de 4 horas desde Ortiguera, dependiendo de las piernas, pero sobre todo de las paradas de cada viajero.
La GR-204 abandona el concejo de Coaña para adentrarse en el de El Franco, rumbo noroeste hacia Viavélez. Parada imprescindible para refrescarse la reclamada playa de Pormenande, otro de esos enclaves íntimos del litoral asturiano. Pero si hablamos de intimidad… hablamos de El Porto/Viavélez, que se presenta al viajero desde A Talaya como un coqueto pueblo marinero de casas blancas y techos de pizarra. Su muelle se encuentra acurrucado bajo la llanura de La Caridad como si quisiera esconderse del turista, sin llamar la atención. Nasas y redes se acumulan frente a la cofradía de pescadores, muestra de una tradición marítima antiguamente vinculada a la caza de la ballena y a la construcción de los bergantines más veloces de Asturias hasta el siglo XIX. Su tradición literaria está ligada a la figura de su hija más ilustre: Corín Tellado.
Continuamos la ruta en un empinado ascenso que nos obliga a bajarnos de la bici para empujarla hasta el mirador de El Porto, desde donde, en los meses de otoño e invierno, se contempla el azote del mar contra los espigones que guardan la villa. Desde este enclave, la E9 (GR-204) adquiere su tramo más apacible por las praderas de El Franco, pasando por Mernes y la ermita de San Pelayo, hasta Valdepares. En esta pequeña localidad destaca, junto al camino, el palacio de Fonfría (siglo XVI) como un poderoso pazo gallego, amurallado y con capilla propia, que hoy pertenece a la familia Camposorio.
Campos de cereal acompañan el discurrir de la senda pedregosa que se precipita hacia el Cantábrico. Divisamos un brazo de roca caliza que se adentra en el mar y se convierte en uno de los hitos imprescindibles en este itinerario con sello celta: Cabo Blanco. Sobre este promontorio se encuentran las ruinas del castro marítimo que los albiones emplearon para dominar la rasa y el océano desde esta fortaleza protegida por fosas y muros. Fue construido entre el siglo VIII y el I a. C. en este entorno salvaje donde se puede sentir la fuerza del viento y la esencia del mar, que muerde esta costa escarpada y le confiere un componente indomable que se vuelve adictivo.
Hasta llegar a Porcía, el camino continúa en un trayecto de tres kilómetros surcando cabos, cuestas y muchos baches en un descenso final hasta esta bahía de islotes desmembrados y aguas claras donde solo falta un barco pirata fondeado. La desembocadura del río, que lleva su mismo nombre, forma un arenal de 240 metros de longitud con praderas y bancos de madera bajo pinares que lo convierten en un rincón idílico para un descanso. Si tiene que ser gastronómico, acudiremos al chiringuito 'Menos Mal', justo aquí, abierto en los meses de verano con una propuesta con gusto por el producto del mar y la tradición, sin darle la espalda a recetas del sudeste asiático e Italia.
El último trayecto de nuestra E9 nos guía a través de la costa de Tapia de Casariego. Desde el estuario de Porcía pedaleamos hasta Salave, donde los romanos excavaron kilómetros de canales, zanjas y galerías para movilizar el agua y fracturar la roca con el fin de extraer el codiciado mineral de oro. Hasta siete toneladas obtuvieron en este lugar, que modificaron a su antojo, esculpiendo una gran depresión que aún hoy conserva su más visible cicatriz: los lagos de Silva. "Es la explotación más importante de la marina occidental asturiana", comenta Villa Valdés. "Las labores de minería se extendieron hasta el siglo II d. C.". La senda se adentra en este terreno misterioso, donde el bosque es tan frondoso que apenas se cuela la luz y el silencio inunda esta ciénaga desolada.
En la misma ensenada de El Figo se encuentran más evidencias de asentamientos de los albiones, como los restos del castro Castreda. Antes de llegar a Tapia de Casariego, en un trazado tranquilo de seis kilómetros en llano, nos encontramos con el caserío de Mántaras y la capilla de San Antonio (1660), hasta acariciar la playa de Represas. La capital del concejo se asienta junto al mar y otro antiguo asentamiento castreño fortificado. De su importante tradición naval se conservan tan solo una docena de barcos de pesca además de una industria conservera. Nada más dejar Tapia, junto a la playa de la Paloma, se localiza el castro de El Esteiro, otro ejemplo del afán de los celtas por dominar la costa occidental con su red castreña. En este se han descubierto cerámicas y monedas romanas del siglo I d. C.
El epílogo de este recorrido en bicicleta se intuye al pasar As Nogueiras y alcanza su clímax visual desde el cabo de La Robaleira. Desde aquí, entre furgonetas y autocaravanas aparcadas esperando la puesta de sol tras la Punta del Corno, divisamos la playa de Peñarronda. Este arenal de 600 metros separa los concejos de Tapia de Casariego y Castropol. Sus cordones dunares protegidos le han valido el sobrenombre de Monumento Natural y su potente oleaje, el de spot obligado para surfistas en la costa oeste de Asturias.
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