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“En el viejo cementerio en que yacen los marineros en tristes tumbas grises de conchas adornadas bajo el doblar de las campanas a cinco brazas el coral está hecho de huesos; ………………”
Son las primeras líneas del soneto que la escritora americana Gamel Woolsey compuso “después de deambular entre las tumbas cubiertas de conchas del Cementerio Inglés”. Así lo escribe su amiga, la historiadora del pensamiento económico Marjorie Grace-Hutchinson, la baronesa von Schlippenbach.
Ambos nombres son desconocidos para mucha gente, salvo si añadimos que Woolsey fue la mujer del hispanista Gerald Brenan y Grice-Hutchinson es la historiadora que investiga y desarrolla el concepto La Escuela de Salamanca, un libro crucial para la economía, donde se descubre el estudio “sobre la teoría monetaria en España 1544 -1605”, clave para el pensamiento económico.
Durante décadas, Grice, alumna de Friedrich Hayek, fue para los economistas liberales y conservadores de este país un referente, un nombre extranjero al que citar -con razón-. Pero, además, Gamel y Grice fueron amigas en el círculo que creció en Churriana, donde la casa de los Brenan se convirtió en lugar de encuentro de británicos, americanos y otros guiris que pasaban por Málaga.
Cuentan las historias de aquellos tiempos que, mientras Brenan se entretenía con los extranjeros, ya fueran sus amigos del grupo de Bloomsbury o los norteamericanos, Gamel se dedicaba bastante más a la gente del país y a las tierras malagueñas. Woolsey es autora, además de sus poemas, de Málaga en llamas (o El otro reino de la muerte), sobre los primeros días de la guerra y cómo escaparon en un destructor, pero en 1939 pasó inadvertido. Hitler acababa de invadir Polonia y España ya no importaba.
Ambas mujeres reposan a pocos metros, en este lugar único que es La Cañada de los Ingleses, a las faldas del castillo de Gibralfaro, el primer camposanto protestante de España romántico, con las gotas de decadencia justas para sentirse cómodo entre las tumbas antiguas. Fue precisamente Hutchinson la última en ser enterrada en este lugar, en 2003, a los 94 años. Las autoridades le pidieron a Bruce McIntyre, entonces cónsul británico en la ciudad y hoy presidente de la Fundación del Cementerio Inglés, el cese de los entierros en una cañada que está casi en el centro de la ciudad.
Hay un kilómetro escaso desde la Plaza de la Merced, donde está el monumento al General Torrijos y sus leales -fusilados por intentar restaurar la Constitución de Cádiz frente al felón Fernando VII-, y este cementerio. El recinto para las almas extranjeras tiene su puerta guardada por dos leones que sujetan con sus garras dos globos terráqueos.
“La construcción que hay en la entrada es de estilo gótico victoriano y las conchas que adornan las tumbas más antiguas recuerdan a las grutas que estuvieron de moda en los jardines ingleses. Los sauces llorones defienden las tumbas de un sol implacable”. El entrecomillado corresponde a una joya, un modesto librito escrito por la economista creadora de La Escuela de Salamanca. Si usted, peregrino mitomano, llega a las puertas del cementerio y entra en la casita que hay a la derecha -donde le atenderán voluntarios como Andy-, hágase con este librito delicioso. No se arrepentirá.
Puede sentarse a la orilla del camino o en los bancos del porche de la iglesia de Saint George y echar un vistazo antes de deambular, a la búsqueda de la tumba de la misma Hutchinson -está a escasos metros del templo-, o visitar la de Gamel Woolsey a pocos metros, naturalmente al lado de la de Gerald Brenan. Aunque no está tan claro que a ella le hubiera gustado soportarlo durante la eternidad.
“La muerte de un protestante”, escribe la intelectual británica, “planteó en España un horrible problema hasta la fundación del cementerio en 1831”. Y relata un caso en Santander en 1622, donde murió el secretario del embajador y “se denegó la autorización para el entierro”. Lanzaron el cadáver al mar, pero los pescadores, temiendo que el cuerpo de un hereje perjudicara sus capturas, lo sacaron y tiraron a tierra.
Hasta 1831, cuando el cónsul más reconocido por evitar este drama -y fundador de una dinastía de cónsules en esta ciudad-, William Mark, logró la fundación del cementerio, “el enterramiento de los protestantes era un asunto horrendo”. No se podía sepultarlos de noche, había que llevarlos hasta la orilla del mar, enterrarlos en posición vertical y “alumbrándose con una antorcha. Los cadáveres, además de estar expuestos a ser devorados por los perros o barridos mar adentro por las olas, se veían agraviados por el vertido de inmundicias”, relata Marjorie.
Dentro del perímetro del cementerio se encuentra otro terreno, rodeado de tapias blancas y con otra entrada. Es el primer recinto que el batallador William Mark consiguió pactar con las autoridades malagueñas, después de años de negociación sin éxito con los monarcas y Madrid.
Atravesada la puerta del cementerio viejo, a la derecha se encuentra -presuntamente- la tumba de Robert Boyd, el joven militar británico que fue fusilado con los 50 de Torrijos, un héroe desdichadamente precursor de las libertades y de los idealistas de las Brigadas Internacionales. Boyd, según cuentan y atestiguan algunos retratos, tan elegante y atractivo como el mismo general Torrijos, no podía tampoco reposar con sus compañeros tras el brutal fusilamiento. Al cónsul Mark la muerte de Boyd “le afectó muchísimo”, escribe Hutchinson.
Para la Iglesia católica no dejaba de ser un hereje, además de un revolucionario. Se sospecha que sus restos se encuentran en el recinto primitivo, pero, por si acaso, tiene un monumento en el camino principal que dirige a la iglesia de Saint George.
En esta mañana húmeda, Bruce McIntyre, ya jubilado de sus tareas consulares, espera a otros compañeros y voluntarios de la Fundación del Cementerio Inglés. Satisfecho, dice, porque hace años que la Junta de Andalucía ha reconocido al camposanto como BIC (Bien de Interés Cultural), aunque han pasado por estrecheces económicas -esta parece ser la historia del lugar desde su fundación-, como si los muertos durmieran en tierra de nadie. Ahora las cosas están mejor.
La brisa que llega del mar se cuela entre las tumbas blancas, con conchas o cantos pequeños y graníticos, entre los bancales que Mark dispuso para pasear. “Hizo traer de Gibraltar una partida de geranios para plantar en las terrazas, formando una escalinata de brillantes peldaños…introdujo muchos árboles raros y hermosos y los hizo festonear de plantas trepadoras”, recoge el librito de la historiadora del pensamiento económico. Hoy, algunas buganvillas y árboles sobreviven.
El cementerio celebra actividades culturales cada verano, está en la ruta de los más interesantes del país y se realizan visitas nocturnas y teatralizadas. No necesita más, salvo el mimo y el respeto de quienes van a visitar a gentes tan interesantes como Gamel y Marjorie.
O a Irene de Guillén, la mujer de Jorge Guillén. El poeta y su mujer también eligieron este lugar para dormir. O la tumba más tierna, la de Violette, la niña a la que sus padres dedicaron la dedicatoria más hermosa, la violeta entre violetas.
Diferente es el caso de los marineros del Gneisenau, la fragata que en 1900 naufragó en Málaga. Los restos de los muertos están aquí, en un monumento a la izquierda, antes del recinto antiguo y la calle de los Guillén. Los alemanes no eligieron estas costas para reposar, pero la ayuda de los malagueños, en un día tan aciago, ha creado historia, como es la del Puente de los Alemanes, de camino a El Perchel.
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