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Castilla, secarral. Castilla, llanura eterna. Castilla, monotonía paisajística. La realidad de un territorio desmonta cualquier tópico sobre ella, incluso en lo geográfico. El centro del centro de la meseta norte, Valladolid, cuenta con una diversidad orográfica impropia de los pensamientos preconcebidos a apenas 15 kilómetros de la ciudad. Cabezón de Pisuerga, junto al río que baja desde Palencia para desembocar en el Duero, representa esa diversidad en los Cortados de Cabezón, que honran a su nombre ante lo encrespado de su posición sobre el mismo Pisuerga en su curso hacia la ciudad.
Los abruptos terrenos se aprecian desde la autovía que sube -o baja- a Cantabria. Los más de 100 metros de desnivel repentino regalan un abanico cromático tanto por los terrenos y piedras que lo componen, desde el blanco más puro hasta los tonos crema o marrones de esos suelos, como por los árboles que rodean esta ruta en función de la época del año.
La ruta de los Cortados de Cabezón, pues, supone transitar de forma circular desde el pueblo hasta el punto más elevado de ese promontorio, para regresar por la cara posterior. Se trata de unos nueve kilómetros, tres horas de paseo tranquilo, pero con una exigencia superior a dar un voltio por el campo: los frecuentes sube-baja, con acusadas rampas hacia arriba o hacia abajo, demandan cierta preparación física -y mental- y hacen más que recomendable la ropa de deporte y calzado cómodo, a poder ser sin suela lisa, para agarrarse bien.
Todo depende de la valentía del viajero, pues esta senda se convierte también en apetecible para ciclistas con buena bicicleta de montaña, ánimos a prueba de senderos traicioneros y experiencia como para no arrugarse ante botes imprevistos y piedras acechantes.
Vayamos por partes. Lo primero es el acceso a la localidad, sencillo tanto desde la autovía como desde Valladolid, a apenas 20 minutos de la urbe. Después, hay que aparcar en la zona, relativamente cerca de un frontón, a la derecha de la carretera viniendo desde Valladolid y a la izquierda desde la autovía. Los lugareños indican bien el acceso, en caso de duda.
Hay que subir hacia la zona de las bodegas -preferentemente a pie, porque el terreno ya se enrevesa- antes de subir un pequeño camino y desembocar sobre un amplio pinar con cómodas pistas forestales para caminar por él. A la izquierda quedará el puente romano de Cabezón, restaurado tras unas perniciosas grietas, de coqueta iluminación nocturna. Ese escenario histórico acapara miradas, como cuando durante la invasión napoleónica el ejército español fracasó en su estrategia y salió a campo abierto a recibir a los franceses. Ante la grosera inferioridad numérica, retrocedieron por el puente y se formó tal embotellamiento que murieron a espuertas tanto ahogados al caer al agua como por mano gala.
El aventurero moderno prosigue su andadura entre los pinos durante aproximadamente una hora hasta que la ruta, ahora sí, se complica. Empiezan las curvas, el camino de tierra se estrecha y obliga a la fila de a uno, solo interrumpida por diversos salientes donde, a gusto del visitante, pararse y asomarse con cierto cuidado para disfrutar del paisaje, de las barcas sobre el Pisuerga y los brillos del cauce, los reflejos de la luz en los terrenos y en el río, y la oscilante vegetación. Salvo que llueva -pues se embarra fácilmente-, el recorrido resulta recomendable para todo el año: solo varía el abrigo que debe acompañar, sí o sí, a una buena botella de agua y, como colofón, unos bocadillos. Los perros tienen también mucho entretenimiento en una tarde, mañana o jornada en los Cortados.
Un momento crítico emerge entonces y obliga a los menos preparados a pensarse dos veces el proseguir. Una tremenda bajada, con arena y pocos amarres, exige reducir la velocidad y descender con tiento hasta unos postes con una cuerda. Que nadie descarte una buena trompada y caer de culo, para nada una humillación, sino gajes de este oficio. Cuando por fin se pisa superficie firme, se tiene ante los ojos el acantilado en su esplendor, enormes paredes de piedra y arena sobre las cuales se ven personas, del tamaño de hormiguitas, si han tenido a bien el mismo plan.
Desde ahí toca subir un poco en algunas cuestas, con terreno más estable, hasta aterrizar en un campo de cultivo rumbo a una larga senda de arena hacia esa cara más elevada. Esta parte se puede hacer densa, pero satisface ir visionando la verja, abierta, que delimita el paso a ese preciado desfiladero. Esta vez no hay ciclistas, que pueden llegar por ese mismo recorrido o por la otra cara, la del valle del Esgueva, pero sí unos motoristas entusiasmados por esos parajes sinuosos a 870 metros de altura contra los 700 de la zona más baja.
Una vez allí, respirar. Sin prisa, pero con tiento, irrumpe el esplendor de los páramos vallisoletanos y, al fondo, tanto la montaña palentina como la burgalesa si el cielo se despeja y acompaña. Cigales, Mucientes, Fuensaldaña, Corcos del Valle y las poblaciones de los montes Torozos emergen, mínimas, entre las vastas extensiones castellanas. Un panel informa de la composición de esa tierra cincelada por la erosión y los siglos de azote de los vientos. Aquí va ya el 60 % de la ruta, aproximadamente, y ya se ha acumulado la mayoría de la irregularidad.
Quién lo diría, no obstante, al reemprender la marcha: hay que subir, entre pinos de raíces desbocadas por el suelo, hacia un punto todavía más elevado. Más fotos y más vistas embriagadoras; más caminar, de relativa bajada, más allá de los frecuentes saltos. Algunos descensos, plagados de piedras y arena, vuelven a demandar maña, cautela y equilibrio. Ya quisiéramos la agilidad de algunos corzos que se dejan ver en este tramo final rumbo a Cabezón. Pese a la abundancia de senderos entre la arboleda y los terrenos, trazados por ciclistas, mejor ceñirse a las marcas amarillas y blancas para evitar perderse.
El atardecer regala vistas incomparables y tonos morados, amarillos y azules únicos, pero cuidado con enredarse demasiado, sobre todo en otoño o invierno, porque de repente anochece y puede complicar la etapa final, más sencilla, pero donde se puede acusar el cansancio de las piernas. El camino remite a la otra parte de bodegas de Cabezón, muy cerca de bares y restaurantes donde reponer fuerzas por asfalto, siempre más aburrido pero menos proclive a tropezones y culadas.
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