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Rutas de Sorolla hay muchas y muy variadas. La guía oficial, Catalina Benito, licenciada en Historia del Arte y especialista en educación artística, ha elegido una no necesariamente cronológica, pero sí particularmente sensible a la personalidad del pintor: su infancia, su primer amor y sus lugares de inspiración.
Ante todo, nos cita en un encuadre singular del barrio natal del artista: la Plaza Redonda, un lugar vedado a los coches donde poder esperar a todo el pelotón, bicicleta en mano, a las nueve. El bullicio de los turistas pronto llenará las terrazas de los bares que se pegan alrededor de la fuente de la plaza. Así que, tras dar los buenos días y unas breves instrucciones a una heterogénea tribu compuesta por once excursionistas a pedales, Catalina indica que hay que iniciar la marcha.
Tras coordinarnos por primera vez en cedernos el paso por las calles del centro, nuestra primera parada es en la cercana iglesia de Santa Catalina con su impresionante torre. Joaquín Sorolla fue bautizado aquí al día siguiente a su nacimiento, en 1863, y aquí se habían casado un año antes sus padres, Joaquín y Concepción Bastida, que regían en los aledaños una humilde tienda de tejidos.
La familia siempre fue un elemento esencial para la salud afectiva de Sorolla. En 1865, apenas nacida su única hermana, Concha, pierden a sus padres durante una mortífera epidemia de cólera. Por fortuna, son acogidos caritativamente por sus tíos maternos, quienes los crían como a sus propios hijos. Sorolla siempre sentiría la ausencia de sus progenitores, a lo que no ayudaría el incendio de los registros de la iglesia ante la que estamos. En 1916, escribió a su esposa: "¡Por fin ya conozco mis orígenes!", tras saber por el párroco de Cantavieja, Teruel, los apellidos de sus abuelos, que tantos años había estado buscando.
A pocas calles de aquí, y a escasos metros de La Lonja de la Seda, llegamos hasta el número 2 de la calle de Las Mantas, el emplazamiento original de la casa natal de Joaquín Sorolla. Como la de Blasco Ibáñez o la de Mariano Benlliure, nacidos en este barrio humilde, ya no existe. El panel cerámico conmemorativo con la imagen del autorretrato del pintor y la de la portada de la novela Flor de mayo de su amigo Blasco Ibáñez que ahora vemos, los puso la comisión de la Falla Lope de Vega, ante la desidia de las autoridades.
Aunque aquí solo vivió un año debido al fallecimiento de sus padres, las veces que Sorolla regresaba a Valencia visitaba el Mercado Central, la plaza Redonda y esta casa, por la que sentía gran cariño. En un viaje, cogió un ladrillo del suelo y se lo guardó. El impresionista solía decir a los amigos: "Sobre este ladrillo, vine al mundo". La pieza se muestra hoy en su museo de Madrid.
Llegamos a un punto clave en toda visita a València, en la plaza del Mercado, frente al impresionante Mercado Central. Aquí nos detenemos ante la Lonja de la Seda, edificio Patrimonio de la Humanidad. Sus escaleras hacen parte del famoso cuadro El grito de Palleter. Este fue el lugar donde en 1808, un vendedor de paja (palla, de ahí palleter) para fósforos o cestos, llamado Vicente Domènech, animó al pueblo a levantarse contra los franceses enarbolando su fajín como bandera, porque este emplazamiento era donde la gente se reunía para escuchar las noticias que se leían de los diarios.
Joaquín Sorolla lo pintó muy joven en 1884 para conseguir la pensión de pintura en Roma que otorgaba la Diputación de Valencia y cuya temática histórica naturalista era obligatoria por los criterios académicos. Él renegaba de esta escuela que impedía la libertad del artista y le obligaba a la teatralidad: "En este país –llegó a escribir un día– para triunfar hay que pintar muertos".
Nos detenemos ante el Portal de Valldigna, uno de los escasos restos de la muralla árabe que Valencia conserva y que servía para comunicar los barrios cristiano y árabe. Este es otro de los enclaves que Sorolla usó para satisfacer las periódicas condiciones de la Diputación para su beca en Roma, beca que esos años aprovechó para visitar París, donde conoció sus jardines y a los pintores al aire libre.
En 1887 pinta otro obligatorio tema histórico, El Padre Jofré protegiendo a un loco, que representa la escena de 1409, cuando el sacerdote Juan Gilabert Jofré defendió a un joven de un grupo que le atacaba gritando "¡Al loco!", lo que dio lugar a una arenga del sacerdote con la que consiguió crear uno de los primeros centros psiquiátricos de la historia: el Hospital dels Folls, Inocents i Desamparats (de los locos, inocentes y desamparados) cuya última denominación motivó que el fervor popular la convirtiese en la patrona de Valencia.
Sin mayor incidente que algún rezagado, la comitiva se apea ante la parroquia de San Martín, en la concurrida calle de San Vicente. Sorolla se casa en 1888 en esta iglesia que correspondía al barrio de su mujer, Clotilde. Ella era hija del fotógrafo Antonio García Peris y su hermano estudiaba en la Escuela de Bellas artes donde trabó estrecha amistad con el joven Joaquín. Los tíos de Sorolla no conseguían que su ahijado prosperara en el oficio de cerrajero, por lo que el muchacho pagaba sus estudios nocturnos de pintura iluminando fotografías en el estudio de quien sería más adelante su suegro.
Allí conoce a Clotilde y se queda prendado para siempre. Se envían cartas de ida y vuelta firmadas como Ximo y Clota. Ella fue esposa, amiga y la madre que nunca tuvo. También su "ministro de Hacienda", porque le organizaba todo, incluso las amistades, ya que Clotilde recelaba del escritor y bon vivant Blasco Ibáñez, amigo de la infancia. Después de la boda, se instalarían en Asís con la familia Benlliure y, después de regresar a Valencia, en Madrid, buscando más proyección aprovechando el pago de 150.000 dólares por el famoso encargo de la Hispanic Society.
La relación de Joaquín Sorolla con la ciudad sigue en la calle de las Barcas. En el número 29 de la calle adyacente Don Juan de Austria, que entonces no era tan elegante, sino más bien conflictiva, vivieron los tíos maternos adoptivos del artista, Isabel Bastida y José Piqueres. En la cercana calle Pintor Sorolla estuvieron Las Escuelas de Artesanos donde acudió entre 1876 y 1878, una institución fundada en 1868 por un grupo de intelectuales pudientes valencianos para dar estudios a los huérfanos y desasistidos que luego trabajarían en sus fábricas.
La calle perpendicular recibió el nombre de calle Pintor Sorolla después de que él y Benlliure, que obtuvo a la vez su calle, ganaran con medallas de oro el premio de la Exposición Universal de París de 1900. Esto les valió, con grandes festejos, el título de hijos predilectos de la ciudad. Los artistas decidieron crear cada uno, y de su bolsillo, el rótulo de la calle del otro: Sorolla el de Benlliure y este el de Sorolla.
Recorremos ahora el trayecto más largo, cruzando el puente sobre los jardines del Turia para llegar al Museo de Bellas Artes de València, que antes se encontraba en el actual Centro del Carmen. En sus puertas de entrada aparcamos nuestras bicicletas. La ampliación de este hermoso edificio alberga una sala expositiva de 138 obras que establecen una relación con las 27 pinturas de Sorolla, algunas muy íntimas, como Los abuelos de mis hijos –donada por él en 1919–, que recrean su época. La entrada al museo es gratuita y muestra la pintura que se hacía cuando estaba en sus inicios, la de sus maestros, su propia obra y la de sus discípulos más cercanos, los sorollistas, y los postsorollistas, que evolucionaron en su corriente.
Nos queda llegar a los Poblados Marítimos, a donde Sorolla solía viajar en tartana por el camino viejo del Grao. En otoño de 1907 Sorolla se instala en el puerto, por el que sentía fascinación. Había trabajado antes en esta zona marinera, captando los colores de la playa de la Malvarrosa en sus más preciadas pinturas. Frente al Asilo de San Juan de Dios, al cuidado de los huérfanos enfermos que se beneficiaban allí de los baños de sol y de la brisa, había pintado a estos niños entrando en el mar ocho años antes en su cuadro Triste herencia. El viento no le permite trabajar en la playa, así que ni siquiera pinta realmente sino que mancha directamente con el pincel en trazos ágiles, casi neoimpresionistas.
En los típicos bares de la zona, decidimos que es el momento de tomar un almuerzo típico valenciano, medios bocadillos recién hechos acompañados con cerveza clara y refrescos. Pablo, Carmen, Sami, Sara, Beatriz, Roberto, Elena, Bogdan y los demás excursionistas, casi por primera vez cara a cara, entablan relación y charlan animadamente mientras el sol les broncea. Un empujón más y habremos llegado a los barrios marineros vecinos del Cabañal y la Malvarrosa.
Por el Camí de les Moreres, el pintor que tanto amaba la luz llegaba entonces a la Casa dels Bous (de los Toros) frente a la lonja de los pescadores. El reloj de sol del edificio ha sido restaurado y parece anclado en el tiempo. En ese lugar, donde pinta El sol de la tarde y que queda retratado en el cuadro La vuelta de la pesca, era donde estaban los bueyes que ayudaban a entrar las redes de pesca, guardaban todo su material de pintura para no tener que llevarlo y traerlo cada día. En la cercana playa de Levante, el monumental chalé de Blasco Ibáñez, ahora reconstruido, donde el escritor se pasaba el tiempo mirando al mar.
Y mirando al mar que tanto amó también Sorolla, en la playa de la Malvarrosa, se inauguró en 1933 una columnata circular que realzaba sobre un pedestal el busto en bronce que realizó con mucho dolor Benlliure en su honor. Pero la riada de 1957 los destruyó y su emplazamiento se trasladó a la plaza de la Armada Española, en un nuevo monumento más falto de ambición y sin conexión directa con el Mediterráneo. Pronto esperamos que alguien recupere la idea original de su monumento para que este prolífico pintor valenciano que muere entre las vanguardias artísticas y las dos guerras mundiales vuelva a soñar y a hacernos soñar.
En total, la excursión ha durado cerca de cuatro horas, y todo el mundo se siente feliz y capaz de regresar a casa, en bicicleta los que hemos venido con la propia y de devolver las alquiladas a su lugar de origen. Entre los excursionistas no hay más síntoma que el de haber tenido realizado, con la mente y con el cuerpo, un viaje en el tiempo a través las vivencias cotidianas de un gran maestro del arte.