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Una mañana de marzo de 1949, los niños del Perchel -un barrio popular de Málaga- pararon sus juegos en la calle Calvo, la calle Ancha y la de La Puente para mirar a una mujer de aspecto extravagante, alta, de buen porte, oscura, que pisaba con reparo entre los charcos, aunque sus zapatos eran resistentes. La señora pidió a su acompañante que le hiciera una foto en esa calle de La Puente. Y se marchó. Una extranjera más que escapaba del olor del pescado y las “anchovas” en salazón. Y eso que en la posguerra quedaban pocos almacenes y tiendas de la industria que había dado vida y nombre al barrio más pobre, identitario y diferente de Málaga. Un barrio de miserias, pero con gente muy viva.
Han pasado más de setenta años desde que Vita Sackville-West, la escritora autora de una obra como Los eduardianos, poeta, intelectual, viajera, jardinera, pero conocida, sobre todo, por haber sido una de las amantes de Virginia Wolf e inspiradora de Orlando, paseara por estas calles en busca de la casa natal de su abuela, Pepita. Josefa Durán, también conocida como Pepita de Oliva o La Estrella de Andalucía, fue una bailarina del Perchel que no triunfó en Málaga ni en Madrid por falta de técnica, pero que arrasó desde París a Berlín, y protagonizó una historia más que romántica con el muy british sir Lionel Sackville-West, que por chiripas de la vida, heredó el título de barón y se convirtió en lord.
Lionel, diplomático de profesión, no se pudo casar con Pepita, aunque un cónsul británico de buen corazón le encerró en una habitación de hotel para que no contrajera ese matrimonio y se convirtiera en bígamo, lo que hubiera arruinado su carrera. Pese a estos arrebatos de don Lionel, Vita echó la culpa de algunos de sus problemas de carácter y, sobre todo, del de su madre, a la sangre española.
A los diecinueve, la joven Josefa Durán había contraído matrimonio con un bailarín que intentó enseñarle danza. Más que prendado de sus pies, prendado de su melena negra y brillante, de sus ojazos y su gracia, Juan Antonio Gabriel de la Oliva. El pobre Oliva cayó rendido ante la jovencísima perchelera cuando esta llegó a Madrid buscando carrera. Se casaron, pero la pareja no duró más que unos meses. El bailarín terminó machacado por la madre de Pepita, Catalina, de sangre caliente y remango gitano, dispuesta a sacar rendimiento de la belleza de su hija.
Vita cuenta la historia de su abuela en un libro, Pepita, no exento de prejuicios sobre los españoles. En la segunda parte incluye la historia de su madre, lady Victoria, con la que no se llevó especialmente bien, una lady que, para sus contemporáneos, simplemente se aburría. No es que la escritora británica fuera una santa. Tuvo una larga relación con la mundana Violet Trefusis, también poeta. Trefusis fue en la sociedad francesa y británica, entre los aristócratas, lo que se llamaría hoy una influencer, pero culta y rompedora de convenciones sociales.
En cuanto al padre de Vita, aunque viviera amancebado con la bailarina del Perchel, el barón de Sackville-West reconoció a los cinco hijos que tuvo con la perchelera; disfrutaron de una casa maravillosa en Arcachón (Francia), donde murió [Pepita] de Oliva. En la vista de los litigios por la herencia Sackville-West, material que Vita cuenta que ha utilizado para la biografía de su abuela, afloró una historia pasional, muy propia del siglo XIX, que dió materia a los periódicos, revistas y mentideros de la alta sociedad europea. Y a Vita para escribir sobre su madre y su abuela, la noble gitana perchelera.
La andrógina poeta llega a Málaga cuando ya había leído las declaraciones de todos los que conocieron a su abuela y a su bisabuela; los que vivieron en El Perchel y en Málaga. Es el caso de una íntima amiga de Catalina, que trabajaba en el hotel ‘Alameda’ y había lavado ropa y vendido vestidos por la ciudad con la bisabuela de Vita, una mujer de carácter como retrata la británica en el libro. También cita testigos de Albolote, un pueblo de Granada donde la madre y el padrastro de Pepita compraron la “Casa Blanca”.
Tantas décadas después, entrar en El Perchel para seguir a Vita por el puente de Santo Domingo o de los Alemanes -quienes lo pagaron por la ayuda a la fragata Gneisenau, que naufragó en 1900- es buscar fantasmas con luz y perseguir aromas del salazón una mañana primaveral. Del barrio que creó una industria de la anchoa y de los bacalaos durante siglos quedan rincones solo simbólicos, pero enseñan un territorio donde no llegan los turistas. “¿Ves como aquí las naranjas se pueden coger con la mano? Es porque no vienen extranjeros”, explica Paco Navarro, un veterano guía, septuagenario, vividor de una Málaga por la que empezó a peregrinar a los seis años, bandeando con los extranjeros.
“A los siete años un cura me enseñó francés y luego me marché a Inglaterra de camarero, donde aprendí el inglés. Llevo toda mi vida en esto y eso que cuentan de que el Perchel era solo un barrio gitano, no es verdad. Aquí, como en todos los sitios, había payos. Y pobres, de chicos, éramos todos”, cuenta este conocedor de la historia popular de la ciudad, criado en otro corralón “donde vivíamos 110 familias. Se llamaba La arbonilla”.
Al fotógrafo, Daniel Pérez, esta zona del Perchel le resulta familiar. No en vano se ha criado a unos pasos de este territorio, que linda con otro barrio popular, La Trinidad. Como cuenta el historiador y notable malagueño Gustavo Garcia-Herrera en sus Recuerdos del Perchel, esta es una de las pocas barriadas de Málaga que no tiene nombre de santo católico o virgen, como su vecina La Trinidad.
El “perchelero” fue durante siglos un tipo con perfil de currito, pícaro, flamenco. Aquí, además de Pepita, nacieron otras geniales cantaores y bailaores, como Enriqueta Reyes La Repompa o La Cañeta de Málaga, que tiene su placa en la casa que nació “y vive en Marbella, mantiene un tablao aún”, apunta Paco con admiración. Más allá, otro azulejo recuerda donde nació El Chino, en la plaza de al lado de la calle Puente, de la que es difícil averiguar si es la misma que “la Puente”, donde nació Pepita.
Quedan callejones y corralones donde se respira lo que fue esta zona. A veces escapan los trinos de algún pájaro -en tiempos, la pajarería fue otra de las grandes aficiones de El Perchel- y las macetas, ya brotadas con los primeros capullos, esperan a mayo. Corralones y calles que vivieron la degradación más temida, la de la droga, entre los setenta y los ochenta.
La apertura de la Avenida de Andalucía desdibujo la zona, la construcción de plantas de seis pisos donde estuvieron las casitas de los percheleros y los almacenes de salazón ha borrado esquinas, pero quedan memorias; los lugares donde hablaban de la salsa “garo” -a partir de vísceras fermentadas de los pescados- y vendían las arenques en las cubetas de madera permanecen en la memoria de los mayores de cincuenta.
Quedan las sombras de unas pocas calles estrechas, de coloridas macetas, y de los guisos y cocinas de donde salía la apestosa “garum” que, como cuenta Garcia-Herrera, se exportaba al mundo entero y volvía locos a los romanos hace más de 2.000 años. Merece el paseo a la iglesia de San Agustín por el Puente de los Alemanes, por las plazas de naranjos con azulejos que recuerdan a los ilustres del barrio, algún corralón restaurado que ilustra lo que fueron.
Hay uno restaurado con más mimo que los otros, muestra de la convivencia intensa entre familias, para lo bueno y lo malo, como señalaba Garcia-Herrera ya en 1968. Hoy este corralón, como los de toda la vida hasta las posguerra, acoge a los mayores, con sus apartamentos propios. “Con baño individual cada uno”, apunta el guía, Paco. Ahí se celebra cada mes de junio el concurso de corralones: ”aquí actuamos y se dan los premios”, añade.
Pocas calles más allá, el camarín de las Monjas -la sacristía-, otra corrala que se levantó con casas de protección oficial. Pero el camarín se ha respetado: dentro luce una impresionante decoración barroca con la Virgen de la Aurora.
En junio, con la primavera entrada y el concurso de corralones de El Perchel y La Trinidad en marcha, el espectáculo está servido. Puede que entonces los visitantes no se topen con la “extraviá” Vita, una extranjera más de las que se pierden por Málaga, como escribió la notable Angela Rubio Argüelles -también conocida por ser la esposa Edgar Neville- en el Sur de Málaga, pero darán al viajero la satisfacción de salir del circuito turístico.
De vuelta al centro por la Puerta del Mar y bordeando el estupendo mercado central de Atarazanas -“no olviden ustedes que hasta aquí llegaba el mar hace menos de un siglo”, apunta el guía antes de despedirse- hay que marcar el contraste entre las huellas de Sackville-West y Pepita con la mirada de otra mujer, Josephine de Brinckmann.
Esa dama francesa, que entre octubre de 1849 y junio de 1850 viajó por este país heredando los tópicos románticos y los aciertos de libros como el de su compatriota Teofilo Gautier, deseando que los Curro Jiménez se dejaran ver para podérselo contar a su hermano Hugues, es curiosa. El libro "Paseos por España (1849 y 1850) Ed. Cátedra" es una colección de cartas al hermano, pero está claro que las concibió para que las leyera alguien más.
Brinckmann, una mujer fuerte que viaja sola, pero con el dinero suficiente para poder pagarse escolta, guías y arrieros que la acompañan por sierras, rutas peligrosas y ciudades en la convulsa etapa del reinado de Isabel II, alucina a menudo con los españoles. En un tiempo en que los viajeros que visitan la oriental España suspiran por ser atracados por los bandoleros o por conocer a algún secreto liberal que hubiera sido amigo del heroico y atractivo Torrijos, Joséphine encuentra Málaga encantadora por la bahía en que está situada, pero se queja de las calles “sucias y malolientes”.
Solo recomienda visitar la catedral, aunque sus gárgolas sean cañones y tenga una abundante mezcla de estilos. “Es de estilo compuesto con tres naves; es una obra de importancia por sus bellas proporciones, aunque no esté enteramente acabada. Su torre tiene pretensiones de rivalizar con la Giralda”, escribe a su hermano. Pobrecita la catedral Manquita, no podía Brinckmann adivinar que nunca se terminaría y eso le imprime carácter.
Luego se dirige a la Alcazaba, que “debió de ser temible, construida sobre el punto más alto de la ciudad, está unida a otra fortaleza que se encuentra en lo alto de la montaña (...). Hoy todo está en ruinas: la fortaleza o castillo de Gibralfaro está poco cuidado y muy mal armada”. Aún así, recomienda encarecidamente su visita. Nada que ver con la situación de hoy, donde la Alcazaba y Gibralfaro son orgullo de la ciudad.
Desde las murallas, la vista fue significativamente diferente para las corresponsales extranjeras que enviaron crónicas antes y después de “la desbandá”. Este mirador, usado por fenicios, romanos, árabes o cristianos durante miles de años, ofreció una visión privilegiada de los bombardeos y la escapada en aquellos durísimos días -6 y 7 de febrero de 1937-, cuando niños, mujeres y ancianos huían bajo las bombas de los nacionales.
Lo contaron en diferentes crónicas, entre otras, la británica Sheila Grant Duff y la noruega Gerda Grepp, ambas encargadas de buscar información sobre la desaparición y secuestro del periodista húngaro Arthur Koestler. Quien luego sería influyente escritor -autor Del cero y el infinito-, ensayista y revolucionario controvertido, tuvo la osadía de tomar el pelo al mismísimo Queipo de Llano con una entrevista en Sevilla, en agosto de 1936, haciéndose pasar por afín a los militares franquistas. Koestler buscaba, sobre todo, probar que Hitler y Mussolini estaban ayudando a Franco, lo que le costó una seria persecución.
Como cuenta Bernardo Díez Nosty en su magnífico Periodistas extranjeras en la guerra Civil, Duff fue la primera corresponsal que entró en Málaga cuando los rebeldes tomaron la ciudad y llevaba la misión de intentar enterarse de qué había sido de Koestler, que terminó encarcelado en Sevilla. Al llegar, se asombra de la belleza: “Me volví a uno de los oficiales y le dije: ¿Cómo pueden estar en guerra cuando tienen un país así, con los cielos azules y el sol cálido en febrero y ya con las golondrinas aquí?”. Miraba desde la terraza del hotel ‘Caleta Palace’, el primer hotel claramente turístico de la Costa del Sol. El asombro de Duff se transformó en dolor e inquietud cuando, por la noche, un muchacho falangista le preguntó: “¿quieres venir a ver las ejecuciones?”.
Si Duff fue la primera periodista que llegó a Málaga tras la toma de los franquistas, recuerda el malagueño Díaz Nosty, Gerda Grepp fue la última en salir. Agotada, una noche de frío en un hotel “probablemente construido para el calor que para el frío”, Gerda oye el viento en las calles estrechas y oscuras de Málaga. Poco después se va por la carretera de la costa de Motril a Almería.
Pero la periodista noruega tampoco olvidó la vista desde el castillo de Gibralfaro, ni el puerto ni los habitantes de la ciudad. Porque lo que ponen de manifiesto las crónicas de estas dos mujeres desde Málaga es que las mujeres informan desde otra sensibilidad. Ni mejor ni peor, otra. Aunque todos vieran lo mismo desde la alcazaba malagueña.